“Su
corazón se hallaba en constante y turbulenta agitación, temperamento creador,
tenía un don para saber esperar y, sobre todo, una romántica presteza; era la
suya una de esas raras sonrisas, con una calidad de eterna confianza, de esas
que en toda la vida no se encuentran más que cuatro o cinco veces”.
(El gran Gatsby,
Scott Fitzgerald)
Nueva
York, años veinte. Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio) es un misterioso
multimillonario que celebra fastuosas fiestas en su gran mansión de Long Island, a las que acuden individuos pertenecientes a los diferentes estratos de la
sociedad neoyorquina. Vive obsesionado con la idea de recuperar a Daisy (Carey
Mulligan), un antiguo amor que ahora es la esposa de Tom Buchanan (Joel
Edgerton), un hombre rico de fuerte carácter. Para alcanzar su objetivo, se
hace amigo de Nick Carraway (Tobey Maguire), corredor de bolsa novato, y primo de
Daisy, que vive junto a su lujosa residencia.
Hay
una cosa que me gusta de Baz Luhrmann: nunca engaña a nadie. Da igual que
adapte a Shakespeare o a Fitzgerald, que
haga un musical o una película de aventuras, que lo alaben o lo
vilipendien, porque siempre es coherente con su estilo sobrecargado, melodramático,
colorista, artificial, carnavalesco y descaradamente gay. En The Great Gatsby, su último y ambicioso
trabajo, consigue algo que a mi entender no resulta fácil: ser fiel al texto
original manteniéndose fiel a sí mismo. Se trata de un filme espectacular, grandilocuente,
excesivo; como las fiestas del propio Gatsby. Pero también es personal, literario
y con un melancólico sentido del romanticismo. Justo lo que esperábamos.
La
cinta está narrada por la voz en off de Tobey Maguire, sucedáneo fílmico del Nick Carraway fitzgeraldiano, que, en
el interior de un sanatorio mental donde permanece interno debido a su frágil estado
nervioso, rememora las vivencias experimentadas junto a Gatsby a modo de
terapia. Luhrmann se apoya en la prosa de Fitzgerald, la cual transcribe de
manera casi literal, para dotar al conjunto de una cohesión narrativa de la
que, no obstante, tienden a escapar determinadas imágenes autocomplacientes. El
ritmo es bueno, y la película, que se sigue con agrado durante sus más de dos
horas de metraje, va ganando en intensidad dramática con el transcurrir de los
minutos. La sólida interpretación de un magnífico Leonardo DiCaprio (cada día
mejor actor) sostiene a la obra hasta en sus momentos menos convincentes.
Lamentablemente, el resto del reparto, a excepción de Joel Edgerton (menudo
vozarrón el suyo), está bastante por debajo de su nivel.
Tratándose
de un trabajo de Luhrmann, huelga decir que su factura visual es impecable,
destacando el lujoso diseño de producción y la colorida fotografía de Simon
Duggan. Además, el autor de Moulin Rouge
vuelve a hacer uso de música anacrónica (se escuchan temas de hip hop y música disco) para envolver su
barroca puesta en escena.
En
conclusión, sin ser la adaptación definitiva del clásico de Fitzgerald (probablemente
ésta nunca se realice), El gran Gatsby,
a pesar de sus carencias, constituye uno de los largometrajes más interesantes
de un director que, a base de redundar en su aparatoso estilo, ha terminado por
convertir los defectos de su cine en el sello inconfundible de sus películas.