“Había un baile de disfraces, esa noche, en el Hélice-Montmartre. Era con ocasión de la Mi-Carême, y la multitud entraba, como el agua por la compuerta de una esclusa, en el corredor iluminado que conduce al salón de baile. La formidable llamada de la orquesta, resonante como una tempestad musical, desbordaba las paredes y el techo, se difundía por el barrio, iba a despertar, por las calles y hasta en el fondo de las casas vecinas, el irresistible deseo de saltar, de estar caliente, de divertirse que dormita en el fondo del animal humano.
Y los clientes del lugar llegaban también de las cuatro esquinas de París, gente de todas clases, amante de placeres fuertes y bulliciosos, un poco indecentes, rayanos en el libertinaje. Eran empleados, chulos, mozas, mozas de toda estofa, desde el vulgar algodón a la más fina batista, mozas ricas, viejas y cargadas de brillantes, y mozas pobres, de dieciséis años, llenas de ganas de andar de juerga, de entregarse a los hombres, de gastar dinero. Elegantes trajes de etiqueta en busca de carne fresca, de primicias desfloradas, aunque sabrosas, merodeaban entre aquella muchedumbre caldeada, buscaban, parecían olfatear, mientras que las máscaras semejaban agitadas sobre todo por el deseo de divertirse. Ya las más famosas cuadrillas agolpaban en torno a sus brincos una densa corona de público. La ondulante hilera, la masa movediza de mujeres y hombres que rodeaba a los cuatro bailarines se anudaba a su alrededor como una serpiente, ora próxima, ora apartada, siguiendo las evoluciones de los artistas. Las dos mujeres, cuyos muslos parecían sujetos al cuerpo por resortes de goma, hacían con las piernas sorprendentes movimientos. Las lanzaban al aire con tanto vigor que el miembro parecía volar hacia las nubes, y después de pronto las apartaban como si se hubieran abierto hasta la mitad del vientre, deslizando una hacia adelante, otra hacia atrás, y tocaban el suelo por el centro con un gran impulso rápido, repugnante y divertido.
Sus parejas saltaban que se las pelaban, se agitaban, con los brazos estremecidos y alzados como muñones de alas sin plumas, y se adivinaba, bajo las máscaras, su respiración jadeante.
Uno de ellos, que había ocupado un puesto en la más renombrada de las cuadrillas para sustituir a una celebridad ausente, el guapo "Piensa-en-mí", y que se esforzaba por estar a la altura del infatigable "Espinazo-de-Becerro", ejecutaba unos originales solos que despertaban la alegría y la ironía del público.
Era flaco, iba vestido como un gomoso, con una linda máscara barnizada sobre el rostro, una máscara con bigotes rubios rizados rematada por una peluca de tirabuzones.
Parecía una figura del museo de cera, una extraña y fantástica caricatura del encantador galán de los grabados de modas, y bailaba con un esfuerzo convencido, aunque torpe, con cómico arrebato. Parecía herrumbroso al lado de los otros, al tratar de imitar sus cabriolas; parecía paralizado, pesado como un gozque jugando con galgos. Burlones "bravos" lo animaban. Y él, ebrio de ardor, perneaba con tal frenesí, que de pronto, arrastrado por un impulso furioso, fue a darse de cabeza con la muralla del público que se abrió ante él para dejarle paso, y después volvió a cerrarse en torno al cuerpo inerte, tendido sobre el vientre, del bailarín inanimado.
Unos hombres los recogieron, se lo llevaron. Gritaban: " ¡Un médico!" Se presentó un caballero, joven, elegantísimo, con traje de etiqueta y gruesas perlas en la pechera de la camisa. "Soy profesor de la Facultad", dijo con voz modesta. Lo dejaron pasar, y él acudió junto al bailarín, que seguía sin conocimiento, y al que extendían sobre unas sillas en una habitacioncita llena de carpetas, como un despacho de un agente de negocios. El doctor quiso ante todo quitarle la máscara y se dio cuenta de que estaba atada de una forma muy complicada, con multitud de menudos hilos de metal, que la unían hábilmente a los bordes de la peluca y encerraban la entera cabeza con unas sólidas ligaduras cuyo secreto era preciso conocer. El propio cuello estaba aprisionado en una falsa piel que prolongaba la barbilla, y esta piel de guante, pintada como la carne, llegaba al cuello de la camisa.
