El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947) de Joseph L. Mankiewicz.


Mi alma es demasiado débil; sobre ella pesa, como un sueño inconcluso, la espera de la muerte”.  (John Keats)

Lucy Muir (Gene Tierney) es una joven viuda que se traslada junto con su hija Anna (Natalie Wood) y su criada Martha (Edna Best) a una casa encantada, situada a orillas del mar, en la que reside el espíritu del capitán Daniel Gregg (Rex Harrison).

 

Deliciosa y conmovedora fantasía romántica en la que comedia y drama se combinan con habilidad; ahondándose en temas como la necesidad de amor, la soledad, el paso del tiempo o el carácter efímero de la vida.

Los excelentes resultados que esta cinta ofrece, son consecuencia de la perfecta conjunción de todos y cada uno de los elementos que la componen: desde el guión hasta la dirección, pasando por los intérpretes, la música y la fotografía.

Es loable la sutileza con la que el filme transita desde lo que en un principio parece ser una comedia ligera basada en la confrontación de caracteres, hacia un triste y melancólico drama amoroso de profundas connotaciones existenciales.

 

Mankiewicz volvió a contar con Gene Tierney tras El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946) para interpretar a la obstinada y decidida, aunque también frágil y sensible, Lucy Muir. Su exótico rostro, acaso el más bello que jamás haya aparecido en una pantalla de cine, conseguirá sensibilizar al gruñón y malhablado fantasma compuesto por el siempre magnífico Rex Harrison. Iniciándose entre ambos una relación platónica cuya consumación resulta imposible por cuestiones evidentes, lo que permitirá que en la misma se inmiscuya el descarado personaje al que da vida un cínico George Sanders.
   
Los continuos estados de sueño y despertares de la protagonista, confieren al relato un marcado carácter onírico. Tal vez el espíritu del capitán Gregg no exista y sea sólo una ensoñación, o el producto de una mente necesitada de compañía y afecto: “Estoy aquí porque crees que estoy”, le dice Daniel a Lucía, como él la llama, en un momento determinado de la película.

Sin duda contribuyen a engrandecer la obra la traslúcida fotografía de Charles Lang, así como la delicada, hermosa y evocadora partitura del gran Bernard Herrmann.

 

Dos son los momentos que destacan sobre el resto a lo largo del filme: el emotivo final, que será causa de que el espectador se vea sobresaltado por la caída de alguna lágrima, y que bien pudo servir de inspiración para el cierre de la también extraordinaria La emperatriz Yang Kwei-fei (Yôkihi, 1955) de Kenji Mizoguchi; y la secuencia en la que el fantasma, aprovechando el reposo de su amada, se despide de ella entonando un discurso inolvidablemente amargo:

"Cómo te habría gustado el Cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de medianoche, y navegar junto al arrecife en Barbados donde el agua azul se torna verde, y hacia las Falkland donde la galerna del sur desgarra el mar entero y lo vuelve blanco… Lo que nos hemos perdido, Lucía, lo que nos hemos perdidos ambos".

El resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick.


Jack Torrance (Jack Nicholson) es contratado para encargarse del mantenimiento del hotel Overlook, ubicado en las montañas de Colorado, durante los meses de invierno en los que permanece cerrado. Hasta allí se desplaza junto a su mujer Wendy (Shelley Duvall) y su pequeño hijo Danny (Danny Lloyd); sin embargo, el largo período de aislamiento y las fuerzas sobrenaturales que habitan el hotel, acabarán por trastornar su mente.


Lejos de ser la obra maestra que algunos predican, esta algo sobrevalorada cinta de terror, de apabullante forma y endeble guión que adapta la novela homónima de Stephen King, supone uno de los trabajos menos brillantes de su director.

