“El
cine es un medio, un instrumento para hablar de aquello que hace que el arte
tenga sentido: el ser humano”.
(Carlos
Vermut)
Luis
(Luis Bermejo), profesor de literatura en paro, quiere cumplir el último deseo de
su hija Alicia (Lucía Pollán), de doce años y enferma de cáncer. Ese deseo no
es otro que el de conseguir el vestido de Magical Girl Yukiko, la protagonista
de una serie animada japonesa.
En
una de las mejores secuencias de Magical
Girl, Concha de Oro a la Mejor película y Concha de Plata al Mejor director
durante el pasado Festival de Cine de San Sebastián, uno de sus personajes dice
que España está en permanente conflicto debido a que aún no ha resuelto si
se trata de un país racional o un país emocional, siendo las corridas de toros la
máxima expresión de esa irresoluble lucha entre la razón y el instinto. Pues
bien, esa misma confrontación se da en el interior de cada uno de los tres
personajes principales de la película: Luis (Luis Bermejo), Bárbara (Bárbara Lennie) y Damián
(José Sacristán).
Magical Girl
constituye un turbador thriller
dramático con trazos de humor negro que engarza los destinos de los tres
personajes mencionados con anterioridad. Luis es un profesor al que los recortes
del gobierno en materia de educación han condenado al paro. Vive junto con su
hija enferma malvendiendo parte de su biblioteca en una librería que compra libros
al peso. Su amor por ella lo convierte en un tipo capaz de cualquier cosa con
tal de verla feliz. Bárbara, por su parte, es una joven que padece algún tipo
de desorden mental no especificado. Está casada con un prestigioso psiquiatra que se empeña en
cuidarla para que no recaiga en su dolencia. Por último, tenemos a Damián,
maestro retirado con un oscuro pasado que lo vincula a Bárbara. Tras el
prólogo, la cinta se estructura en tres capítulos (Mundo, Demonio, Carne), correspondiendo el peso dramático
de cada uno de ellos a uno de los tres personajes en liza. La caligrafía
narrativa puede pecar de caprichosa (Vermut “adorna” con la superposición de
tiempos una trama bastante lineal en realidad), pero hay que reconocer que está
muy bien trenzada. El ritmo es pausado, con preponderancia de planos fijos (la
cámara apenas se mueve), aunque en ningún momento decae. El relato va ganando en
interés con el transcurso de los minutos. Vermut muestra un exquisito gusto por
el encuadre, además de saber utilizar la música con un sentido marcadamente narrativo (ojo a
la importancia de la canción La niña de
fuego, de Manolo Caracol, para entender la enigmática relación existente
entre Damián y Bárbara).
Uno
de los aspectos más destacables del filme, es la ambigüedad moral que caracteriza
a sus personajes, que no son ni buenos ni malos, sino simplemente humanos en su
compleja construcción. Espléndidas interpretaciones del trío protagonista, con
mención especial para un soberbio José Sacristán.
Extraña,
misteriosa, singular. Magical Girl
supone uno de los mejores ejercicios cinematográficos del cine español de los
últimos años.
‘’Hemos llegado’’, pronuncia el
doctor. Comienza la música de Carpenter. Maravillosa sensación. El Mal está
aquí, no lo vemos, lo escuchamos y su presencia ya nos aterra.
Hay momentos o circunstancias que
procuran otorgar la facilidad al genio artístico para encumbrar sus dotes antes
que nadie y por encima del resto. John Carpenter es uno de ellos. No hablo como
cineasta, cuyo sector no pretendo tocar ni es mi escena, y sí como compositor
de música de cine. Admirable. Halloween ejemplifica a la perfección el
camino bien reconocible que tomó el artista desde sus comienzos y durante la
mayoría de sus creaciones. Partituras sintetizadas en extremo con la
identificable presencia, siempre principal, del piano. Bases rítmicas muy
típicas de su identidad que machacan hasta la extenuación la historia e imagen
que acompañan y la llevan al punto donde ellas pretenden. Carpenter es capaz de
componer una historia con una sola secuencia de ritmos.
No
es fácil admitir esta categoría de maestro de la música de cine en el
compositor americano, lo admito. Sus influencias (presentes en todo artista),
la sencillez de los temas que compone, el minimalismo electrónico empleado con
una tecnología rudimentaria…En fin, numerosas barreras que le impiden ser
considerado como tal pero que, para un servidor, indudablemente, lo es.
