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Rompenieves (Snowpiercer, 2013) de Bong Joon-ho.

“Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca”.
(George Orwell)

Un fallido experimento científico para combatir el calentamiento global, ha terminado por congelar la totalidad de la superficie terrestre. Los únicos supervivientes son los pasajeros de un moderno tren que recorre el mundo impulsado por un motor de movimiento eterno.


El director surcoreano Bong Joon-ho, responsable de las sobrevaloradas cintas de culto Memories of Murder (Salinui chueok, 2003) y The Host (Gwoemul, 2006), entre otras, adapta en Snowpiercer la novela gráfica de ciencia-ficción posapocalíptica Le Transperceneige, de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette. El resultado es un filme mediano, muy lineal desde el punto de vista narrativo, en el que lo más destacado es su notable concepción visual.


Corre el año 2031, la Tierra lleva diecisiete años inmersa en una nueva era glacial. Los pocos humanos que aún sobreviven permanecen a bordo de un tren del que no bajan por temor a morir congelados. La sociedad de jodedores y jodidos se perpetúa en el interior de los vagones diseñados tiempo atrás por el visionario Wilford (Ed Harris), quien controla el motor sagrado y al que se rinde culto como si de una divinidad se tratase. Mientras las clases privilegiadas disfrutan de cierto nivel de bienestar en los vagones delanteros, el populacho malvive hacinado en el insalubre vagón de cola. Curtis (Chris Evans), arquetipo del héroe atormentado por su pasado, debe liderar una rebelión que conduzca a sus harapientos compañeros hacia la libertad. Este es, grosso modo, el atractivo planteamiento inicial de Rompenieves. Una lástima que su reiterativo desarrollo (la trama se reduce al progresivo avance de los rebeldes de un vagón a otro, con las consiguientes sorpresas que en cada uno les aguardan) termine arruinando las esperanzadoras perspectivas que el espectador tenía depositadas al principio de la película. Tampoco ayuda la insuficiente configuración de personajes, a caballo entre lo plano y lo pintoresco (a Tilda Swinton dan ganas de arrojarla del tren en marcha), pese a algún que otro buen momento protagonizado por la simpática pareja de surcoreanos (Kang-ho Song y Ah-sung Ko) adictos al kronol (una droga) que ayuda a Curtis y a los suyos a abrir las puertas de acceso a los diferentes vagones. Lo mejor: el magnífico diseño de producción.

Para pasar el rato. Aceptable sin más.


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