Tras el estrepitoso fracaso en taquilla cosechado por Barry Lyndon (su mejor película según mi criterio), Kubrick optó por emprender la realización de un filme que fuese mucho más comercial. Además, le atraía la idea de explorar uno de los pocos géneros que aún no había tocado (no cuesta imaginarse al enorme ego de Kubrick planeando la que debía ser la mejor película de terror de todos los tiempos). Lamentablemente, el resultado final, aunque de indudable calidad, distó de ser plenamente satisfactorio.

El resplandor debe adscribirse al subgénero de casas encantadas, o casas malditas si utilizamos la denominación acuñada por el escritor Ángel Gómez Rivero. En este caso, en lugar de un viejo caserón o una mansión decimonónica, tenemos un hotel en el que las presencias fantasmales son consecuencia de que se construyera sobre un antiguo cementerio indio y de un truculento crimen perpetrado años atrás.


Si en un principio es sólo el niño quien percibe lo que ocurre en las instalaciones del hotel gracias a su facultad de “resplandecer”, con el paso del tiempo los espíritus malignos irán ejerciendo un control cada vez mayor sobre la psique de su padre, para, finalmente, hacerse también visibles ante la aterrada mirada de su madre.

Uno de los puntos débiles del guión, a mi entender, es que no se potencia su posible ambigüedad, ya que toda la lógica del relato queda supeditada a una mera explicación sobrenatural. No se profundiza en los personajes ni se sigue su evolución psicológica; simplemente, sobre todo en el caso del personaje de Nicholson, se convierten en títeres manipulados por entes inexplicables: Jack no se vuelve loco por permanecer en un contexto aislado, que es hacia lo que parecía encaminarse el filme en sus primeros minutos, sino por voluntad de unos espectros traviesos. No hay estudio psicológico alguno, que hubiese sido mucho más interesante.

Muy por encima de lo que se cuenta, está la forma en que se cuenta, que es lo que acaba por elevar la obra a una categoría mayor. Destacando los espectaculares planos aéreos de los títulos de crédito iniciales, la puesta en escena de amplias estancias enfatizada con el uso del gran angular, o los ampulosos y brillantes travellings de steadicam.


Magnífica es también la ambientación musical que acompaña a todo el metraje, con una impresionante selección de composiciones de autores de la talla de Béla Bartók, Gyorgy Ligeti o Krzysztof Penderecki.

No se puede decir lo mismo de la interpretación de Jack Nicholson, demasiado sobreactuado y más cerca de lo irrisorio que de lo terrorífico.

Para terminar, cabe señalar que la secuencia más famosa de la película, aquella en la que Jack, hacha en mano, destroza una puerta con el objetivo de descuartizar a su familia, es prácticamente idéntica a una que aparecía en la obra maestra silente de Victor Sjöström La carreta fantasma (Körkarlen, 1921). Kubrick, como gran cinéfilo que era, seguro que la conocía y probablemente se inspiró en ella.

Falso culpable (The Wrong Man, 1956) de Alfred Hitchcock.


Christopher Emanuel Balestrero (Henry Fonda), al que llaman “Manny”, es un músico de jazz neoyorquino y ejemplar padre de familia que de forma errónea es confundido con un peligroso atracador.


The Wrong Man es una película única dentro de la carrera de su autor, no por su temática, que gravita en torno al hitchcockiano asunto del falso culpable, sino por los postulados eminentemente realistas sobre los que se sustenta su concepción. El propio Hitchcock nos alerta en su prólogo acerca del carácter inusual de una obra que, por vez primera en su filmografía, se basa en un suceso verídico. De un realismo cuasi documental (algunas secuencias se rodaron en los lugares reales en los que habían acaecido los hechos), se trata de un filme sombrío, plasmado mediante una puesta en escena austera y de desnudez bressoniana; y que al igual que la kafkiana El proceso (Le Procés, 1962) de Orson Welles, muestra la indefensión del individuo frente a las imponderables y crípticas fuerzas de la ley.