Analicemos
el tema principal de Halloween. Los créditos iniciales lo presentan; poco
más tarde sonará por segunda vez, dramático y poderoso, tras las palabras del
doctor. Cuatro notas base alrededor de las cuales baila la música, ninguna más.
Las usará en la primera escena, importantísima, sin los arreglos, algo más
trabajadas que la simpleza del efecto con el que acompaña el transcurrir de
dicha secuencia (si os dais cuenta no suena música, no suenan dos teclas
pulsadas en el sintetizador. No escuchamos nada, aunque suene; vemos y oímos el
filo del cuchillo ya desde exactamente el apagado de luces en la habitación de
los jóvenes; ahí comienzan a sonar las asfixiantes dos notas mantenidas durante
minutos y que serán no menos importantes que los temas más reconocibles y
melódicos). Las antes mencionadas tres inician el trabajo al consumar su
macabra intención el enmascarado y joven personaje. Es el comienzo.
John
Carpenter es un maestro reclamando atenciones; la trama va sucediendo de forma
tranquila, pausas continuas o acciones ralentizadas con las apariciones del
personaje. El compositor/director tiene la ventaja de ser ambas cosas y narra
de forma habilísima, con estas dos cualidades,
la cuerda central que va uniendo sucesos con intelecto. La música,
alternando el tema principal (que se identifica con Michael Myers) con los
secundarios (que acompañan los momentos de acción pausada), se hace el
referente de la parte inicial del metraje y siempre, siempre, nos lleva al lado
oscuro y reflexivo del argumento. Las secuencias son sencillas grabaciones; la
música, de la misma forma, roza la simpleza. Todo unido alcanza un nivel
altísimo de intención y continuará casi simétricamente en la segunda parte de
la obra.
John Carpenter.
Michael
Myers mata y respira y ambas cosas las ejecuta pacientemente; sus jadeos tras
la máscara complementarían una acción trepidante de fuerza y energía. Pero no,
Myers asesina esperando el momento y apenas inquietando su respiración. La
escuchamos como efecto de sonido y ella y la música son los dos matices, a
priori secundarios, que alejan al espectador de la simpleza aparente de unos
sucesos en cadena que poco más que lo que se ve podríamos llegar a pensar que
son. Halloween y Michael Myers van más allá y John Carpenter nos lo hace
ver con estos dos apuntes tan elementales como sensatos y estudiados. Y muestra
de este razonado hacer lo vemos en algún pequeño pero interesante ejemplo:
Myers aparece durante todo el metraje pero es al iniciarse la persecución final
de Laurie en la casa de su amiga cuando más directo y frontal se nos muestra.
Carpenter lo matiza con el piano y se inicia una pequeña y nueva melodía que en
ningún momento había usado antes. Magistral. Surgirán entonces ligeros arreglos
originales hasta silenciar y, por fin, encumbrar a Michael Myers eternamente en
la historia del cine y la música componiendo su ausencia con el tema principal.
Concluyendo,
un trabajo exquisito de un genio incomprendido; el minimalismo filosófico y
casi hiriente de la música de Halloween puede ser ignorado o admirado.
Quien esto escribe se queda con la segunda opción y comprende la fuerte
influencia de este trabajo en la composición moderna para cine.
“Al fin y al cabo,
somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.
(Eduardo
Galeano)
Aydin
(Haluk Bilginer), antiguo actor de teatro, regenta un pequeño hotel ubicado en
la Capadocia junto con su esposa, Nihal (Melisa Sözen), y su hermana divorciada,
Necla (Demet Akbag).
El
cineasta turco Nuri Bilge Ceylan se alzó con la Palma de Oro en el pasado
Festival de Cannes gracias a esta película de más de tres horas de duración inspirada
en tres historias cortas del escritor ruso Antón Chéjov. Sueño de invierno constituye un denso ejercicio de introspección
humanista, en el que unos personajes infelices van desnudando sus emociones de
manera progresiva impulsados por el contacto continuado al que les obliga su
aislamiento en un marco natural de rigurosas condiciones climáticas.
