Soundtracks: Braveheart (1995) de James Horner.

Por Antonio Miranda.


La inusual habilidad de James Horner para rebosar sentimientos de sus partituras es brillante, incuestionable y única. Mucho se habla del controvertido compositor desde hace años y años hace, quien le siga, que comprende la razón. Polémicas, parecidos o plagios aparte (todo artista los tiene), nos encontramos ante una de las creaciones cumbre del músico de Casa de arena y niebla. Un inicio pausado, tranquilo, épicamente romántico, su parte central de corte variado y un final exuberante y directo. Una partitura de grandísimo nivel.

Llega la comitiva de los guerreros campesinos. William Walace, de niño, percibe en seguida lo que ocurre. Horner compone, lo hace ahora siguiendo los esquemas de su gran referente clásico (Aaron Copland). Aparece siempre en los momentos exactos para, con tres notas, rozarte el alma de una manera tal que pareciera clavar cuchillos de pena. Asombroso cómo lo hace, la forma de arreglar sus conseguidos temas principales mediante una orquestación en la que brilla sobre todo y que ha de estudiarse aparte. No haría falta seguir viendo la escena del niño intuyendo los acontecimientos iniciales para sentir lo que Gibson pretende, para conocer lo sucedido, para obtener toda la información simplemente escuchando sus notas.


Braveheart impulsa un escalón más la maestría  intimista del compositor estadounidense. Domina como nadie la capacidad narrativa a ritmos pausadísimos y así lo hace en la parte inicial del metraje y, posteriormente, en momentos puntuales. Llega a un dominio del contenido asombroso ya que, sin necesidad de diálogos, la dupla Gibson-Horner es capaz de mostrarnos toda la intensidad de lo que se quiere contar. Es más, el compositor llega a tener un control tan grande sobre la narración de la historia de amor inicial que juguetea con sonidos diversos e intensidades variables, dándonos un viento sutilísimo cuando la razón musical nos llevaría, en el momento de la declaración de amor de William Walace, a un crescendo de violines. El arpa y los sonidos de flauta mandan. El lirismo del oboe aparecerá sólo e intencionadamente en la parte final de este inicial romance, anunciando la tragedia. Horner enlaza la parte intimista con la de acción (en la que la flauta japonesa shakuhachi y la percusión ponderan la figura del guerrero) mediante la estudiada y ralentizada escena de Wallace llegando sobre su caballo. El compositor usa toda su experiencia en partituras como Peligro inminente y Juego de patriotas para fabricar este importante enlace musical. Se despide el lirismo y comienza la tragedia. La hermosa y meditada desolación que el artista alcanza en el primer tercio de la obra es brillantísimo:  la parte fundamental de toda la composición.


Llega la acción; la shakuhachi toma los mandos, secundada siempre por el importante papel de la percusión. El sonido de gaita, usado durante gran parte de la música, nos sitúa. Pese a ser Escocia el paraje del filme, estos sonidos étnicos no dejan de ser simplemente una ayuda ‘’geográfico-musical’’. Horner ha trazado toda su partitura en el mencionado primer tercio de ella y ahora se dedicará a describir, dejando su música en un plano casi oculto, las andanzas de los guerreros y martillear violentamente la narración de la acción de pocas secuencias de batalla.

‘’Hijos de Escocia, soy William Wallace’’. Comienza la primera gran contienda. Llega el famoso discurso del guerrero y aparece Horner, por vez primera tras la parte lenta, en escena. Gibson actúa, pero no es él quien habla, no es William Wallace quien arenga a los luchadores; es el compositor quien cobra un absoluto mando sobre todo. Podríamos tildar el momento de populista, comercial y facilón. No lo es; el director pretende lo que vemos y el músico lo ejecuta. Pocas escenas en la música de cine son tan directas y exquisitas como esta. Pocas veces un artista ha conseguido lo pretendido, y no otra cosa, de una manera tan escandalosa (y de tal forma lo hará con el final de la historia). Como en casi toda la obra, escuchándose en los momentos clave, narrando, sería suficiente con entender lo que oímos, sin diálogo ni escena alguna. El lirismo y la pena absoluta del primer tercio del metraje y la venganza devastadora del resto se unen aquí. Es, literalmente, un punto de inflexión llamativo y admirablemente conseguido.

James Horner.

El romance con la segunda mujer surge durante el último tercio de metraje, repleto de acción y batallas. Horner, hábilmente, une las dos historias de amor en una sola; concluye la primera usando, en su parte final y como ya hemos dicho, el sonido del oboe e inicia la segunda empleándolo también, olvidándose de la flauta y fusionando ambas situaciones mediante la aparición rápida de la orquesta en conjunto. Interesante: realmente, con el primer beso a la segunda mujer, todos sentimos desazón y recuerdo para con la primera. No se trata de dos amores distintos (el guerrero no besa a una nueva mujer), es uno solo y único que Gibson engrandece hasta convertir ambas vivencias en una emoción individual: el Amor… El compositor así lo rubrica y emplea el sonido grandioso de los violines para, en esta ocasión, dar a conocer no la historia en sí con la nueva dama sino la grandeza del sentimiento verdadero (con el cual podemos resumir la mayoría de intenciones de Braveheart como película). Horner ya no empleará los vientos sutiles de las flautas, como en el caso de la campesina mujer de Wallace, sino el conjunto de cuerdas para otorgar a la aventura amorosa con la princesa el carácter de globalidad sentimental. El tema y el uso de los violines, apoyados en este momento por una sucesión de imágenes variadas de distintos personajes es, sencillamente, hermosa.


La parte final de la obra es, sin más, de un éxtasis musical asombroso. Horner encuentra en el sufrimiento del guerrero la excusa perfecta para encumbrarse como un maestro del sentimiento. Allí nos lleva. Cualquiera podría criticar el hecho como de fácil progresión artística. No es cierto, la sencillez (que no facilidad) es de altísimo calibre. No resulta común presentar un entramado artístico sencillo y, a la vez, de calidad. Los tiempos son manejados con una habilidad única, caminando desde el mantenimiento de una nota, sosteniendo las emociones, hasta la variedad en los acordes, los tres comentados antes (que vienen del arte de Copland) y el ir y venir de intensidades, pero en ningún momento desorbitadas como, casi de forma lógica, pediría el desenlace. No, el compositor mantiene una calma tal que te mata junto a Wallace. Un final, musical y sentimentalmente hablando (propósitos del filme tratado desde nuestro ámbito) majestuoso.

Concluyendo, obra de altísima calidad que tiene muy claro, desde sus inicios, lo que  busca. Una parte sentimental abrumadora; la música de acción, que tal vez perjudica algo el nivel global de la banda sonora y un final de máxima belleza. Obra moderna de referencia.


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