Hubo que cortar todo esto con fuertes tijeras; y cuando el médico hubo hecho, en aquel sorprendente conjunto, un corte que iba del hombro a la sien, entreabrió aquel caparazón y encontró una vieja cara de hombre gastado, pálido, flaco y arrugado. Tal fue la impresión entre quienes habían llevado la joven máscara rizosa, que nadie rió, nadie dijo una palabra.
Todos miraban, acostado en unas sillas de paja, aquel triste rostro de ojos cerrados, cubierto de pelos blancos, unos, largos, que caían sobre la cara desde la frente, otros, cortos, que habían crecido en las mejillas y el mentón, y, al lado de aquel pobre ser, la linda y pequeña máscara barnizada, aquella máscara fresca que seguía sonriendo (...)”
La casa Tellier, 1881.
“(…)
La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una
calle detrás de la iglesia de Saint-Etienne; por las ventanas se veía la bahía
llena de barcos que descargaban y el gran pantano salado llamado "La
traba"; detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente
gris.
Madame
provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure. Había
aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El
prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en
las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice "Es una
buena profesión" y enviarían a sus hijos a mantener un harén de mujeres
como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.
Esta
casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cual era
propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo
habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más
ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de
la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.
Eran
buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus
vecinos.
El
señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo
mantenía entre la molicie y el sedentarismo; engordó demasiado y dañó su
salud.
Madame,
después de enviudar, era deseada, sin éxito, por los parroquianos del
establecimiento; se la reconocía como una persona absolutamente prudente, y las
propias asiladas no habían llegado a descubrir nada.
Era
alta, entrada en carnes, bien parecida. Su tez, pálida por la oscuridad de ese
albergue siempre cerrado, brillaba como bajo un barniz grasiento. Un delgado
adorno de rulos, falsos y enroscados, rodeaban su frente y le daban un aspecto
juvenil, que contrastaba con la madurez de su figura. Siempre alegre y de cara
animada, atraía fácilmente, con un matiz de moderación que sus nuevas
ocupaciones no habían podido aún hacerla perder. Las palabras soeces le
chocaban siempre un poco; y cuando un muchacho mal educado se refería por su
nombre propio al establecimiento que ella dirigía, se enojaba y sublevada. En
fin, tenía un alma delicada, y, aunque trataba a sus mujeres como amigas,
repetía a menudo que ellas "no eran harina de un mismo costal".
Algunas
veces durante la semana, partía en coche de arriendo con una fracción de su
tropa; y se iban a retozar en la hierba en la orilla del riachuelo que corre en
los extramuros de Valmont. Eran entonces un grupo de señoritas internas
fugadas, con carreras locas, con juegos infantiles, toda una alegría de
reclusas intoxicadas por el aire libre. Se comía la merienda sobre el césped
bebiendo cidra, se volvía a la caída de la noche con un cansancio delicioso,
una dulce emoción; y en el coche besaban a Madame como a una muy buena madre
llena de indulgencia y complacencia.
La
casa tenía dos entradas. En la esquina, una suerte de café de mala fama se
abría en la noche a la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas
encargadas del especial comercio del lugar eran exclusivamente destinadas a las
necesidades de esta parte de la clientela. Servían, con la ayuda de un camarero
llamado Frédéric, un rubiecito imberbe y fuerte como un buey, las botellas de
vino y los jarros de cerveza sobre las mesas de mármoles inestables, y, con los
brazos lanzados al cuello de los bebedores, sentadas a través de sus piernas,
fomentaban el consumo.
Las
otras tres damas (eran sólo cinco) formaban una suerte de aristocracia, y
permanecían reservadas a la clientela del primer piso, a menos que fueran
requeridas abajo y que el primero estuviese vacío. El salón Júpiter, donde se
reunían los burgueses del lugar, estaba tapizado de papel azul y ornamentado de
un gran dibujo representando a Leda extendida bajo un cisne. Se llegaba a este
lugar por medio de una escalera de caracol terminando en una puerta estrecha,
humilde de apariencia, dando a la calle, y sobre ella brillaba toda la noche,
detrás de una celosía, un pequeño farol como aquellos que alumbran aún en
ciertas ciudades a los pies de vírgenes empotradas en los muros.