En sus primeros minutos, una vez que el personaje de Fonda sale de madrugada del club de moda en el que trabaja, Hitchcock anticipa lo que le ocurrirá a través de un plano expresionista en el que lo sitúa de espaldas y en medio de dos policías que caminan haciendo la guardia nocturna. No es más que una casualidad (no será la única a lo largo del metraje) cuyo sentido premonitorio puede pasar desapercibido en un primer visionado, pero con la que el realizador ya deja claro que su protagonista se dirige hacia un futuro próximo de sombras inciertas. 


El autor de Vértigo, acentúa el estado de angustia de Manny utilizando el punto de vista subjetivo, con el que implica también a los espectadores, que experimentan su malestar y desasosiego. Un ejemplo de lo que digo (hay muchos más) es la secuencia en la que es encerrado en el calabozo de la comisaría y comienza a escudriñar los rincones de ese espacio claustrofóbico hasta que prácticamente desfallece. El cineasta también se recrea en cada uno de los pasos que forman parte del ritual de detención (registro, toma de huellas dactilares, colocación de las esposas, traslado a prisión…) para resaltar la humillación y vergüenza a la que es sometido su personaje.

Pocas son las licencias que se toma el director durante un relato que carece de adornos, siendo una de ellas el famoso fundido encadenado con el que ilustra el ¿milagro? que se produce casi al final.


A destacar las magníficas interpretaciones de Henry Fonda y Vera Miles, dando vida esta última a Rose, la esposa de Manny, que sufrirá terribles consecuencias psicológicas a causa del proceso judicial en que se ve inmiscuido su marido.

También resulta brillante la aportación de Bernard Herrmann, cuya experimental banda sonora enfatiza las situaciones y estados de ánimo de los protagonistas.

Falso culpable es una cinta esencial, por inaudita, dentro de la filmografía de Hitchcock. Y es que nadie que no haya visto esta película puede afirmar que tiene una visión completa de la obra del genio británico. 


Clásicos del western: Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959) de John Ford.


Guerra de Secesión. Un regimiento del ejército de la Unión comandado por el coronel John Marlowe (John Wayne), debe adentrarse en territorio confederado con el objetivo de destruir una línea de ferrocarril. El mayor y médico Henry Kendall (William Holden) también formará parte de una partida que marcha a contrarreloj para no ser interceptada por el enemigo.


Soberbio e infravalorado título bélico de envoltura westerniana y marcado cariz antibelicista con el que Ford, sin ánimo de impartir discursos o emitir juicios morales, muestra la crudeza, el espanto y las contradicciones derivadas de cualquier conflagración.

Apoyándose en un sólido guión, el filme aúna con suma maestría lo épico y lo íntimo, lo grave y lo liviano, el drama y el humor, la acción y la reflexión… en un relato de vigorosa narrativa y profunda hendidura psicológica.

Ford se introduce por cuarta ocasión en el universo de la caballería estadounidense, alejándose esta vez de la visión romántica y costumbrista de los quehaceres castrenses que predominaba en su trilogía canónica. Y es que frente a la megalomanía temeraria de Fort Apache (ídem, 1948), la serenidad crepuscular de La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949) y el lirismo nostálgico de Río Grande (Rio Grande, 1950); The Horse Soldiers, en lo que es un evidente síntoma de madurez, se muestra más sobria y crítica, más amarga y desesperanzada.


Uno de los puntos fuertes de la película es la tensa confrontación que surge entre sus dos protagonistas principales: la encarnación del deber a manos de un imponente y autoritario John Wayne, que demuestra por enésima vez su categoría actoral, frente a la visión humanista del siempre excelente William Holden.

Marlowe, de carácter ambiguo y renegado, se verá ante la paradoja de destruir en servicio militar aquello que le servía para subsistir en su vida civil (era peón de ferrocarril); y lo tendrá que hacer acompañado del representante de un gremio, el de la medicina, hacia el que siente animadversión por un trágico acontecimiento del pasado.

Kendall, por su parte, es un hombre de paz para el que, en virtud del Juramento Hipocrático al que se debe, lo esencial es el servicio a la integridad y dignidad humanas.


