HOLY MOTORS
(ídem, 2012), de Léos Carax. Ciclo
Léos Carax.
¿Qué tienen en común un banquero
acomodado, un anciano lisiado e indigente, un actor de captación de
movimientos, un hombre salvaje que padece priapismo, un padre de familia
preocupado por la vida social de su hija adolescente, un asesino a sueldo, un
viejo moribundo, el marido de una chimpancé y unos automóviles parlantes?
Efectivamente, lo han acertado: nada. O eso es lo que pensábamos antes de ver Holy Motors, el último filme
del cineasta francés Léos Carax que triunfó en el Festival de
Sitges del año pasado.
Absurda, pretenciosa, grotesca,
friki, estúpida, enigmática y, en ocasiones, bella. Así es la película que nos
ocupa, un trabajo que contiene todos los ingredientes necesarios para que
muchos lo odien y no menos lo adoren. Es lo que suele ocurrir con las obras de
corte surrealista, sobre las que rara vez hay consenso. Personalmente no
considero que sea ni una obra maestra, como dicen unos, ni un bodrio, como
afirman otros; aunque la sitúo más cerca de lo segundo que de lo primero.
Léos Carax, protagonizando él
mismo el prólogo, deja claro que se trata de un proyecto personal en el que no
ha tenido en cuenta los gustos del público. Es un sueño húmedo, un trabajo para
sí mismo. El director despierta, o tal vez sueña, accediendo a través de una de
las paredes de su cuarto a una oscura sala de cine donde los espectadores
parecen dormitar. Se inicia entonces la caleidoscópica mascarada, el taciturno
homenaje al oficio de actor. La limusina sirve de improvisado camerino. Llena
de disfraces, pelucas, postizos, prótesis de látex y demás material necesario
para transformarse en los diferentes personajes. Oscar va de un sitio a otro,
de una identidad a otra; mendiga, corre, secuestra, mata, aconseja, muerde,
toca el acordeón… todo vale y cualquier cosa es posible, desde lo refinado
hasta lo cutre, pasando por lo esperpéntico. Libertad creativa absoluta y
disoluta. Una mierda que a veces huele a vergel.
Entre los fragmentos que
conforman su esquizoide estructura narrativa, me quedo con dos: Eva Mendes
siendo secuestrada en plena sesión fotográfica por un individuo salvaje y
neandertaloide que se la lleva a las profundidades de la tierra, y el hermoso
número musical de Kylie Minogue. Ah, que no se me olvide; qué gusto da volver a
contemplar, cincuenta años después de Los
ojos sin rostro, a Edith Scob cubierta por una máscara. Gusto cinéfilo,
se entiende.
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