Por Antonio Miranda.
Drama de época y
partitura del mismo calibre para decorar todo tipo de ambientes y detalles de
la Inglaterra del siglo XIX. La música de Patrick Doyle se centra absolutamente
en el ámbito de la imagen y apenas nada en el del argumento. El inicio del
filme así nos lo indica: títulos iniciales y primeras y breves secuencias
marcadas por el tema principal del compositor. Posteriormente, varios minutos
sin aparecer para ya, centrada algo la historia, iniciar sus cuadros delicados
y de gran calidad en los que, evidentemente, sí podremos encontrar lazos
importantes con la historia en sí.
La primera media hora de metraje nos
va presentando ideas y todas ellas muy sugerentes. Nos percatamos que la música
juega la única función, en pantalla, de aparecer para describir paseos entre
parajes preciosos y apoyo a secuencias, pero va mucho más allá. No va a narrar,
ni dirá lo que ocurre o fuera a acontecer. Se adentra en el ‘’más allá’’ de la
película, en el fondo de la historia (que ya cuenta con su excelente
tratamiento de personajes y momentos para avanzar y desarrollar argumento). La
estructura de la partitura es lineal, siempre, nunca presentará cambio de
intensidad. Curioso. Esto, aparte de su exquisita y elegante función
descriptiva, nos lleva a pensar en la composición como un elemento crucial;
pero, ¿en qué sentido? Cuatro son las mujeres, personajes principales de la
obra, en las que tenemos que fijar el contenido del artista: la madre y Elinor
(hermana mayor), que reflejan la quietud, la sensatez, elegancia y tristeza;
Marianne y Margaret (la niña), ambas mucho más enérgicas, vitales y pasionales.
La partitura representa el término medio del comportamiento de las cuatro,
resumido en dos personalidades, la tranquila y triste y la impetuosa y
enérgica. La música nunca llega a tocar ninguna de las dos lindes, de forma
inteligente, y se decanta por el término medio de ambos comportamientos
condensándolos en el carácter melancólico que todas tienen. Interesantísimo.
Apunto de culminar
la primera mitad de la historia, vemos una secuencia delicadamente hermosa y un
ejemplo del papel de la música como punto de unión de todos los comportamientos
y sentimientos de los personajes, ahora ya incluso alcanzando a los varones que
cortejan a las damas. La escena se inicia con Elinor sentada en su cama,
recordando el amor pasado y lejano de Edward y rápidamente se suceden planos
varios que atan rostros, pareceres, sentimientos e historias distintas, pero
todas ellas con ese tono de melancolía y nunca pasión. Como hemos dicho, la
partitura no se decanta por ninguna de las dos tendencias extremas que
representan las mujeres.
La trama avanza en
sentido uniforme. El compositor escocés va desarrollando su trabajo, como hemos
comentado, en esa misma orientación y con una calidad de composición clásica
brillante. Nos encontramos a mitad de la década de los noventa y la música de
cine alcanza niveles altísimos. Son los años del mejor Doyle, enseñándonos en
la mayor parte de sus creaciones ese jugo romántico y clasicista que siempre ha
tenido. La partitura para Sentido y sensibilidad podría ser, sin problema,
el ejemplo a seguir de esta tendencia tan bien ejecutada y que, por desgracia,
el paso del tiempo y las nuevas tecnologías han hecho que se perdiera en la
siempre exquisita batuta de un grande de la música para la gran pantalla.