El
edificio, húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. Por momentos, un aroma de
agua de colonia pasaba por los pasillos, o bien una puerta entreabierta en el
piso bajo hacía escuchar en toda la casa, como una explosión de trueno, los
gritos populacheros de los hombres del piso bajo, y ponían en la cara de los
señores del primero una mueca inquieta y de disgusto.
Madame,
amable con sus clientes y amigos, no se movía del salón, y se interesaba de las
murmuraciones de la ciudad que les atañía. Su conversación seria contrastaba
con los temas sin sentido de las tres mujeres; ella era como un descanso de los
chistes pícaros, de los peculiares panzones que se decían cada noche en esta
orgía decente y mediocre de beber un vaso de licor en compañía de mujeres
públicas.
Las
tres damas del primero se llamaban Fernanda, Rafaela y Rosa la Jaca.
Como
el personal era poco, habían tratado que cada una de ellas fuera como una
muestra, un compendio del tipo femenino, a fin de que todo consumidor pudiera
encontrar allí, un poco más o menos, la realización de su ideal.
Fernanda
representaba a la bella rubia, muy gorda, casi obesa, fofa, hija del campo
cuyas pecas se rehúsan a desaparecer, y cuyo pelo ondea, corto, claro y sin
color, parecido a un cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el cráneo.
Rafaela,
una Marsellesa, puta de puertos, jugaba el rol indispensable de la bella Judía,
delgada, con los pómulos salientes enlucidos de maquillaje rojo. Sus cabellos
negros, brillantes como el espinazo de un buey, formaban unos ganchos sobre sus
sienes. Sus ojos hubiesen sido bellos si el derecho no hubiese estado marcado
por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula prominente donde dos
dientes nuevos, en alto, desentonaban al lado de aquellos, abajo, que habían
tomado al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.
Rosa
la Jaca, una pequeña bola de carne toda en el vientre con dos piernas
minúsculas, cantaba de la mañana a la noche, con una voz cascada, unos versos
alternativamente obscenos o sentimentales, contaba unas historias interminables
y triviales, no cesaba de hablar callando sólo para comer y de comer sólo para
hablar. Siempre agitada y ágil como una ardilla, a pesar de su gordura y la
exigüidad de sus patas; y su risa, una cascada de gritos agudos, estallaban sin
cesar, aquí, allá, en el dormitorio, en la despensa, en el café, por todos
lados, sin ningún motivo.
Las
dos mujeres de abajo, Luisa, apodada Cocote, y Flora, la columpio porque
cojeaba un poco, la una siempre vestida como La Libertad con una cinta
tricolor, la otra como Fantasía Española con unos cequíes de cobre que danzaban
en su pelo zanahoria con cada uno de sus pasos desnivelados, tenían el aire de
cocineras vestidas para un carnaval. Parecidas a todas las mujeres del pueblo,
ni más feas ni más bonitas, verdaderas sirvientas de posada, se les apodaba en
el puerto bajo el sobrenombre de las dos bombas.
Una
paz celosa, pero raramente perturbada, reinaba entre estas cinco mujeres,
gracias a la sabiduría de conciliación de Madame y a su inextinguible buen
humor.
El
establecimiento, único en la pequeña ciudad, era frecuentado asiduamente.
Madame había dado al lugar una dignidad como si la tuviera; se mostraba tan
amable, tan atenta hacia todo el mundo; su buen corazón era tan conocido, que
una suerte de consideración la rodeaba. Los clientes la invitaban por cuenta de
ellos, exultados cuando ella les expresaba una amistad más marcada; y cuando se
encontraban durante el día por sus quehaceres, se decían "Esta noche,
donde tú sabes", como diciendo "En el café, ¿no es cierto?, después
de comida".
En
fin, La Casa Tellier era una costumbre, y raramente alguno se perdía la cita
cotidiana (…)”
La modelo, 1883.
" (...) Era
hermosa; sobre todo, elegante, y tenía una cintura divina. Se enamoró Juan como
nos enamoramos de cualquier mujer agradable a la que vemos con frecuencia, y
supuso que la quería con toda su alma. Es una singular aberración. En cuanto
nos gusta una mujer y la deseamos, ya suponemos que no es posible vivir sin
ella. El más desmemoriado recuerda que le ocurrió lo mismo varias veces —y que
a la satisfacción de un deseo ha seguido el desencanto en todas las ocasiones;
que para unir dos existencias no es bastante complacer al brutal apetito de la
carne, pronto saciado, sino que precisa un acuerdo absoluto de las almas, del
temperamento, del humor.
