“Una es demasiado y
cien no son suficientes”.
Don
Birnam (Ray Milland) es un aspirante a escritor cuya desmesurada afición por la
bebida, le hace llevar una existencia fracasada a pesar de los esfuerzos de su
novia, Helen (Jane Wyman), y su hermano, Wick (Phillip Terry), por sacarlo del
pozo en el que vive.
La
industria de Hollywood miraba por vez primera y de frente al drama del
alcoholismo con este soberbio título de Billy Wilder que se alzó con cuatro Premios
Óscar (Mejor película, Mejor director, Mejor actor y Mejor guión adaptado).
Cualquier filme posterior sobre el alcoholismo u otra adicción, sea cual sea, bebe
directamente de The Lost Weekend, una
película cruda, a ratos pesadillesca, que retrata de manera sórdida la
decadencia física y moral de su atribulado personaje principal (memorable composición
de un Ray Milland capaz de beberse hasta el Misisipi si este portase whisky).
La
cinta se abre con una panorámica de la ciudad de Nueva York, seguida de un travelling con grúa que se aproxima a
una de las ventanas del apartamento de Don. O mejor dicho, de su hermano Wick. El
protagonista está haciendo el equipaje, puesto que se dispone a pasar un fin de
semana en el campo, alejado de las tentaciones mundanas en forma de botella. No
obstante, su comportamiento, inquieto y malhumorado, denota que algo no va
bien, pese a que diga que lleva ya diez días sin probar una sola gota de
alcohol. Pronto sabremos qué le pasa. Y es que, mientras manda a su hermano a
buscar su máquina de escribir, esa que no utiliza desde los tiempos de la
universidad, se lanza hacia la ventana y comienza a tirar de una cuerda en cuyo
extremo, situado en la parte externa del edificio, hay bien acordonada una botella
de whisky. Quiere guardarla en la maleta, pero Wick vuelve enseguida y no le da
tiempo a hacerlo. Poco después llega Helen, su novia, quien le da unos consejos
de cara a los días que va a pasar fuera. A Don, que parece no escuchar lo que
le dicen, se le ve cada vez más incómodo, así que intenta deshacerse de los dos
para llevar a cabo su cometido. Sin embargo, el plan le sale mal, ya que cuando
ambos están a punto de marcharse, el hermano descubre el extremo de la cuerda
en el alféizar de la ventana. Con esta secuencia inicial, Billy Wilder y
Charles Brackett, autores del guión que adapta la novela homónima de Charles R.
Jackson, además de presentar a los principales personajes, exponen el motor
dramático de la trama, que no es otro que la adicción al alcohol de Don. Una
adicción que, como se ha visto, le hace mentir incluso a sus seres queridos.
Mucho más tarde descubriremos que también es capaz de robar y humillarse en
público a causa de la misma.
La
acción se desarrolla a lo largo de un fin de semana, aunque Wilder nos muestra
los orígenes de los problemas de Don (muy original el primer encuentro entre
éste y Helen en el recibidor de la ópera) mediante un par de flashbacks muy bien integrados dentro de
la narración. Asimismo, es preciso subrayar tanto la fotografía en blanco y
negro de John F. Seitz como la partitura del gran compositor húngaro Miklós
Rózsa.
Entre
las secuencias a recordar, destacaría, por encima de las demás, el angustioso y
conmovedor paseo de Don a través de la Tercera Avenida en busca de una tienda
de empeños donde conseguir algo de dinero por su vieja máquina de escribir.
Para su mala suerte, al final descubre que todas están cerradas debido a la
festividad judía del Yom Kipur.
Clasicazo.