“¿Cómo
puede ser que yo, que soy yo, antes de llegar a ser, no fuera? ¿Y que yo, que
soy yo, algún día ya no sea más el que soy?”
Damiel
(Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander) son dos ángeles que deambulan por las
calles de Berlín, observando en el interior de cada una de las personas que
encuentran a su paso.
Der Himmel über Berlin
constituye la que quizá sea la obra cumbre del realizador alemán Wim Wenders,
además de suponer uno de los ejercicios fílmicos más bellos, profundos,
delicados, poéticos e introspectivos de la cinematografía europea
contemporánea. La película, rodada en la capital alemana en los años previos a
la caída del muro, le valió a Wenders el premio al Mejor director en el Festival
de Cannes de 1987.
Ataviados
con largos y oscuros sobretodos, los ángeles de El cielo sobre Berlín asisten al devenir de los quehaceres humanos
sin inmiscuirse en el curso de los acontecimientos. Ya sea en la biblioteca, en
el metro, en las calles o en el interior de cualquier vivienda, estas huestes
espirituales contemplan en BLANCO Y NEGRO las almas de cientos de ciudadanos
anónimos que a su paso les “confiesan”, sin siquiera saberlo, sus más íntimos
pensamientos. Invisibles para las personas, excepto para los niños, aún puros
de corazón, los ángeles vigilan la ciudad desde lo alto, encaramados en las
torres de la catedral o sobre la Niké
dorada que corona la monumental Columna de la Victoria (probablemente el plano
más icónico del filme) en el céntrico parque de Tiergarten. Dos de esos ángeles son Damiel y Cassiel, quienes muy a
menudo pasean juntos y comparten experiencias. El primero lleva tiempo
anhelando formar parte del COLOR de la vida terrena: “Quisiera dejar de flotar eternamente por las alturas, quisiera notar
que tengo peso, que se anulara la ausencia de fronteras, y ligarme a la Tierra.
A cada paso, y a cada ráfaga de viento, me gustaría poder decir: ‘¡Ahora,
ahora, y ahora!’ Y ya no decir más ‘desde siempre’ o ‘eternamente’. Sentarme en
la silla libre en una partida de cartas. Que me saluden aunque sea con un
pequeño movimiento de cabeza. Siempre que hemos participado en algo, ha sido
fingiendo… No es que quiera tener un hijo, ni plantar un árbol. Pero qué
agradable debe ser volver a casa después de un día pesado, y dar de comer al
gato como hace Philip Marlowe. Tener fiebre, mancharse los dedos de negro al
leer el periódico, entusiasmarse no sólo por cosas espirituales, sino por las
comidas, por el contorno de una nuca, por una oreja. Mentir. Como un bellaco.
Notar que el esqueleto se mueve contigo al caminar. Suponer las cosas, por fin,
en lugar de saberlo todo. Poder decir: ‘¡Ah! ¡Oh!’ y ‘¡Ay!’, en lugar de ‘sí’ y
‘amén’. O por fin saber qué se siente cuando te quitas los zapatos bajo la
mesa, y, descalzo, mueves los dedos”. Ese deseo se afianza, convirtiéndose
en necesidad, cuando conoce a Marion (Solveig Dommartin), una hermosa
trapecista francesa de la que se enamora.
El
autor de París, Texas dirige con
maestría, haciendo uso de una cámara “alada” que parece flotar a través de
bellísimos planos aéreos y largas secuencias que invitan a la reflexión y al
puro disfrute visual gracias a la extraordinaria fotografía de Henri Alekan.
Bruno
Ganz está magnífico, como casi siempre, al igual que un entrañable Peter Falk que
se interpreta a sí mismo. La escena protagonizada por ambos junto al puesto
callejero de café, es de las más recordadas de una película que ensalza los
pequeños placeres de la existencia terrenal.
La
cinta conoció una buena secuela, ¡Tan
lejos, tan cerca! (In Weiter Ferne,
so Nah, 1993), también dirigida por Wenders, y un edulcorado y simplón remake hollywoodiense interpretado por
Nicolas Cage y Meg Ryan, City of Angels
(ídem, 1998).
La edición de a contracorriente films.
Sin duda, la obra maestra de Wim Wenders. Su patético remake pone de manifiesto la incapacidad de Hollywood para entender y emular cierto cine europeo que antepone la poesía a la acción y la sensibilidad al sentimentalismo.
ResponderEliminarSaludos.
¡Y felices fiestas!
ResponderEliminarFelices fiestas, ricard :)
EliminarAun no he tenido oportunidad de verla pero París Texas es una de mis películas favoritas.
ResponderEliminar"París, Texas" será reseñada también próximamente.
EliminarSe me olvidaba, felices fiestas!
EliminarGracias, Javier. Felices fiestas para ti también.
EliminarMaravillosa película, dedicada a tres ángeles como son Ozu, Truffaut y Tarkovsky.
ResponderEliminarMuy bonita esa dedicatoria final.
EliminarExcelente reseña Ricardo. Esta fué una película que la primera vez que la ví no sintonicé, pero la segunda ya fué un descubrimiento muy interesante. Coincido plenamente tu valoración de Bruno Ganz (un actor de aquellos si los hay). Un abrazo y FELIZ NAVIDAD !!!
ResponderEliminarComo todas las obras maestras, se disfruta más y mejor en un segundo visionado. Gracias, Marcos.
EliminarUn abrazo y feliz Navidad.
Gracias, Ricardo, por tu crítica: ¡qué buen regalo de Navidad! Desde hace muchos años no me canso de "re-visionar" esta joya de Wim Wenders. Sería inútil repasar tantas escenas fascinantes que van componiendo la película. El hilo sutil que recorre todas es el magnífico "Lied Vom Kindsein" de Peter Handke, maravillosamente recitado por Bruno Ganz. ¿Habría sido esta película lo que es sin la mano de Handke en el guión? Probablemente es lo que le falta a su secuela "¡Tan lejos, tan cerca!" para llegar al mismo nivel. Tampoco "Paris, Texas" habría sido lo que es -otra obra maestra- sin la mano de Sam Shepard. Quizá son las alas que le faltan a Wenders en muchas de sus otras obras, a veces tan decepcionantes.
ResponderEliminarOtra digresión, con varias piruetas. Primera: cuando (gracias a tu información) vi "El cuento de la princesa Kaguya" me pareció encontrar la misma añoranza de las pequeñas vivencias cotidianas que entretejen la existencia humana, aunque expresada de una forma muy distinta. La canción que la princesa canta repetidamente es significativa. El nirvana lunar de Kaguya no está tan lejos de la fría eternidad (en blanco y negro) de los ángeles wenderianos.
ResponderEliminar¿No es esa (segunda pirueta) la añoranza presente en buena parte del cine nórdico de ayer y de hoy? La familia de José, María y su hijo Miguel en "El séptimo sello" de Bergman encarna ese sereno disfrute de los pequeños goces de la vida (pero, en último término, de la ternura y el amor), frente al drama existencial de la muerte. Por esos caminos creo que va también la espiritualidad de Inger en "Ordet", de Dreyer.
Me he ido más allá de lo estrictamente cinematográfico, pero creo que ese es el sutil hilillo rojo que vincula películas tan dispares, y muchas otras. Por eso (esto es ya un triple salto mortal), la aparición del Dios tierno y cotidiano que representa la Navidad hace que tu propuesta me parezca un regalo muy adecuado para estas fechas. ¡Gracias y felices fiestas!
Me pareció adecuado recordar esta película por estas fechas. Para mí el regalo es que estéis todos ahí, leyendo lo que escribo.
EliminarGracias a ti. Felices fiestas.