Soundtracks: La princesa Mononoke (1997) de Joe Hisaishi.

Por Antonio Miranda.


La partitura del famoso compositor oriental para La princesa Mononoke contiene momentos de altísima calidad artística y narrativa. Poco más. Hay que estudiar en profundidad los matices de cualquier obra para música de cine en todas sus vertientes: la estrictamente musical y su asociación como elemento del resultado conjunto en la pantalla. ‘’Mononoke’’ cumple bastante bien, sobre todo en secuencias que en seguida veremos, la segunda opción; falla, como para ser tenida en cuenta dentro del elenco de ‘’las grandes’’, en la primera.

 Resulta, por otro lado, muy arriesgado tildar esta composición de simplemente cumplidora. El respeto y seguimiento que se ha ganado con los años, entre los seguidores, es notable. No creo que sea motivo de su calidad artística y sí, más bien, de su carácter comercial, melódico y de fácil escucha. Predominan los fragmentos orquestales y sinfónicos de estructuras sencillas, escasean los complejos (y exquisitos tanto técnica como estructuralmente) y sorprenden los del último instante de la historia, extrañamente modificado su sistema simple para adentrarse en otro con ligeros toques electrónicos que parten la unidad sinfónica de toda la composición. En mi opinión, buena creación para iniciarse en la música de cine y de poco cuerpo para aficionados exigentes. Vayamos, no obstante, al lado en el que la partitura se agarra fielmente a la imagen.


Impactantes son aquellos filmes cuyo inicio absorbe toda la atención del espectador. Atractivamente arrolladores pasan a resultar los que tienen al compositor como protagonista. Es el caso. El comienzo de la película no puede ser más poderoso y brillante. Tatarigami, Dios de la ira y el odio transformado, aparece en los alrededores del poblado. El tema que Hisaishi aplica al monstruo es espectacular. Precedido por una breve introducción en la que suena el tema principal de la película, en mi opinión sencillo pero efectista y segundo elemento musical más interesante de la partitura (tras el que ahora tratamos), la orquesta ejecuta violentamente (y con una exquisita narración de la llegada del bicho) el tema comentado y que va a ser, sin duda alguna, el clímax de la composición como pieza aislada e, igualmente, conjunta a la historia. Sin lugar a dudas, una parte a no olvidar. Este inicio está estructurado partiendo de la secuencia de la fiera, elemento simbólico clave de lo que empieza a suceder. Ha sido como degustar un suculento manjar (la secuencia de la bestia y su tema musical) y, seguidamente, condimentar el resto de la comida con pequeños matices, todos ellos descriptivos y soñadores, reflejo del viaje del príncipe y, más aún, adornos secundarios para no hacer sombra al espectacular tema y singular idea del Tatarigami y sus melodías.

La historia va tomando poco a poco, a medida que su parte central avanza, la forma de una fantástica metáfora dual a la que podríamos aplicar multitud de interpretaciones modernas. La más directa nos habla de la relación naturaleza-Hombre; la civilización frente a la tierra (incluso la sociedad y el individuo). Pronto nos percatamos de la función esencial y extraña de la música en el argumento. Hisaishi mantiene, en este tramo del metraje, una tarea meramente descriptiva y de apoyo, con la inclusión casi imperceptible del tema de la bestia durante un ‘’flash-back’’ (es decir, realmente no forma parte de los acontecimientos presentes). Atención: se asocia ahora la música delicada y hermosa a toda esta parte en la que aparecen humanos; la partitura violenta y activa acompaña a las bestias. Realmente el compositor y su director no ligan partitura e imagen tal como las presenciamos sino que efectúan una genial transposición de funciones y, cuando vemos humanos y escuchamos dulzura, estamos viendo civilización (algo negativo) y pensando en la inofensiva y pura función de la naturaleza (los animales); cuando vemos bestias y suena la orquesta furiosa y con ímpetu estamos viendo, ciertamente, naturaleza y pensando (mediante la música) la violencia que el ser humano genera para destruirla (ejemplo claro de secuencia magistral al respecto es cuando el jabalí jefe, herido, se dirige a la charca del Espíritu del Bosque. Suena el Hisaishi contundente y fuerte, pero no describe o narra el caminar de los animales. Lo hace con la amenaza de los humanos, que pronto aparecen en pantalla disfrazados de jabalí). Una acción artística de valor altísimo.