Básicamente,
el filme, punteado en ocasiones por el Andantino
de la Sonata en La mayor D. 959 de
Franz Schubert, se estructura a través de las largas, interminables
conversaciones que mantienen los diferentes personajes del relato en el
interior del hotel. Teniendo en cuenta lo escaso de la trama (no ocurre nada
relevante), su metraje resulta a todas luces desmedido, mientras que su contenido,
machaconamente discursivo, abusa de los diálogos en detrimento de la imagen. Creo
que el guión de Nuri Bilge Ceylan y su mujer, Ebru Ceylan, con interesantes
reflexiones en torno a la condición humana, funcionaría perfectamente sobre las
tablas de un teatro; pero dudo que lo haga como obra estrictamente cinematográfica.
La teatral puesta en escena del turco, redundante en interiores y de claras
reminiscencias chejovianas, tampoco ayuda demasiado al ya de por sí estático libreto.
Son muchos los temas que se tocan (las diferencias de clase, el rencor, la
madurez, el vacío existencial, la soledad, el orgullo…), pero en ninguno de
ellos se ahonda con la profundidad necesaria. Por otra parte, en el plano
técnico y visual, no encontramos hallazgo alguno más allá de la hermosa dirección
de fotografía de Gökhan Tiryaki. Una lástima que el autor de Lejano (Uzak, 2002), cuyos trabajos anteriores destacaban principalmente por
su exquisito tratamiento estético, no haya sabido aprovechar la belleza
prístina que le proporcionaba el paisaje de la Capadocia.
Permítanme
que concluya mi reseña aludiendo (otra vez) a Antón Chéjov, quien consideraba
que las obras de arte se dividían en dos categorías: las que le gustaban y las
que no. Pues bien, yo incluyo a Kis
uykusu entre las que no me gustan. Una gran decepción.
“Todos
los hombres están locos y, pese a sus cuidados, sólo se diferencian en que unos
están más locos que otros”.
(Nicolás
Boileau)
1855.
Mary Bee Cuddy (Hilary Swank), una ruda solterona, se hace responsable del
traslado de tres mujeres que han perdido la razón desde Nebraska hasta Iowa. En su ardua tarea le ayuda George Briggs (Tommy Lee Jones), un granuja al que salva la vida.
Sólido
western con aroma clásico que supone
el segundo largometraje del veterano Tommy Lee Jones tras la notable Los tres entierros de Melquíades Estrada
(The Three Burials of Melquíades Estrada,
2005). La película, con guión de Kieran Fitzgerald, Wesley A. Oliver y el
propio Lee Jones, adapta la novela homónima de Glendon Swarthout. The Homesman es un relato itinerante que
aborda temas como la locura, la generosidad para con los demás, la redención o
los prejuicios de clase.
Una
vez hecha la presentación del personaje de Hilary Swank, una granjera solitaria
venida del este a la que desespera no encontrar marido (un pretendiente la
rechaza por considerarla “ruda y mandona”),
la locura aparece en el filme como si de una plaga bíblica se tratase. Tres
mujeres del mismo condado, Arabella Sours (Grace Gummer), Gro Svendsen (Sonja
Richter), y Theoline Belknapp (Miranda Otto), se vuelven locas a consecuencia de
las duras condiciones de vida que llevan los pioneros del oeste. Sus
respectivos maridos no pueden ni quieren cuidarlas, por lo que la comunidad
decide que deben ser trasladadas a una iglesia metodista de Iowa que ha
aceptado hacerse cargo de ellas. Mary, probablemente impulsada por lo vacío de
su existencia, y George, al que ésta libera de la horca a cambio de que la
acompañe, serán quienes guíen el carromato a lo largo de varias semanas en las
que tendrán que afrontar peligros varios, desde la crudeza del frío invierno
hasta los vaivenes mentales de sus particulares pasajeras, pasando por la
aparición de indios o de algún que otro desalmado con ganas de meter baza. Toda
una odisea westerniana, en definitiva, la que nos ofrece The Homesman.
La
narración fluye con serenidad, destacando su mirada desencantada hacia los acontecimientos
que expone. Hay humor en la cinta, pero no oculta un tono general marcadamente
melancólico y desmitificador. Tanto Tommy Lee Jones como Hilary Swank están magníficos en sus respectivos roles, aunque a esta última ya le empieza a
pesar el hecho de interpretar siempre papeles con registros muy similares. Por
otro lado, gran fotografía crepuscular del mexicano Rodrigo Prieto.