Entre estas dos fuertes personalidades encontramos a la necesaria presencia femenina en el personaje de Constance Towers, una acomodada chica del sur cuya aparente frivolidad será puesta a prueba por las terribles circunstancias del conflicto.

El autor de Centauros del desierto moldea sabiamente a todos sus personajes, haciendo virar sus emociones y sentimientos en virtud de lo acontecido, y otorgando a cada momento de la narración el tempo adecuado.

Misión de audaces es una cinta a reivindicar dentro de la extensa filmografía fordiana, un ejemplo más del grandioso talento de su hacedor. Casi una obra maestra.

Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1962) de Akira Kurosawa.


Sanjuro (Toshiro Mifune) es un samurái errante que se alía con nueve jóvenes que pretenden denunciar y frenar la corrupción en su clan.


Espléndida secuela de la magistral Yojimbo (1961), en la que se continúan siguiendo las aventuras y desventuras del ronin Sanjuro Tsubaki; antihéroe de andares característicos y ademanes de haragán, que pondrá su experiencia e ingenio al servicio de un grupo de candorosos e inexpertos samuráis.

Al igual que ocurría en la anterior película, nuestro protagonista (soberbiamente interpretado por el gran Toshiro Mifune) llega a una comunidad dividida en dos bandos; sin embargo, en lugar de aliarse con uno u otro en función de sus intereses como sucediera en aquella, optará por ayudar desde el principio a los más débiles.

El trato que se establece entre el veterano samurái y los jóvenes, no difiere en demasía de las relaciones maestro/discípulo que encontramos en otras obras de la filmografía del maestro nipón como El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948), El perro rabioso (Nora Inu, 1949) o Barbarroja (Akahige, 1965), por citar algunos ejemplos.


La primera aparición de Sanjuro en el filme, emergiendo de entre las sombras de una estancia contigua a otra en la que el grupo debate sobre la posible identidad del corrupto, es un ejemplo elocuente de su carácter desarraigado. Estamos ante un verdadero trotamundos que va y viene sin rumbo fijo, un tipo que desconoce el lugar en el que comerá cada día y dormirá cada noche.

Kurosawa enfatiza el singular carácter de su personaje al filmarlo como si se tratase de un cuerpo extraño en los planos en los que aparece junto a los que acabarán siendo sus alumnos. En ellos casi siempre se encuentra situado en un rincón del encuadre, como si permaneciese aislado, frente a la homogeneidad en la composición de posturas y gestos con la que nos presenta al resto. Evidentemente no está en su mundo, mucho más cercano al de su rival, el también samurái Hanbei Muroto (Tatsuya Nakadai), que al de los jóvenes. De hecho, puede decirse que Sanjuro y Muroto constituyen las dos caras de una misma moneda, de ahí la interesante relación de respeto mutuo que surge entre ambos, y que culminará con el inevitable y borbotónico duelo final.


El relato está salpicado de instructivas lecciones morales (“Las buenas espadas son las que siempre están envainadas”, “No hay que fiarse nunca de las apariencias”, “Lo podrido está donde menos lo esperamos”…), secuencias de acción en las que Sanjuro da muestras de su inigualable pericia en el arte de la katana, y de no pocas dosis de humor, convirtiendo el visionado del filme en un divertimento verdaderamente impagable. 


La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946) de Jean Cocteau.


Bella (Josette Day), para salvar la vida de su padre, un comerciante arruinado que se pierde en el bosque y va a parar al castillo de una bestia (Jean Marais), decide irse a convivir con el monstruoso ser, a pesar de que su terrible aspecto le cause temor y repulsión.


La Belle et la Bête es la obra maestra del poeta, novelista, dramaturgo, pintor y cineasta francés Jean Cocteau. Una película de extraordinaria imaginería y exquisita sensibilidad, que constituye la más hermosa e inspirada adaptación del cuento de Jeanne Marie Leprince de Beaumont.

