Por Antonio Miranda.
La
inusual habilidad de James Horner para rebosar sentimientos de sus partituras
es brillante, incuestionable y única. Mucho se habla del controvertido
compositor desde hace años y años hace, quien le siga, que comprende la razón.
Polémicas, parecidos o plagios aparte (todo artista los tiene), nos encontramos
ante una de las creaciones cumbre del músico de Casa de arena y niebla. Un
inicio pausado, tranquilo, épicamente romántico, su parte central de corte
variado y un final exuberante y directo. Una partitura de grandísimo nivel.
Llega
la comitiva de los guerreros campesinos. William Walace, de niño, percibe en
seguida lo que ocurre. Horner compone, lo hace ahora siguiendo los esquemas de
su gran referente clásico (Aaron Copland). Aparece siempre en los momentos
exactos para, con tres notas, rozarte el alma de una manera tal que pareciera
clavar cuchillos de pena. Asombroso cómo lo hace, la forma de arreglar sus
conseguidos temas principales mediante una orquestación en la que brilla
sobre todo y que ha de estudiarse aparte. No haría falta seguir viendo la escena
del niño intuyendo los acontecimientos iniciales para sentir lo que Gibson
pretende, para conocer lo sucedido, para obtener toda la información
simplemente escuchando sus notas.
Braveheart impulsa un escalón más la maestría intimista
del compositor estadounidense. Domina como nadie la capacidad narrativa a
ritmos pausadísimos y así lo hace en la parte inicial del metraje y,
posteriormente, en momentos puntuales. Llega a un dominio del contenido
asombroso ya que, sin necesidad de diálogos, la dupla Gibson-Horner es capaz de
mostrarnos toda la intensidad de lo que se quiere contar. Es más, el compositor
llega a tener un control tan grande sobre la narración de la historia de amor
inicial que juguetea con sonidos diversos e intensidades variables, dándonos un
viento sutilísimo cuando la razón musical nos llevaría, en el momento de la
declaración de amor de William Walace, a un crescendo de violines. El arpa y
los sonidos de flauta mandan. El lirismo del oboe aparecerá sólo e intencionadamente
en la parte final de este inicial romance, anunciando la tragedia. Horner
enlaza la parte intimista con la de acción (en la que la flauta japonesa
shakuhachi y la percusión ponderan la figura del guerrero) mediante la
estudiada y ralentizada escena de Wallace llegando sobre su caballo. El
compositor usa toda su experiencia en partituras como Peligro inminente y Juego de patriotas para fabricar este importante enlace musical. Se despide
el lirismo y comienza la tragedia. La hermosa y meditada desolación que el
artista alcanza en el primer tercio de la obra es brillantísimo: la parte fundamental de toda la composición.
Llega
la acción; la shakuhachi toma los mandos, secundada siempre por el importante
papel de la percusión. El sonido de gaita, usado durante gran parte de la
música, nos sitúa. Pese a ser Escocia el paraje del filme, estos sonidos
étnicos no dejan de ser simplemente una ayuda ‘’geográfico-musical’’. Horner ha
trazado toda su partitura en el mencionado primer tercio de ella y ahora se
dedicará a describir, dejando su música en un plano casi oculto, las andanzas
de los guerreros y martillear violentamente la narración de la acción de pocas
secuencias de batalla.
‘’Hijos
de Escocia, soy William Wallace’’. Comienza la primera gran contienda. Llega el
famoso discurso del guerrero y aparece Horner, por vez primera tras la parte
lenta, en escena. Gibson actúa, pero no es él quien habla, no es William
Wallace quien arenga a los luchadores; es el compositor quien cobra un absoluto
mando sobre todo. Podríamos tildar el momento de populista, comercial y
facilón. No lo es; el director pretende lo que vemos y el músico lo ejecuta.
Pocas escenas en la música de cine son tan directas y exquisitas como esta.
Pocas veces un artista ha conseguido lo pretendido, y no otra cosa, de una
manera tan escandalosa (y de tal forma lo hará con el final de la historia).
Como en casi toda la obra, escuchándose en los momentos clave, narrando, sería
suficiente con entender lo que oímos, sin diálogo ni escena alguna. El lirismo
y la pena absoluta del primer tercio del metraje y la venganza devastadora del
resto se unen aquí. Es, literalmente, un punto de inflexión llamativo y
admirablemente conseguido.
James Horner.
El
romance con la segunda mujer surge durante el último tercio de metraje, repleto
de acción y batallas. Horner, hábilmente, une las dos historias de amor en una
sola; concluye la primera usando, en su parte final y como ya hemos dicho, el
sonido del oboe e inicia la segunda empleándolo también, olvidándose de la flauta
y fusionando ambas situaciones mediante la aparición rápida de la orquesta en
conjunto. Interesante: realmente, con el primer beso a la segunda mujer, todos
sentimos desazón y recuerdo para con la primera. No se trata de dos amores
distintos (el guerrero no besa a una nueva mujer), es uno solo y único que
Gibson engrandece hasta convertir ambas vivencias en una emoción individual: el
Amor… El compositor así lo rubrica y emplea el sonido grandioso de los violines
para, en esta ocasión, dar a conocer no la historia en sí con la nueva dama
sino la grandeza del sentimiento verdadero (con el cual podemos resumir la
mayoría de intenciones de Braveheart como película). Horner ya no empleará los
vientos sutiles de las flautas, como en el caso de la campesina mujer de
Wallace, sino el conjunto de cuerdas para otorgar a la aventura amorosa con la
princesa el carácter de globalidad sentimental. El tema y el uso de los
violines, apoyados en este momento por una sucesión de imágenes variadas de
distintos personajes es, sencillamente, hermosa.
La
parte final de la obra es, sin más, de un éxtasis musical asombroso. Horner
encuentra en el sufrimiento del guerrero la excusa perfecta para encumbrarse
como un maestro del sentimiento. Allí nos lleva. Cualquiera podría criticar el
hecho como de fácil progresión artística. No es cierto, la sencillez (que no
facilidad) es de altísimo calibre. No resulta común presentar un entramado
artístico sencillo y, a la vez, de calidad. Los tiempos son manejados con una
habilidad única, caminando desde el mantenimiento de una nota, sosteniendo las
emociones, hasta la variedad en los acordes, los tres comentados antes (que
vienen del arte de Copland) y el ir y venir de intensidades, pero en ningún
momento desorbitadas como, casi de forma lógica, pediría el desenlace. No, el
compositor mantiene una calma tal que te mata junto a Wallace. Un final,
musical y sentimentalmente hablando (propósitos del filme tratado desde nuestro
ámbito) majestuoso.
Concluyendo,
obra de altísima calidad que tiene muy claro, desde sus inicios, lo que busca. Una parte sentimental abrumadora; la
música de acción, que tal vez perjudica algo el nivel global de la banda sonora
y un final de máxima belleza. Obra moderna de referencia.
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