LEVIATÁN (Leviafan, 2014), de Andrei Zvyagintsev. Sección Oficial.
Empezaba
fuerte la Sección Oficial del Festival de Cine Europeo de Sevilla de este año. Leviatán, del cineasta ruso Andrei
Zvyagintsev, Mejor Guión en Cannes y Mejor Película en el Festival de Londres,
se postulaba, a priori, como una de las propuestas más atrayentes del certamen.
Y quizá por ello la decepción ha sido bastante importante. El filme no sólo no cumple con
las expectativas generadas, sino que se confirma, al menos en mi opinión, como
la peor película del autor de El regreso
(Vozvrashchenie, 2003). Visualmente
imponente (las localizaciones de la ciudad portuaria de Múrmansk, en el extremo
noroeste de Rusia, junto a la frontera noruega y finlandesa, son en verdad
bellísimas), la cinta se resiente por culpa de un guión que supone un baturrillo
en el que tienen cabida el caciquismo político, el drama familiar y las reflexiones
religiosas. La sinopsis es la siguiente: Nicolay (Aleksey Serebryakov), quien vive
en compañía de su mujer, Lilya (Elena Lyadova), y de un hijo adolescente
proveniente de una relación anterior, va a ser expropiado por culpa de un
alcalde mafioso (Roman Madyanov) que pretende hacer negocio con la venta del terreno.
En su ayuda llega, procedente de Moscú, Dmitriy (Vladimir Vdovichenkov), abogado
amigo que sabe cómo poner en su sitio al mandamás del pueblo. Los personajes
carecen de dimensión, siendo alguno de ellos una mera caricatura (el alcalde),
mientras que la trama vira hacia senderos que escapan al interesante planteamiento
inicial. Por el camino, de ciento cuarenta minutos de metraje, además de la
consistencia dramática del relato, van cayendo personajes que en principio
parecía que iban a contar con mayor protagonismo. Es como si el guión, firmado al alimón por Oleg
Negin y el propio Zvyagintsev, no supiera hacia dónde decantarse. Demasiado
vodka y un humor que personalmente no entiendo (no en Zvyagintsev). Una lástima, en definitiva, puesto que el plano
formal está muy conseguido (asombrosa fotografía de Mikhail Krichman). El desalentador
final, eso sí, no da lugar a ninguna duda: el poder, con o sin la ayuda de
Dios, siempre se sale con la suya.
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