Llegamos a otra
secuencia importante. La alocada y enamoradiza Marianne descubre el engaño de
Willoughby durante la celebración de un baile multitudinario. Las piezas
musicales que suenan son de Doyle, detalle a aplaudir por parte del director
Ang Lee quien, siguiendo la fácil y cómoda tendencia de los directores de cine,
podría haber aplicado a este momento una música ya conocida y no de partirura
original. Pero no, la secuencia transcurre abrazada de forma elitista, elegante
y única por dos danzas del artista mientras el drama personal sucede. ¿Por qué
no refleja la música el desazón de la joven? ¿A qué fin mantiene ese tono frío
de las danzas clásicas? Muy sencillo: si fijamos la atención en la escena, la
actitud de la joven no sorprende; lo hace, sin duda, la frialdad de él, de
Willoughby, al verla, manteniéndose distante, seco y ostentoso
(precisamente…¡como la música!). La partitura no apoya la imagen, no suena para
los bailarines incluso (aunque resulte incomprensible este comentario): el
compositor está describiendo la forma de actuar de él. Atendamos a lo
siguiente: si las notas fueran tensas, tristes, inquietas (como podría ocurrir
en una forma de composición lógica), el artista daría a conocer el sentir de la
mujer. Lo verdaderamente sorprendente es la postura del hombre, con lo que
director y compositor prefieren mostrar su distancia y frialdad. Una curiosa
postura dentro de la música para el séptimo arte y aplicada a una escena
arriesgada que ejecutan, ambos, con maestría indudable. A mi entender,
imprescindible trabajo de secuencia para cualquier persona ávida de
conocimientos musicales y artísticos relacionados con el cine.
Patrick Doyle.
Nos adentramos de
lleno en la segunda parte; importante la marcha de la joven Marianne, ella
sola, en su paseo bajo la lluvia. Rápidamente captamos el cambio de la historia
y, si bien la fotografía y los propios actores lo muestran, es la partitura la
que gira bruscamente para reflejo directo de la nueva intención: Doyle comienza
la secuencia adentrándose en los diálogos iniciales, cosa que antes nunca hizo
(si nos damos cuenta, en infinidad de ocasiones es él quien presenta los
episodios en su inicio y poco tarda en dejar de sonar para dar paso a los
nutridos diálogos). Además, la estructura de la pieza varía y se hace
notablemente obscura y amenazante, siempre guardando la unidad con el
clasicismo y elegancia imperantes pero, de forma estudiada y voluntaria,
narrando por primera vez un episodio de la trama. Se cambian ritmos e
intenciones. El contraste es evidente. Afianzado por la partitura, la dulce y
cuidada historia inicia el cambio, próximo el desenlace.
La poesía recitada
por Marianne bajo la lluvia, previo romanticismo a su enfermedad (y que va a
suponer el pico máximo y breve del cambio mencionado), es apoyada por el
compositor con una dulzura exquisita. Ocasión propicia al exceso musical.
Cualquier tipología de dupla director-compositor habría optado por tal camino y
así conseguir en el espectador una emoción sin igual. No es así; el instante es
tremendamente cuidado por ambos y la partitura, como ya hemos indicado antes,
nunca se excede. La belleza con la que Doyle compone y la imagen devastadora de
la joven son la encarnación del romanticismo filosófico absoluto (curiosamente
viniendo de unos comportamientos bastante remilgados, permítaseme la expresión,
de todos los personajes del filme). A mi juicio, tanto musical como
fílmicamente hablando, el momento con más trascendencia intelectual.
El desenlace final
es de un dominio total del compositor sobre la historia. Su labor, cautelosa y
educada, como resulta todo en Sentido y sensibilidad, cambia. Es el momento
de, como he dicho, modificar la orientación y dar un último golpe a esta gran
obra de Ang Lee: el sentido musical termina; comienza la sensibilidad. Una
escena arrolladora de Elinor al conocer los sentimientos de Edward para con
ella lanza un final que, desde nuestro ámbito musical, no presenta carencia
alguna. Es más…: insuperable.
Concluyendo, nos
encontramos ante uno de los compositores más clásicos y exquisitos del panorama
actual y una pieza que roza los límites de la obra de arte. Una partitura para
orquesta con momentos de gran estudio y otros de emociones (los finales)
bellísimos. Un ejemplo de cómo componer para cine.
Maravillosa crítica... También me pareció una obra exquisita. No sé cuántas vece la habré visto, y siempre surge algún detalle que se obvió en la vez anterior.
ResponderEliminarGracias.
Gracias a ti, DMClarisa Tomás, y más aún por apreciar esta exquisita obra como bien se merece. Realmente una delicia de música y un disfrute visualizar el filme atendiendo a su partitura. Saludos!!
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