“Una piedra se esconde
entre las piedras, y un hombre entre los hombres”.
Japón,
siglo XVI. En pleno contexto beligerante entre clanes, el general Rokurota
Makabe (Toshirô Mifune) debe
guiar a la derrocada princesa Yuki (Misa Uehara) y a su tesoro, oculto en haces
de leña, a través de líneas enemigas. Dos campesinos (Minoru Chiaki y Kamatari
Fujiwara) los acompañarán en la peligrosa misión.
Creo
que no me equivoco al afirmar que Kakushi-toride
no san-akunin es uno de los trabajos
más accesibles y entretenidos de la filmografía de Akira Kurosawa, amén de
constituir uno de los grandes clásicos del cine de aventuras de todos los
tiempos. El autor de Los siete samuráis
consiguió el Oso de Plata al Mejor director y el Premio FIPRESCI de la Crítica
Internacional en el Festival de Berlín, gracias a esta película, hábil mezcla
de acción, humor y aventura, que inspiró a George Lucas para su saga Star Wars.
El
filme, rodado en un espectacular Toho Scope
(la versión nipona del popular CinemaScope),
se abre con un travelling de
seguimiento que nos presenta a los personajes de Tahei y Matashichi, dos
campesinos harapientos que han decidido abandonar sus hogares en busca de
fortuna. Ambos se reprochan mutuamente su aciago destino en medio de un paraje
árido. Su relación no parece ser la más cordial, pero, como iremos viendo a lo
largo del metraje, el uno no puede vivir sin el otro. Son codiciosos, miserables,
egoístas, cobardes, desconfiados y, pese a todo, entrañables. Estamos en un
período convulso de la historia de Japón, anterior a la era Tokugawa, en el que
los diversos señores de la guerra se disputan el poder. En ese contexto, el
clan Akizuki ha sido derrotado, aunque la princesa Yuki, su heredera, se
mantiene escondida en una fortaleza oculta entre las montañas. Sus enemigos la
buscan y ofrecen una jugosa recompensa por su captura. Sin embargo, el valiente
y fiel general Rokurota, su protector, tiene un plan con el que trasladarla a un
lugar seguro junto al tesoro que le permita restaurar la dinastía familiar. Para
ello deben adentrarse en territorio enemigo y sortear diversos peligros. Tahei
y Matashichi llegan hasta Rokurota y la princesa Yuki casi por casualidad, tras
encontrar un lingote de oro perteneciente al tesoro de los Akizuki dentro de un
trozo de leña, y deciden acompañarlos en su misión por puro interés. Kurosawa
juega en todo momento con el divertido contraste que se establece entre el
estricto código de honor de los segundos (extensible también a la figura del
general rival Hyoe Tadokoro) y la volátil catadura moral de los primeros,
siempre sujeta a la obtención de un beneficio.
Uno
de los puntos fuertes de la obra, al margen del impresionante poderío narrativo de Kurosawa, consiste
en la diversidad de los caracteres descritos. Destacando en ese sentido la
figura de la princesa Yuki, de personalidad rebelde y aspecto rabiosamente moderno
(su forma de vestir, cual heroína manga, causó furor entre las jóvenes
japonesas de la época y continúa siendo un icono a día de hoy). Para ella, la
misión se convierte en un viaje iniciático que le permite salir del cascarón y entrar
en contacto con la “belleza” y la “fealdad” del mundo, tal y como reconoce a Rokurota en
una de las escenas finales.
Apasionante,
divertida y profundamente humanista. La
fortaleza escondida continúa manteniéndose como un monumento al gran cine lúdico.
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