Tras unos créditos iniciales que el propio Cocteau, tiza en mano, escribe sobre una pizarra, se nos advierte a nosotros, los espectadores, sobre la necesidad de que nos dejemos llevar por la ingenuidad para así poder disfrutar de la historia que está a punto de sernos presentada. 

El lirismo de sus imágenes, a caballo entre la fuerza expresionista y la fascinación surrealista, nos conduce a un embriagador universo de magia y fantasía en el que todo es posible. Un mundo de imaginería desbordada en el que brazos sin cuerpo sostienen candelabros, sirven vino o corren cortinas; donde pétreos bustos y esculturas vigilan con ojos curiosos lo que ocurre a su alrededor; y en el que las lágrimas se convierten en diamantes y un guante te puede trasladar al lugar que deseas.


Plagada de secuencias imborrables, destacaría aquella en la que Bella, envuelta en un halo de poética evanescencia, se adentra de forma cuasi ingrávida en las misteriosas estancias del hechizado castillo bajo los acordes de la deliciosa partitura de Georges Auric.

El actor Jean Marais, que por entonces era amante del director, acomete con solvencia su doble papel. Puesto que interpreta tanto a la bestia como al pendenciero Avenant; destacando, sobre todo, cuando actúa bajo el denso y velludo maquillaje de Hagop Arakélian, basando su brillante trabajo en la expresividad de sus ojos y el tono de su voz (imprescindible ver el filme en su francés original).

Tan convincente resulta su performance que, según se cuenta, en el momento de su estreno, al producirse su transformación en príncipe, la actriz Greta Garbo pronunció la ya célebre frase “¡Devolvedme a mi bestia!  “.


Josette Day, por su parte, suma a su bello rostro las dosis de dulzura y delicadeza adecuadas a su personaje.

Siempre supone un inenarrable placer para el paladar cinéfilo revisionar este título esencial del fantástico europeo. Obra con la que el talento de su autor, devolvió a la deprimida Europa de posguerra su capacidad para soñar.

Dies irae (Vredens dag, 1943) de Carl Theodor Dreyer.

Dinamarca, 1623. Herlofs Marte (Anna Svierkier) es una anciana acusada de brujería a la que se condena a la hoguera. En su desesperado intento por escapar de las llamas, acude al pastor Absalon (Thorkild Roose), que en su día salvó de las acusaciones a otra supuesta bruja a cambio de casarse con su hija Anne (Lisbeth Movin). Por otro lado, Martin (Preben Lerdorff Rye), único hijo del pastor, regresa a casa tras varios años de ausencia, sintiéndose atraído por la joven esposa de su padre.


Había transcurrido más de una década desde la realización de su última película (Vampyr, 1932) cuando el maestro danés filmó Dies irae, un imponente trabajo con el que su lenguaje alcanza la plena madurez en su constante progreso hacia la depuración y el ascetismo más absolutos.

El filme profundiza en temas como el fanatismo religioso, la superstición, la intolerancia o la represión, incidiéndose en este último desde una perspectiva social y sexual, sin obviar su evidente lectura política, ya que la cinta se realizó en medio de la ocupación nazi sobre Dinamarca.

Dreyer siempre mostró interés por las cuestiones trascendentales y metafísicas, alejándose del dogmatismo religioso y, por influencia de Kierkegaard, dando primacía a la subjetividad personal en la relación entre el hombre y Dios. De ahí la crítica más o menos latente que se manifiesta en muchas de sus películas hacia la llamada religión oficial.


Aquí encontramos a una serie de caracteres convincentes y de psicología perfectamente trazada que, ante su incapacidad para afrontar sus impulsos y sentimientos de un modo racional y consecuente, acabarán por imbuirse del turbio e intransigente clima de creencias que preside la comunidad en que viven, tratando así de justificar y aliviar sus pecados y pesares.

La narración se articula, por vez primera en el cine de su autor, a través de elaborados y pausados planos secuencia, cuya utilización se llevará hasta el extremo en los dos últimos largometrajes del cineasta.