Es necesario saber distinguir si el apasionamiento que sentimos lo inspiran los
atractivos corporales, un deseo voluptuoso que nos embriaga, o el encanto
profundo y suave del espíritu.
Lo cierto es que Juan Summer imaginó que la quería con toda su alma, haciéndola
mil juramentos de fidelidad y vivió completamente consagrado a ella.
Era una mujer fascinadora, con el desparpajo elegante que tan fácilmente
muestran las criaturas de Paris. Bromeaba, charlaba, canturriaba, diciendo
tonterías brillantes como rasgos de ingenios por la gracia que las envuelve al
ser lanzadas. Tenía siempre actitudes y gestos oportunos para seducir al
artista. Levantando los brazos, inclinándose, tendiendo la mano, subiendo al
coche, se movía con desenvoltura y garbo.
En un trimestre, Juan Summer no reparó que su adorable modelo era, como todas
las modelos.
Para veranear tomaron una casita en Andressy, donde cierta noche sobresaltaron
el espíritu del pintor las primeras inquietudes.
Hacía un tiempo delicioso, una luna espléndida y decidimos dar un paseo por la
orilla del río. La bóveda celeste reflejaba su esplendor en el agua temblorosa,
quebrando sus reflejos amarillos en los remansos quietos, en el cauce rumoroso,
en toda la extensión líquida que se deslizaba lentamente.
Avanzábamos, poseídos por la vaga exaltación que nos producen esas noches
fascinadoras. Hubiéramos querido realizar sobrehumanas empresas, descubrir
amores de seres desconocidos y extraordinariamente poéticos. Sintiendo amagos
de aspiraciones, ansias y éxtasis incomprensibles, callábamos, envueltos por la
serena y penetrante frescura de la noche ideal, por la placidez luminosa de la
carne, que baña el espíritu perfumándolo y sumergiéndolo en un goce infinito.
De pronto, Josefina (se llama Josefina) prorrumpió bulliciosamente:
—¡Ah! ¡Mira un pez que salta! ¿Lo has visto?
Juan respondió sin mirar hacia donde la mujer señalaba.
—Sí, nena mía.
Ella se disgustó, increpándole:
—No mientas; no lo has visto; mirabas a otro lado y no volviste siquiera los
ojos a donde yo te indiqué.
Juan sonrió.
—Es tan delicioso este ambiente que nos rodea de una vaguedad soñadora... Ni
miro nada, ni pienso nada, ni sé nada...
Josefina se contuvo, pero al poco rato, lanzada por el prurito de hablar,
preguntó:
—¿Irás a París mañana?
El dijo:
—No lo sé.
Josefina se puso nerviosa. exaltándose:
—¡Qué divertido! ¡Pasear toda la noche, sin decir una palabra!¡Como unos
tontos!
Juan seguía callado, y entonces ella, con el perverso instinto de la mujer
exasperada y que se ha propuesto exasperar a los otros, voceó la estúpida
copla, con la cual nos habían ensordecido ya durante dos años, y que principia:
...Mirando las musarañas...
Juan insistió:
—Te ruego que te calles.
Ella repuso, furiosa y descompuesta:
—¡Que me calle! ¿Por qué?
¿Hay algún moribundo?
Juan repuso:
—No turbes el goce que nos ofrece la quietud luminosa del paisaje.
Replicó la mujer, vomitando una sarta imbécil, odiosa,. con salpicaduras de
reproches inauditos, con recriminaciones intempestivas y lágrimas al final. De
todo hubo.
Se retiraron. Juan la dejó desfogarse, sin contradecirla, sin atenderla,
sumergido en la contemplación de la Naturaleza.
Y a los tres meses luchaba por sacudir aquellas ligaduras invencibles e
invisibles. Ella le retenía, le oprimía, le martirizaba. Hubo altercados
violentos, injurias reciprocas y hasta golpes brutales
Al cabo, él se propuso terminar aquello, separarse a toda costa, romper las
cadenas. Vendiendo todas las obras que pudo terminar —no era muy famoso aún— y
amparándose con los amigos, reunió veinte mil francos; los puso una mañana
sobre la chimenea con una carta, despidiéndose, y se fue a refugiar en mi casa (...)"