The Homesman,
un estupendo western que los amantes
del género sabrán apreciar. Pienso que Tommy Lee Jones debería ponerse más
veces detrás de las cámaras.
“Un buen día, echando la vista atrás, se dará usted cuenta de que estos
años de lucha han sido los más hermosos de su vida”.
(Sigmund
Freud)
Sandra
(Marion Cotillard) tiene un problema: tras salir de una depresión va a ser
despedida. Sus compañeros de trabajo, obligados a elegir entre una prima
individual y la continuidad de su compañera, han decidido votar
mayoritariamente en favor de lo primero. A Sandra le queda por delante un fin
de semana para convencerlos de lo contrario.
Los
hermanos Dardenne, máximos exponentes del drama social contemporáneo, no son
ajenos a la crisis económica que afecta a media Europa. El recorte de personal
también ha llegado a su cine, tal y como demuestran en Deux jours, une nuit, otra gran obra que añadir a su cada vez más
imprescindible filmografía. La película narra el tour de force llevado a cabo por su protagonista, una enorme Marion
Cotillard, a lo largo de un fin de semana. Dos días y una noche para convencer al prójimo de que a veces resulta más satisfactorio
hacer algo por los demás que por uno mismo. No lo tendrá fácil en su ordinaria
odisea, puesto que corren tiempos difíciles para todos (para los de siempre, en
realidad), lo que fomenta el egoísmo en detrimento de la filantropía.
Estos
realizadores belgas nacidos en Lieja durante la década de los cincuenta, tan
parecidos en lo físico que cuesta distinguirlos, son tan buenos que, a
diferencia de Robert Bresson, por citar un ejemplo, no necesitan prescindir de
los actores para otorgar verosimilitud a las historias que cuentan. Podríamos
definir a sus películas, si se me permite la licencia poética, como fragmentos
de vidas rotas que tratan de recomponerse ante la objetiva mirada del
cinematógrafo (he aquí un término puramente bressoniano). Rara vez emiten
juicios de valor, limitándose a filmar la realidad que los rodea. En Deux jours, une nuit, los autores de Rosetta ofrecen al espectador los
argumentos que justifican la actitud de cada una de las partes. Es normal que
Sandra luche por conservar su puesto de trabajo, del que depende la estabilidad
de su familia, como también es normal, al menos hasta cierto punto, que algunos
de sus compañeros no quieran renunciar a una prima de mil euros dado que les
cuesta llegar a fin de mes. El dilema, aunque simple, está brillantemente
planteado e invita a la reflexión. ¿Qué haríamos nosotros si fuésemos Sandra, o
si, por el contrario, estuviéramos en el lugar de sus compañeros?
A
lo largo del filme, Marion Cotillard irá experimentando diferentes emociones (todas
las que caben entre la esperanza y la desesperación) en función de la actitud
que los demás muestran ante su problema. La dimensión psicológica de su
personaje, casi siempre presente en pantalla, está muy conseguida, sin que por
ello se obvie realizar apuntes sobre la situación familiar que determina la
decisión de sus distintos compañeros.
Los
Dardenne priman el uso de la cámara de mano, narrando con maestría y
prescindiendo por completo de la música extradiegética. La sencillez es la
marca de la casa.
En
conclusión, una de las mejores películas de este 2014. Muy grandes los Dardenne.
“Por severo que sea un
padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su
padre”.
(Enrique
Jardiel Poncela)
Dos
hermanos adolescentes, Andrei (Vladimir Garin) e Ivan (Ivan Drobonravov), ven
alteradas sus vidas con el regreso a casa de su padre (Konstantin Lavronenko)
después de doce años de ausencia.
Impresionante
ópera prima del realizador ruso Andrei Zvyagintsev premiada con el León de Oro
en el Festival Internacional de Cine de Venecia. Vozvrashchenie, doloroso drama paterno-filial, constituye uno de
los mayores logros de la cinematografía europea de la pasada década. Sus
poderosas imágenes, grabadas de manera indeleble en la retina del espectador,
le valieron a Zvyagintsev ser equiparado con el mismísimo Andrei Tarkovsky, con
quien, además de nombre y patria, comparte cierto sentido poético-simbólico de la
imagen. Al igual que el autor de Stalker,
Zvyagintsev realza la textura de los materiales que aparecen en pantalla, capta
con agudeza los sonidos de la naturaleza y utiliza el travelling como uno de los instrumentos esenciales de su
caligrafía.
