Por Antonio Miranda.
La partitura del famoso compositor
oriental para La princesa Mononoke contiene momentos de altísima calidad
artística y narrativa. Poco más. Hay que estudiar en profundidad los matices de
cualquier obra para música de cine en todas sus vertientes: la estrictamente
musical y su asociación como elemento del resultado conjunto en la pantalla. ‘’Mononoke’’ cumple bastante bien, sobre todo en secuencias que en seguida
veremos, la segunda opción; falla, como para ser tenida en cuenta dentro del
elenco de ‘’las grandes’’, en la primera.
Resulta,
por otro lado, muy arriesgado tildar esta composición de simplemente
cumplidora. El respeto y seguimiento que se ha ganado con los años, entre los
seguidores, es notable. No creo que sea motivo de su calidad artística y sí,
más bien, de su carácter comercial, melódico y de fácil escucha. Predominan los
fragmentos orquestales y sinfónicos de estructuras sencillas, escasean los
complejos (y exquisitos tanto técnica como estructuralmente) y sorprenden los
del último instante de la historia, extrañamente modificado su sistema simple
para adentrarse en otro con ligeros toques electrónicos que parten la unidad
sinfónica de toda la composición. En mi opinión, buena creación para iniciarse
en la música de cine y de poco cuerpo para aficionados exigentes. Vayamos, no
obstante, al lado en el que la partitura se agarra fielmente a la imagen.
Impactantes
son aquellos filmes cuyo inicio absorbe toda la atención del espectador.
Atractivamente arrolladores pasan a resultar los que tienen al compositor como
protagonista. Es el caso. El comienzo de la película no puede ser más poderoso
y brillante. Tatarigami, Dios de la ira y el odio transformado, aparece en los
alrededores del poblado. El tema que Hisaishi aplica al monstruo es
espectacular. Precedido por una breve introducción en la que suena el tema
principal de la película, en mi opinión sencillo pero efectista y segundo
elemento musical más interesante de la partitura (tras el que ahora tratamos),
la orquesta ejecuta violentamente (y con una exquisita narración de la llegada
del bicho) el tema comentado y que va a ser, sin duda alguna, el clímax de la
composición como pieza aislada e, igualmente, conjunta a la historia. Sin lugar
a dudas, una parte a no olvidar. Este inicio está estructurado partiendo de la
secuencia de la fiera, elemento simbólico clave de lo que empieza a suceder. Ha
sido como degustar un suculento manjar (la secuencia de la bestia y su tema
musical) y, seguidamente, condimentar el resto de la comida con pequeños
matices, todos ellos descriptivos y soñadores, reflejo del viaje del príncipe
y, más aún, adornos secundarios para no hacer sombra al espectacular tema y
singular idea del Tatarigami y sus melodías.
La
historia va tomando poco a poco, a medida que su parte central avanza, la forma
de una fantástica metáfora dual a la que podríamos aplicar multitud de
interpretaciones modernas. La más directa nos habla de la relación
naturaleza-Hombre; la civilización frente a la tierra (incluso la sociedad y el
individuo). Pronto nos percatamos de la función esencial y extraña de la música
en el argumento. Hisaishi mantiene, en este tramo del metraje, una tarea
meramente descriptiva y de apoyo, con la inclusión casi imperceptible del tema
de la bestia durante un ‘’flash-back’’ (es decir, realmente no forma parte de
los acontecimientos presentes). Atención: se asocia ahora la música delicada y
hermosa a toda esta parte en la que aparecen humanos; la partitura violenta y
activa acompaña a las bestias. Realmente el compositor y su director no ligan
partitura e imagen tal como las presenciamos sino que efectúan una genial
transposición de funciones y, cuando vemos humanos y escuchamos dulzura,
estamos viendo civilización (algo negativo) y pensando en la inofensiva y pura
función de la naturaleza (los animales); cuando vemos bestias y suena la
orquesta furiosa y con ímpetu estamos viendo, ciertamente, naturaleza y
pensando (mediante la música) la violencia que el ser humano genera para destruirla
(ejemplo claro de secuencia magistral al respecto es cuando el jabalí jefe,
herido, se dirige a la charca del Espíritu del Bosque. Suena el Hisaishi
contundente y fuerte, pero no describe o narra el caminar de los animales. Lo
hace con la amenaza de los humanos, que pronto aparecen en pantalla disfrazados
de jabalí). Una acción artística de valor altísimo.