Su sobria y austera escenografía remite a los cuadros de Hammershoi, mientras que su iluminación, basada en el claroscuro, recuerda a la obra de pintores del Barroco como Rembrandt o Frans Hals.


Todo rebosa sublime artisticidad, insondable misterio y profundo misticismo en esta cumbre del arte dreyeriano.

Diez obras maestras ubicadas en el Medievo.



- La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d'Arc, 1928) de Carl Theodor Dreyer.

Francia, año 1431. Juana de Arco, joven heroína francesa frente al enemigo inglés, es sometida a un proceso inquisitorial por manifestar que sus actos están inspirados por la voz de Dios.

Obra de arte a la que Dreyer dota de una puesta en escena ascética y abstracta como vehículo para mostrar tanto el triunfo del alma sobre la carne, como el de la imagen sobre la palabra.


- Alexander Nevsky (ídem, 1938) de Sergei M. Eisenstein.

Rusia, siglo XIII. El pueblo ruso, hastiado de la presión mongol, se encomienda al príncipe Alexander Nevsky para hacer frente al temido enemigo teutón.

Una de las indiscutibles obras maestras de su autor. La secuencia de la batalla sobre el lago helado, articulada mediante el virtuoso montaje eisensteiniano y orquestada por la portentosa partitura de Prokofiev, sigue constituyendo una de las cimas del cine de todos los tiempos.


- Macbeth (ídem, 1948) de Orson Welles.

Escocia, siglo XI. Tras regresar de una batalla, el caballero Macbeth se encuentra con tres brujas que profetizan que acabará convirtiéndose en rey.

Primera de las tres adaptaciones de Shakespeare realizadas por el autor de Ciudadano Kane. Con una puesta en escena expresionista y de claras resonancias eisensteinianas, Welles nos ofrece uno de sus filmes más experimentales y de mayor fuerza expresiva.


- El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) de Ingmar Bergman.

Suecia, siglo XIV. El caballero Antonius Block regresa de Tierra Santa junto a su leal escudero, encontrándose con un país desolado por la peste negra y por el temor a la llegada del Día del Juicio Final.

Angustiosa y lúcida reflexión existencialista con la que Bergman se consolidó como un cineasta excepcional. El poder de atracción de muchas de sus imágenes la han convertido en un verdadero icono del cine europeo de todos los tiempos.


- El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960) de Ingmar Bergman.

Suecia, siglo XIV. Karin, la joven hija del rey Töre, decide cruzar el bosque y llevar la ofrenda de las velas al altar de la virgen. Por el camino se encontrará con tres pastores de oscuras intenciones…

El maestro sueco, inspirado esta vez por la forma de las cintas de samuráis de Kurosawa, nos entrega un arrebatador relato de venganza en el que conviven el amor y el odio, la inocencia y la crueldad, la pureza y la imperfección, el cristianismo y los ritos paganos… Magistral de principio a fin.


- Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965) de Orson Welles.

Inglaterra, siglo XV. El príncipe Hal, futuro Enrique V, pasa el día a día enfrascado en vacuas diversiones y despreocupado de los asuntos políticos junto a su compañero de juergas, el viejo Falstaff.

De las adaptaciones que Welles hizo de los textos de Shakespeare, Campanadas a medianoche es probablemente la más personal de todas. Adapta libremente varias obras del autor inglés (Enrique IV, Enrique V, Las alegres comadres de Windsor y Ricardo II), y en ella encontramos una de las más brillantes secuencias de toda su obra, como es la de la neblinosa batalla sobre el fango, además de contar con uno de los personajes más fascinantes de la filmografía wellesiana: el orondo y borrachín Falstaff, con el que el propio Welles, que lo interpreta, guarda más de un paralelismo.


- Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966) de Andrei Tarkovsky.

Rusia, siglo XV. Andrei Rublev, monje pintor de iconos, sale del monasterio y entra en contacto con un mundo violento y cruel que le hará reflexionar sobre el sentido de su existencia y su función como artista.

