Corazones de acero (Fury, 2014) de David Ayer.

“En la guerra como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca”.
(Napoleón Bonaparte)

Abril de 1945, Segunda Guerra Mundial. Un pelotón militar estadounidense encabezado por el veterano sargento Don “Wardaddy” Collier (Brad Pitt), atraviesa territorio alemán a la espera de la finalización del conflicto. A bordo del carro de combate “FURY”, además del  citado sargento, van otros cuatro soldados: Boyd “Bible” Swan (Shia LaBeouf), Trini “Gordo” García (Michael Peña), Grady “Coon-Ass” Travis (Jon Bernthal) y Norman Ellison (Logan Lerman).


Aunque pueda parecer algo lejano, en realidad no hace tanto tiempo que los campos de media Europa estaban atestados de cadáveres, pedazos humanos, ceniza y ruina material. La Segunda Guerra Mundial, el conflicto bélico más sangriento de la historia, produjo entre cincuenta y setenta millones de muertos. Una cifra escandalosa que nos define (y no precisamente bien) como especie. En Abril de 1945, la guerra estaba ya decidida en favor de los Aliados. Tropas estadounidenses y soviéticas avanzaban por suelo alemán acabando con los últimos focos de resistencia nazi. Hitler, refugiado en su búnker, terminaría suicidándose junto a sus acólitos más fieles el último día de ese mismo mes. En este contexto histórico se ubica Corazones de acero, del especialista en thrillers de acción David Ayer (Vidas al límite, Dueños de la calle, Sin tregua), la enésima incursión de Hollywood en la guerra más cinematográfica de todos los tiempos.


La trama gravita en torno a la tópica relación intergeneracional que se establece entre el sargento Don Collier y el jovencísimo y recién llegado Norman Ellison. El primero, que lleva combatiendo a los alemanes desde comienzos de la guerra, está de vuelta de todo. Es un tipo estricto, valiente, capaz y con un alto sentido de la responsabilidad. Entiende que su deber es el de matar enemigos y punto. No se cuestiona el porqué: sólo le preocupa el cómo. Ello no le impide conservar ciertos códigos éticos ajenos a muchos de sus compañeros. El segundo, en cambio, no ha combatido nunca. Es un simple mecanógrafo al que matar le plantea serios problemas de conciencia. La guerra le supone un auténtico suplicio. Como se puede observar, se trata de un tipo de relación bastante trillada. Y el director, también guionista, no aporta ninguna novedad.  El guión es pobre y reiterativo,  el desarrollo resulta previsible, el tratamiento dramático peca de convencional, y los personajes no van más allá del mero estereotipo. Con todo, la película, bien facturada, se sigue con agrado; y en ella encontramos buenos momentos de acción bélica, destacando el tenso enfrentamiento a campo abierto entre el tanque de los protagonistas (casi un personaje más de la trama) y un poderoso carro de combate alemán.


El reparto cumple, con un solvente y maduro Brad Pitt a la cabeza cuya interpretación recuerda a algunas de las que John Wayne ofreció en los westerns de John Ford.

No pasará a la historia del género, pero sirve para pasar el rato.


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