La
película se abre con la fantasmagórica estampa de una barca hundida en el fondo
del océano. Esta primera imagen adquiere su significado al final, una vez se
haya completado el visionado de la obra. Zvyagintsev estructura la trama a lo
largo de casi una semana, dividiendo en episodios la acción correspondiente a
cada día (domingo, lunes, martes, miércoles…). El regreso es una road movie,
puesto que durante gran parte de su metraje vemos a los personajes desplazándose
de un lugar a otro sin saber exactamente hacia dónde se dirigen. Este viaje que
llevan a cabo el padre y sus dos hijos por los bellos parajes del norte de
Rusia (portentosa fotografía en tonos ceniza de Mikhail Kritchman), supone la
premisa argumental sobre la que el realizador de Novosibirsk va levantando una
empalizada de emociones y sentimientos que irán ganando en intensidad conforme
transcurran los minutos. Frente a la severa figura del progenitor, al que
Zvyagintsev presenta tumbado en la cama cual Cristo muerto de Mantegna, y del que apenas sabemos (ni sabremos)
nada, cada hijo opta por mantener una actitud diferente: la condescendencia de
Andrei, el mayor, en contraposición con la rebeldía de Ivan, el pequeño y más
rencoroso, y, por tanto, el principal foco de las tensiones que surjan.
Antes
de que el filme se cierre con una recopilación de fotografías en blanco y negro
tomadas por los dos chicos a lo largo del viaje, en las que se muestran escenas
inéditas del camino recorrido, el espectador habrá asistido a una concatenación
de secuencias donde la brillantez formal funciona como vehículo al servicio de
su mítico sentido narrativo.
Inicio
preparativo y esquemático del genial compositor ruso para esta producción
fascinante. No es un comienzo arrollador ni meticuloso en estructura
compositiva, pero sí en intención de lo que la música nos va a deparar veinte
minutos después. Pequeña introducción descriptiva de los campos de batalla para
presentarnos, en seguida, la directa y melódica canción a coro que, en años
posteriores, tanto se usará, en similar tipología, en filmes de todo estilo. Es evidente la importancia
e influencia de Prokofiev en la música de cine y, concretamente, de su Alexander Nevsky. Por tanto, un comienzo sencillo y que nos lleva al
carácter heroico (que no beligerante) de
la obra y que nos marca un pequeño y curioso detalle: los temas cantados, a
modo de obra coral clásica, aparecerán fuera de diálogos y en escenas de
multitudes, como si éstas fueran las voces que entonan directamente cánticos de
esperanza por vencer, por vivir incluso.
Alexander
Nevsky no es una película de lucha y batalla; lo es de sentimientos que
brotan de una situación que sí las contiene, aunque sintetizadas todas en un
único choque final, en el lago Peipus. La prueba la tenemos en la ausencia de
secuencias bélicas que son sustituidas hábilmente por la descripción musical
que Prokofiev efectúa mediante los temas cantados a coro, que acompañan al
llamamiento heroico del levantamiento de Rusia y su poder frente a los
enemigos. Estructurados como ‘’marchas’’, varias veces aparecen igualmente
apoyando imágenes de comitivas de ejércitos o campesinos, como es el caso de la
llegada del Príncipe a la ciudad de Novgorod, un alarde de bravos y políticos
discursos, como lo es sin duda la música que acompaña. Compositor y director
van alentando al espectador a no padecer por la pugna en sí, sino engrandecer su estado de ánimo por el
optimismo hacia la futura victoria. Interesantísimo aspecto: no se lucha; se
siente. Y qué mejor que, para este fin, los fragmentos más comerciales del gran
compositor, dejando la calidad de la partitura para secuencias trascendentales
como la que a continuación analizaré.
Hasta ahora, la historia se ha
basado en los diálogos y presentación de la trama que, aparte del inicio musical
nombrado, no presta ninguna importancia a la partitura. Llega la secuencia, de
unos ocho minutos, de la muerte del pueblo de Pskov. La música hace su
aparición de forma arrolladora, magnífica y poderosísima, incluso más que en la
exquisita batalla del lago. El
compositor maneja el tiempo de la escena absolutamente y adopta la actitud de
narrador puro de lo que vemos. Los cambios de registros son continuos. Las
melodías: firmes; el mensaje: claro. Pskov muere a manos de los invasores.