Los
acontecimientos avanzan… tediosamente (he leído en varios sitios). Esto me
cautiva y estudio todo con mayor interés. La princesa Mononoke (adoptada por
una familia de lobos y que aparece por vez primera envuelta en un halo de
dulzura musical) y el príncipe Ashitaka han llegado a unir su presencia en el
metraje. La primera, inmersa en salvar el bosque (su mundo) y el segundo, que
huyó de su tierra herido por el monstruo en busca de cura, obsesionado en
mantener la paz. Ellos resultan ser el vínculo de lazo entre los dos mundos;
naturaleza y humanos luchan pero ambos ya viven lo que ocurre, para bien o para
mal, conociéndose. Es ahora cuando la partitura más idealista y hermosa de
Hisaishi sí refleja lo que se ve. La unión de hombre y mujer supone dos sucesos
que podríamos enmarcar en el ámbito de lo individual, que queda descrito por
las notas lentas y suaves de la música, ahora sí señalando lo que se ve
(repito). Se juntan los dos mundos (humanos y naturaleza) en uno solo y, al
tiempo, evidenciando el hecho más potente que apaga cualquier fuego, el amor.
Sólo al estar juntos en pantalla hombre y mujer es cuando la música los
engrandece y nos dicta lo que vemos, no lo que pensamos (únicamente en estos
momentos desaparece la genial transposición de funciones comentada). Podemos
comprobarlo en la bellísima secuencia (dividida en dos partes, interrumpida por
la aparición del Espíritu del Bosque) en la que el príncipe es rescatado por la
princesa y, tumbado sobre la hierba al lado del agua, permanecen los dos juntos
y solos mientras él se recupera. Tras la importancia vital de la escena inicial
comentada, a mi entender nos encontramos ante el segundo gran momento de la
historia. Bellísimo y profundo. La unión de ambos (reforzada por la música) en
el amor; dos humanos que representan mundos distintos y opuestos que están en
lucha y que, en sus figuras, unen casi sin entenderlo.
Los
esfuerzos de príncipe y princesa llevan a la historia al desenlace.
Acontecimientos que se entrelazan y terminan por llevar a los distintos grupos
de personajes, cada uno empujado por su propio objetivo, hasta el lago donde
habita el Espíritu del Bosque. La obra llega a su término. La partitura, ahora,
adquiere la forma agresiva y violenta que sonaba cuando aparecían los animales,
proyectando en verdad, como hemos dicho, la maldad de los humanos. En esta
parte final ambos mundos se unen y luchan. La música narra las inquietudes últimas, los
sentimientos de unos y otros por lograr sus fines y el de los dos muchachos por
salvarlo todo, suceso que les llevaría a su unión. El pulso narrativo que
director (con la historia) y músico (con la partitura) mantienen con lo que
vemos es de una altísima calidad. El dominio de multitud de circunstancias,
narradas y descritas, indistintamente, es continuo y ahora la banda sonora,
tras la unión de los mundos mediante las notas más feroces (la secuencia del
jabalí jefe transformado en demonio es deliciosamente sádica) se mueve por todo
tipo de intensidades, motivos y matices. El Universo interactúa todo en uno: la
partitura funciona como un todo aplicado al conjunto. La transposición ha
terminado.
Joe Hisaishi.
Llegamos al final; es aquí donde
aparece la parte más extraña de la composición, esos toques electrónicos que
tal vez describan en intención la descomposición del Espíritu del Bosque pero
que, personalmente, estropean, difuminan y confunden la pretensión conjunta de
la obra musical. El nacimiento del nuevo mundo, a partir del cual se fabricará
otro, más unido, es dibujado mediante el piano en su primera aparición. Otro
toque sorpresivo para el espectador ya que en ningún momento ha sido usado y
que, finalmente, es disimulado por la magnífica orquesta (por fin, de nuevo) y
su tierno final.
En conclusión, Joe Hisaishi crea
para La princesa Mononoke una obra de gran nivel en su ámbito narrativo. La
música flojea en cuanto a composición, siempre sencilla y descriptiva, lo que
le hace perder la fuerza importante que adquiere escuchada en la pantalla, que
es donde potencia su verdadera calidad. Podría haber sido un trabajo histórico
para la maravilla de obra de arte que creó el director, Hayao Miyazaki. Se
quedó a las puertas.
Uno de los soundtracks mas hermosos del cine
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