Un honorable juez (Richard Christensen), se ve obligado a elegir entre el cumplimiento de la justicia que lleva profesando toda su vida o el prestar ayuda a una hija, a la que abandonó durante su niñez, y que ahora ha sido condenada a muerte.
Sencillo drama con el que el director danés inicia su filmografía, y que a pesar de situarse muy por debajo de sus mejores trabajos, no deja de poseer algunas de las virtudes y elementos que caracterizarán a las futuras obras del autor de Ordet.
Con una puesta en escena que ya tiende a la austeridad y que remite a las obras del gran pintor danés Vilhelm Hammershoi, Dreyer nos expone una historia de culpa y redención condicionada por la eterna e irresoluble diferencia entre clases sociales.
Tres generaciones de una misma familia se ven afectadas por el problema que surge del amor entre ricos y pobres, y del que casi siempre salen escaldados los segundos, en virtud del respeto que se debe a las normas de una alta sociedad hipócrita que no desea ensuciar su pulcro y podrido status. Tan sólo el carácter íntegro de un hombre respetable y consecuente, podrá ayudar a eximir y purgar, en parte, los pecados de una clase social que se repiten generación tras generación.
Resulta muy interesante, debido a la temprana fecha de gestación del filme, la utilización de varios flashbacks que ilustran acontecimientos pasados con los que Dreyer dota a su obra de una mayor densidad temporal; tratándose, seguramente, de una de las primeras películas que hace uso de este recurso narrativo.
La cinta peca del habitual estatismo teatralizado de la época y de cierto simplismo en la configuración de caracteres. No obstante, el tacto sensible y afligido con el que se nos presentan las distintas situaciones, permite conectar emocionalmente al espectador con aquello que se relata, aunque en ningún caso llegue a conmoverlo.
Recomendable por pertenecer a quien pertenece, aunque se encuentre a años luz de sus obras maestras posteriores.
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