Imagen y música son la unión de un firme y último objetivo: agrandar la figura
de Nevsky por encima de todo y de todos. Las tragedias van sucediendo al tiempo
que Alexander descansa y espera su momento. Magnífico trabajo de Prokofiev en
este capítulo, a mi entender la parte más importante de la composición ya que
reúne los conceptos musicales completos de la obra de Eisenstein.
Cuarenta y cinco minutos de metraje.
El enemigo de Nevsky se reúne, preparando la contienda. Suena de nuevo el tema
coral, variado por las manos, ahora en situación real de pantalla, de una
tipología de monje oscuro y misterioso, al órgano en mitad del campo y
presenciando y decorando lúgubremente la secuencia de los luchadores. Vestido
drásticamente de negro y siendo las notas que toca los graves del tema de la
partitura que suena, el hombre de faz aguileña observa la estampa: los hombres
que se disponen a luchar (morir) y los
árboles que tímidamente son movidos por el viento. Es la muerte, que sonríe
sarcásticamente viendo partir a los hombres y que al final de la película
perecerá (curiosamente, la muerte).
La primera vez que no suenan los
coros en una secuencia de multitud es alrededor de la hora de metraje y cuando
ya los guerreros están en el frente, dispuestos a la batalla. La orquesta es la
que toma el mando y la heroicidad e idealismo previos quedan atrás. Ya no es
hora de sentimentalismo y Prokofiev lo demuestra a la perfección; es momento de
tensas miradas y esperas. Todo esto, a priori, resulta sencillo. No lo es;
tengamos muy en cuenta la fecha en que la obra se hizo, los años treinta, el
inicio de la formalización de la música como elemento importante en el cine. Es
ahora cuando nace la sincronización de las partituras con las imágenes que el
espectador ve, de ahí la influencia de compositores que se afianzan en esta
década y que serán ejemplo a seguir por las generaciones venideras.
El avance de las tropas germanas,
en la ya iniciada batalla del lago, es, musicalmente hablando, exquisito.
Cualquier estudioso de la música del séptimo arte adivinará, en las notas
sencillas y precisas de la orquesta, una influencia absoluta en las
tonalidades, estructuras y ambientaciones de las bandas sonoras, incluso, de
hoy día. El giro que se produce, entre sonoridades oscuras y tensas, hacia
consideraciones tragicómicas es impactante para el oyente que ve ahora la
secuencia (quizá no tanto para el espectador genérico, que seguirá impaciente el
cabalgar de los caballos y el levantamiento de lanzas, inmerso en la historia
tal como pretenden director y compositor). Este matiz (a modo de curioso
sainete), de inmediato, se esconde hábilmente entre los instrumentos de viento
y los violines, configurando el aspecto final y global del tema musical del
inicio del enfrentamiento bélico. Ha sido un toque exquisito de inteligencia
musical que nos lleva a instantes como los del monje organista, las
‘’carnavalescas máscaras’’ con las que se cubren los guerreros o el estilo de
forma de la película, muy próxima al cine mudo. Un detalle casi imperceptible
pero que hace disfrutar como nunca a cualquier amante de la música y su manejo
dentro del cine.
Sergei Prokofiev.
Detalle imperceptible que suscita
el entusiasmo a los pocos minutos. La batalla continúa y Nevsky aguarda su
turno, junto a los suyos. Decide atacar. Es entonces cuando el salto artístico
de la partitura es brusco e intenso. Ese cierto aire cómico al que alude el
ligero guiño mencionado se transforma, abruptamente, en el tema fundamental de
la forma que adopta ahora el compositor para narrar la batalla. El ataque del
Príncipe y los suyos ya no es apoyado por estructuras lineales y dramáticas;
ahora es narrado directamente por un frenesí burlesco de calidad envidiable. Es
el reflejo fiel de la imagen que el director va formando en pantalla: un caos
de guerreros, objetos y formas.
La recomposición de partitura e
imagen a una figura dramática vuelve cuando las tropas germanas se rehacen y
forman de nuevo posición de ataque. Abandonamos el caos de la batalla cuerpo a
cuerpo y Prokofiev se desliga de la comicidad de sus notas, regresando al tema
dramático principal. La habilidad narrativa y estilística es asombrosa tanto de
director como de músico y ambos crean un variopinto escenario de cambios y
vaivenes que dominan a su antojo.