Los acontecimientos avanzan… tediosamente (he leído en varios sitios). Esto me cautiva y estudio todo con mayor interés. La princesa Mononoke (adoptada por una familia de lobos y que aparece por vez primera envuelta en un halo de dulzura musical) y el príncipe Ashitaka han llegado a unir su presencia en el metraje. La primera, inmersa en salvar el bosque (su mundo) y el segundo, que huyó de su tierra herido por el monstruo en busca de cura, obsesionado en mantener la paz. Ellos resultan ser el vínculo de lazo entre los dos mundos; naturaleza y humanos luchan pero ambos ya viven lo que ocurre, para bien o para mal, conociéndose. Es ahora cuando la partitura más idealista y hermosa de Hisaishi sí refleja lo que se ve. La unión de hombre y mujer supone dos sucesos que podríamos enmarcar en el ámbito de lo individual, que queda descrito por las notas lentas y suaves de la música, ahora sí señalando lo que se ve (repito). Se juntan los dos mundos (humanos y naturaleza) en uno solo y, al tiempo, evidenciando el hecho más potente que apaga cualquier fuego, el amor. Sólo al estar juntos en pantalla hombre y mujer es cuando la música los engrandece y nos dicta lo que vemos, no lo que pensamos (únicamente en estos momentos desaparece la genial transposición de funciones comentada). Podemos comprobarlo en la bellísima secuencia (dividida en dos partes, interrumpida por la aparición del Espíritu del Bosque) en la que el príncipe es rescatado por la princesa y, tumbado sobre la hierba al lado del agua, permanecen los dos juntos y solos mientras él se recupera. Tras la importancia vital de la escena inicial comentada, a mi entender nos encontramos ante el segundo gran momento de la historia. Bellísimo y profundo. La unión de ambos (reforzada por la música) en el amor; dos humanos que representan mundos distintos y opuestos que están en lucha y que, en sus figuras, unen casi sin entenderlo.

Los esfuerzos de príncipe y princesa llevan a la historia al desenlace. Acontecimientos que se entrelazan y terminan por llevar a los distintos grupos de personajes, cada uno empujado por su propio objetivo, hasta el lago donde habita el Espíritu del Bosque. La obra llega a su término. La partitura, ahora, adquiere la forma agresiva y violenta que sonaba cuando aparecían los animales, proyectando en verdad, como hemos dicho, la maldad de los humanos. En esta parte final ambos mundos se unen y luchan. La música  narra las inquietudes últimas, los sentimientos de unos y otros por lograr sus fines y el de los dos muchachos por salvarlo todo, suceso que les llevaría a su unión. El pulso narrativo que director (con la historia) y músico (con la partitura) mantienen con lo que vemos es de una altísima calidad. El dominio de multitud de circunstancias, narradas y descritas, indistintamente, es continuo y ahora la banda sonora, tras la unión de los mundos mediante las notas más feroces (la secuencia del jabalí jefe transformado en demonio es deliciosamente sádica) se mueve por todo tipo de intensidades, motivos y matices. El Universo interactúa todo en uno: la partitura funciona como un todo aplicado al conjunto. La transposición ha terminado.

Joe Hisaishi.

Llegamos al final; es aquí donde aparece la parte más extraña de la composición, esos toques electrónicos que tal vez describan en intención la descomposición del Espíritu del Bosque pero que, personalmente, estropean, difuminan y confunden la pretensión conjunta de la obra musical. El nacimiento del nuevo mundo, a partir del cual se fabricará otro, más unido, es dibujado mediante el piano en su primera aparición. Otro toque sorpresivo para el espectador ya que en ningún momento ha sido usado y que, finalmente, es disimulado por la magnífica orquesta (por fin, de nuevo) y su tierno final.

En conclusión, Joe Hisaishi crea para La princesa Mononoke una obra de gran nivel en su ámbito narrativo. La música flojea en cuanto a composición, siempre sencilla y descriptiva, lo que le hace perder la fuerza importante que adquiere escuchada en la pantalla, que es donde potencia su verdadera calidad. Podría haber sido un trabajo histórico para la maravilla de obra de arte que creó el director, Hayao Miyazaki. Se quedó a las puertas.



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