Obra mayor de Tarkovsky. Monumental fresco histórico sobre la Rusia medieval que supone una de las películas más hermosas, densas y profundas de la historia del cine. Su visionado debería programarse periódicamente en todos los museos del mundo para mostrar hasta dónde puede llegar el arte cuando alcanza su máxima expresión.


- Marketa Lazarová (ídem, 1967) de Frantisek Vlácil.

Bohemia, siglo XIII. Dos clanes familiares se enfrentan tras el rapto y la violación de la hija de uno de ellos por parte de miembros del otro.

Nadie debería perderse las cintas históricas del cineasta checo Frantisek Vlácil, autor de un talento visual indiscutible. Con influencias de Bergman, Kurosawa y Tarkovsky; Marketa Lazarová se muestra como un poema histórico que refleja la lucha encarnizada entre dos mentalidades: la cristiana y la pagana. En 1998 fue elegida la mejor película checa de la historia.


- El valle de las abejas (Údolí vcel, 1968) de Frantisek Vlácil.

Región báltica de Prusia, Plena Edad Media. Ondrej es un joven amante de las abejas al que le es presentada la nueva esposa de su padre, el señor de Vlkov, una chica que tiene prácticamente su edad y a la que regala un cesto lleno de pétalos que debajo esconde murciélagos. Tal acción hará que su progenitor cargue violentamente contra él, estando a punto de arrebatarle la vida. Arrepentido por su crueldad, el señor de Vlkov prometerá ante la imagen de una virgen consagrar la vida de su hijo a Dios si finalmente no fallece. Es por ello que Ondrej acabará entrando en la orden de los Caballeros de la Cruz, en la que un cruzado llamado Armin se ocupará de su educación.

Drama místico de enorme belleza y lirismo en el que Vlácil vuelve a profundizar en las diferencias entre el cristianismo y el paganismo, entre el espíritu y la carne. Una contundente obra maestra.


- El Rey Lear (Korol Lir, 1971) de Grigori Kozintsev.

Edad Media, siglo sin determinar. El anciano rey Lear, cansado de regentar el poder, decide dividir su reino entre sus tres hijas.

El Rey Lear es junto a Hamlet (1964), también de Kozintsev, la mejor adaptación al cine de una obra William Shakespeare. Una sobria y telúrica tragedia que se eleva como una de las cimas del cine soviético de todos los tiempos.

Encuesta MECCA XXI sobre las mejores películas de la historia.


Como colaborador de la revista Versión Original, la asociación MECCA XXI (Movimiento para el Estudio y la Crítica del Cine y del Audiovisual en el S. XXI), en su objetivo de elaborar una encuesta con el fin de determinar cuáles son las mejores películas de la historia, me pidió que eligiese once filmes, uno por cada una de las décadas que han transcurrido desde la invención del cinematógrafo. Mi elección fue la siguiente:


Período 1895-1909:

- Viaje a la luna (Le voyage Dans la lune, 1902) de Georges Méliès.


Período 1910-1919:

- Intolerancia (Intolerance, 1916) de D. W. Griffith.


Período 1920-1929:

- Amanecer (Sunrise, 1927) de F. W. Murnau.


Período 1930-1939:

- La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935) de James Whale.


Período 1940-1949:

- Iván el terrible (Ivan Groznyy I, 1944) de Sergei M. Eisenstein.


Período 1950-1959:

- Ordet (La palabra) (Ordet, 1955) de Carl Theodor Dreyer.


Período 1960-1969:

- Gertrud (ídem, 1964) de Carl Theodor Dreyer.


Período 1970-1979:

- Stalker (ídem, 1979) de Andrei Tarkovsky.


Período 1980-1989:

- Sacrificio (Offret, 1986) de Andrei Tarkovsky.


Período 1990-1999:

- Carretera perdida (Lost Highway, 1997) de David Lynch.


Período 2000-2009:

- Yi Yi (ídem, 2000) de Edward Yang.


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