Encontramos un detalle interesante
en mitad del combate y que nos va a mostrar con claridad el carácter global de
la narración de la partitura; Prokofiev no cuenta la historia matizando
imágenes y acompañando pormenores de lo que ocurre; lo hace yéndose a la
sensación general que nos transmite lo que va aconteciendo, como es ese adorno
tragicómico mencionado y que, en el momento de un asesinato en primer plano, no
deja de escucharse. Vemos cómo clavan una espada en el pecho del guerrero pero,
si bien el director nos lo muestra, el músico nos sigue dejando claro que lo
que está sucediendo no es sino cientos de acontecimientos similares, englobados
en su loca partitura y elimina toda posibilidad de encumbrar el homicidio con
otro tipo de melodías que lo individualicen.
El final de la contienda es de una
gran belleza. La partitura se inicia con un tema de amor delicado y concluye
con la ya típica estructura musical y escénica cambiante, ultimando los mensajes
finales de patriotismo entre silencios y atmósferas orquestales sencillas.
Resumiendo, una obra cumbre de los inicios de la música en el cine cuya
influencia en creaciones posteriores fue muy importante, llegando a reflejar
gran influjo, incluso, en la actualidad. Sonoridades cercanas a proyectar cine
mudo (fue la primera película sonora del director), estilos próximos a la
música clásica en la que se movía Prokofiev y una mezcla de modos sencillos y
comerciales con otros inmersos en la locura del ir y venir escénico-musical que
otorgan a la obra un valor importantísimo.
“Y descendieron sobre
la tierra para reforzar sus huestes”.
Camiel
Borgman (Jan Bijvoet), una especie de vagabundo que vive bajo tierra, huye de tres
tipos que quieren matarlo, yendo a parar a la puerta de una lujosa vivienda
donde reside la familia Schendel.
Mejor
película en el Festival de Sitges 2013, Borgman,
del realizador holandés Alex van Warmerdam, es una enigmática alegoría sobre
los miedos y deseos que anidan en lo más profundo de la conciencia altoburguesa.
Sin esforzarse por disimular la influencia de títulos como Teorema (ídem, 1968), de Pier Paolo Pasolini, o Funny Games (ídem, 1997), de Michael
Haneke, el filme que nos ocupa adquiere alma propia gracias a su curiosa,
inquietante mezcla de comedia negra, drama familiar y thriller psicológico. Borgman
está hecha del mismo material con el que se tejen las peores pesadillas.
El
arranque de la cinta es bastante surrealista; tres individuos, uno de ellos
sacerdote, se arman hasta los dientes y se adentran en el bosque en busca de su
presa, que resulta ser Borgman, quien descansa tranquilamente en su particular
madriguera bajo tierra. Alertado por la llegada de los “cazadores”, nuestro
singular protagonista consigue escapar, avisando a un par de camaradas suyos
(uno de ellos es el propio Alex van Warmerdam) que también se esconden bajo
tierra en otras zonas del bosque. Borgman llega a una gasolinera, en cuyos
baños se acicala un poco antes de emprender su entrada al “mundo real”. Un
lujoso barrio residencial lo espera. Llama a una puerta: “Buenas tardes, señora. Me pregunto si podría bañarme aquí. Estoy algo
sucio”. Portazo por respuesta. Segundo intento, esta vez en casa de los
Schendel. Abre el marido, Richard (Jeroen Perceval). ¿Qué pasará?
La
película se integra dentro del llamado subgénero “home invasion”, donde un extraño
suele instalarse en domicilio ajeno alterando con su sola presencia la estructura
familiar hasta que termina desestructurándola. Borgman no es una excepción a lo dicho, aunque en este caso el
intruso contará con el inesperado consentimiento de la señora Schleden, Marina
(Hadewych Minis), la cual experimenta una extraña atracción hacia la figura del
recién llegado.
De
impecable factura visual, el trabajo de Warmerdam sorprende por sus repentinos estallidos
de violencia y su carácter abiertamente enigmático. Porque, ¿quiénes son en realidad Camiel Borgman y sus compinches? ¿Poseen poderes sobrenaturales? ¿Son
los representantes del mal en la Tierra? ¿Conforman una suerte de organización
delictiva que pretende restaurar la justicia social? Juzguen ustedes mismos. Yo, por mi parte, les recomiendo su estimulante visionado.