Por Antonio Miranda.
Nos encontramos ante una de las
obras maestras de la historia de la
música de cine. Su complejidad, composición sobresaliente, equilibrio máximo
durante toda la obra y una serenidad como nunca se han dado nos otorgan el placer
de contemplar una auténtica obra de arte. El inicio ya es arrollador, mas la
enérgica postura que pudiera intuirse en su aparición se transforma en la
sutileza de unos temas hermosísimos y la primera escena realmente intensa en
contenido: Judá Ben-Hur aparece por vez primera, regresando junto a su amigo
Mesala, tribuno militar. La narración que Rózsa ejecuta durante toda esta
escena, desde el lanzamiento de las lanzas (dos instantes idénticos inmediatos
en el tiempo musicados de forma espectacular) hasta el anuncio de su relación
futura, con cambios de registros ligados entre sí de manera única. Escena
temprana pero, sin lugar a dudas, el ejemplo claro de cómo la partitura del
compositor va mucho, mucho más allá de la inigualable belleza de sus fragmentos.
Ésta, en término lírico, brota repentina tras la estructura inicial comentada,
apareciendo la joven Esther en la vida de Ben-Hur. Cómo el artista presenta
este tema y la variación que hace en la secuencia inmediatamente posterior al
anuncio de su próxima boda son motivos únicos y referentes en el romanticismo
del cine. La simbiosis que Rózsa consigue, junto a la fotografía e
iluminaciones de las escenas, y la proyección que nos refleja del pensamiento
de Judá al ver a la joven, es un global concepto que nunca podría ser objeto de
duda en cualquier estudio. Los detalles que aparecen, las narraciones que
presenciamos y los apoyos a los fragmentos del filme van adquiriendo una
presencia y ‘’voracidad’’ artística solamente logradas por un genio.
Fundamental
en la partitura de ‘’Ben-Hur’’ es el contraste: la disparidad de circunstancias
y coyunturas que ‘’navegan’’ sin descanso por el mar eterno y gigante que
resulta la aventura. Adaptada la música de forma inteligente a todo lo que va
ocurriendo, Rózsa toca y ocupa la perfección de un dinamismo en todo momento
controlado y que nos hace disfrutar, ahora, de la brillantez y luminosidad
filosófica del tema de la primera aparición de Cristo, ayudando al ya condenado
Judá, y, de inmediato, de la opacidad tétrica del tema de las galeras. Este
contraste continuo es mantenido bajo una estructura de equilibrio, nivel y
practicidad que nunca enferma. Nada fácil de conseguir. Se cumple el primer
tercio de metraje. El segundo se inicia con una sucesión de secuencias igualmente
fascinantes; Rózsa mantiene la tensión al ritmo medio de los remeros de las
galeras. Se aproxima la lucha, mas el compositor continúa el tempo marcado
mientras la batalla se produce entre las naves. Sólo cuando los luchadores
abordan a los enemigos, la partitura gira bruscamente y se inicia la acción
narrativa, explosión inteligente tras la inquietud que la música inyectaba con
su lenta y pesada presencia. Los detalles crecen y nunca dejan de sorprender.
La
parte central de ‘’Ben-Hur’’ sirve para interesantes modificaciones de temas ya
empleados y la evidencia de la trascendencia de la partitura en una película
que nunca debe entenderse desde el recurrente lado de la aventura: el tema de
amor de la obra, que ya sonó en presencia de los enamorados, vuelve a
escucharse durante el diálogo de despedida de Judá y su ‘’paternal’’ cónsul
romano, señal del matiz evocador, sentimental y romántico del momento y de la
pieza musical; igualmente, cuando Judá Ben-Hur disfruta de su libertad y se
encuentra con Baltasar de Alejandría, el motivo referente a Cristo brota como
acariciando una sensación delicada de divinidad vital asombrosa, al tiempo que
intercala sutiles referencias a otros instantes ya del pasado y poco más
adelante, cuando vuelve a su casa y recuerda junto a Esther su amor, el tema
asociado con él da paso a un ejemplar ejercicio de apoyo narrativo inigualable,
paradigma de la función más exquisita, aunque en segundo plano (por detrás de
los maravillosos temas principales), de la partitura completa para ‘’Ben-Hur’’:
la descripción de situaciones llega a tan alto nivel que el compositor la
transmuta en una auténtica narración de esos momentos, algo al alcance de muy
pocos músicos en la historia del cine.
La
secuencia que inicia el último tercio de historia, aquélla en la que Esther se
encuentra con la madre y la hermana leprosas de Judá, supone uno de los hitos
en la historia del cine. Musicalmente hablando, y comenzada instantes antes
cuando son visitadas por los romanos en las mazmorras, no existe pega alguna a
la maestría de Rózsa durante estos siete minutos majestuosos en los que,
enlazado todo en una sola pieza, el compositor se adueña drásticamente del
guión y maneja a su antojo unas expresiones, sentimientos y situaciones que
cambian cada momento y que, igualmente, ata mediante la aparición de varios
temas principales ya escuchados. Asombroso y de un estudio obligado, minucioso
y admirado hacia un músico irrepetible. Momentos gloriosos en la música de cine
que sirven de antesala a una parte final que de inmediato se agarra a los
magníficos temas de las fanfarrias que abrigan la famosa secuencia de las
cuadrigas.
El
desenlace mantiene la línea anterior. La expresividad forma el núcleo más
fuerte de unos minutos en los que Rózsa culminará firmemente su obra, subiendo
el nivel ya alcanzado, si cabe, en la secuencia en la que Judá busca a su
hermana en el valle de los leprosos y la marcha de Cristo llevando la cruz. En
la primera, una dualidad magistral con las cuerdas agudas reflejando la ilusión
del hermano y los graves la oscuridad del mundo en el que vive la hermana; en
la segunda, un tempo similar al de las galeras, ralentizando la escucha hasta
semejar espadas mismas que atravesaran nuestro corazón, dan el paso final a los
coros gloriosos por la muerte de Jesucristo cuya música, durante toda la obra,
es el ejemplo mejor conseguido de cómo una partitura nos da a conocer,
describir y narrar un hecho o figura latente en el cine, como ha sido la del
Maestro durante las más de tres horas de metraje en las que su rostro jamás se
vio, dibujándose a cada momento por esos tersos violines del artista.
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