Por Antonio Miranda.
Partitura
nada compleja, directa y con su mayor valor en el lado descriptivo de las
imágenes como si de otro matiz del color de la exquisita paleta del director se
tratase, embriagando la visión de este filme serio y pensado en cada fotograma
que pasa. Mamiya (músico también de su anterior obra, de 1982, ‘’Goshu, el
violoncelista’’), pretende una influencia superficial en primer plano y
práctica en el segundo, interviniendo durante rítmicas veces con unos
fragmentos tristes y pausados que llegan a hipnotizar como si de magia bien
integrada en el filme se tratara.
Con pequeñas influencias de la
música del cine occidental (John Carpenter en los escasos temas más oscuros y
Ennio Morricone con el uso del clavicordio en su conocida ‘’La misión’’,
compuesta dos años antes a la presente obra) y la música barroca, el compositor adopta, a su vez, un tono
firmemente oriental en un camino similar al que había marcado, y seguiría
haciéndolo, Joe Hisaishi junto al colega del director de la cinta (Isao
Takahata), Hayao Miyazaki, cofundadores de los Estudios Ghibli. El piano
organiza el resto de estructuras que, inteligentemente, rebosan pequeños
detalles, ya bien en timbres de instrumentos (como el metal del glockspiel, que
adopta la melodía principal del inicio, clara referencia a las luciérnagas) o
en sensaciones hacia personajes (al carácter sencillo de los temas aluden,
directamente, a la relación pura y hermosa de los dos hermanos protagonistas).
El elemento más importante en la
composición para ‘’La tumba de las luciérnagas’’ es el sonido de los vientos de
la orquesta (nada cercano a un sonido realista y crudo, como resulta la cinta y
la vida de los dos pequeños, y sí en las proximidades del sentimiento y la
idealización, aspecto que, por otro lado, permanece fortísimo durante todo el
argumento). Enlazado, al igual que el glockspiel, con el símbolo de los
pequeños animalitos, su empleo en la historia es detallado con gran precisión y
aplicado minuciosamente, nunca en un abuso que hubiera resultado realmente
fácil de empastar con una historia idealista como la que cuenta el argumento.
Sus apariciones, contadas pero importantes durante todo el metraje, dan paso a
un final agónico y dramático formado todo por la sección de cuerdas de la
orquesta que comienza su aparición, de forma ejemplar, en la escena en la que
la niña confiesa a su hermano el conocimiento de dónde realmente se encuentra
su madre. Secuencia envidiable y de una aplicación musical ejemplo para
cualquier cineasta: el momento cumbre del diálogo entre los hermanos es
descrito por el silencio, la música no suena, el espectador ensombrece su
propia historia y la vive junto a los niños. Sólo segundos más tarde, cuando
las sensaciones máximas ya han brotado y crecido, la partitura comienza. Una
muestra del estudio milimétrico de esta partitura, siempre al servicio de lo
que vemos, sucesos verdaderos y dolorosos, de la crudeza de una relación de
hermanos inmersos en la guerra y el hambre y nunca sobrepasando la línea que
muchas composiciones sí hacen, alardeando de buen cometido y calidad que,
realmente, no tienen. Una pieza la de esta escena, además del matiz estructural
comentado, de una hermosura absoluta, sin duda la más bella e intensa de la
obra.
En definitiva, partitura humilde
donde las haya (parte de un todo de una de las mayores obras maestras de la
animación de todos los tiempos) y, por eso (y por su aplicación medida e
incuestionable calidad), de obligada escucha y visualización en pantalla y
ejemplo de cómo fabricar un entramado nada pomposo ni ostentoso con unos
objetivos cumplidos de niveles muy altos. La música sencilla de una cinta de
poesía.
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