Ciudad de San Francisco. “Scottie” Ferguson (James Stewart), experimentado detective que padece acrofobia, decide retirarse tras un desgraciado incidente que le cuesta la vida a un compañero durante un acto de servicio. Gavin Elster (Tom Helmore), un antiguo colega de estudios, lo contrata para que siga a su bella esposa Madeleine (Kim Novak), la cual parece poseída por el espíritu de su bisabuela.
Tratar de escribir sobre Vértigo, una de las obras más hermosas, complejas, fascinantes e influyentes de la historia del cine, me parece una verdadera temeridad; y es que no creo que existan reflexiones o análisis que puedan condensar, ni siquiera de un modo ínfimo, la sabiduría cinematográfica que desprenden todas y cada una de las hipnóticas e imborrables imágenes que la conforman.
Nos encontramos, qué duda cabe, ante el mejor y más personal filme de Alfred Hitchcock; aquel en el que el maestro inglés plasmó, como en ningún otro, sus más profundas obsesiones y querencias. Está basado en la novela D´entre les morts de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, aunque en donde realmente bebe su espíritu es en algunos de los relatos de Edgar Allan Poe, uno de los escritores favoritos del autor de Rebeca. Al conocedor de la obra del literato de Boston, no le resultará complicado hallar en la cinta que ahora nos ocupa claras reminiscencias de textos como Ligeia, El retrato oval o Berenice.
La película posee una estructura narrativa helicoidal, con dos partes claramente diferenciadas que, en términos de espacios y situaciones, suponen una reiteración. La primera de ellas se atiene a las constantes del relato gótico, con aparentes presencias fantasmales, una mujer misteriosa, referencias a leyendas del pasado, cementerios neblinosos y construcciones de otra época. Durante esta parte, el personaje de James Stewart se enamorará perdidamente de una fantasía, ya que la Madeleine que él ve no existe realmente. Existen la verdadera Madeleine y Judy, pero no la Madeleine, mezcla de ambas, que se crea en su psique. “Scottie” queda preso de esa ilusión, de modo que aunque la acción avance, su mente permanece anclada al pasado. Es por ello que la segunda parte del filme, no es sino una repetición de la primera, un tránsito aletargado y cuasi onírico por aquellos lugares y rincones que le recuerdan a su amada.
La forma espiral o circular, símbolo de la patológica y mórbida obsesión amorosa que sufre el protagonista, está presente a lo largo de todo el metraje: el ya mítico torbellino que aparece en los extraordinarios títulos de crédito iniciales diseñados por Saul Bass, la sensación de vértigo y mareo que acucia a “Scottie” (todo el mundo que haya padecido esta molesta enfermedad sabrá a lo que me refiero), las escaleras que ascienden al campanario, el moño que lucen Madeleine y su bisabuela Carlotta, el ramo de flores que portan ambas, el travelling de 360 grados que Hitchcock utiliza en una determinada escena… Todo remite al círculo, la forma geométrica perfecta, en Vértigo.
Técnicamente es una película brillantísima, se diría que sus ciento veinte minutos de duración contienen todo el saber fílmico. Si en verdad alguien quiere saber lo que es el cine, que vea Vértigo, que la vea una y otra vez. De entre los mil y un recursos usados por el maestro del suspense, destacaría el efecto del vértigo que consiguió mediante la combinación de un zoom con un travelling de retroceso. Un innovador y genial truco de cámara del que posteriormente se valdrían decenas de directores, entre ellos el Steven Spielberg de Tiburón o el Peter Jackson de El señor de los anillos.
Con respecto a las influencias puramente cinematográficas que Hitchcock debió tener en cuenta a la hora de configurar esta rotunda obra maestra, cabe citar al Buñuel de Él (la cinta del genio de Calanda es citada visualmente en más de una ocasión), al Lang de Perversidad y al Preminger de Laura.
El gran James Stewart y una felina y huidiza Kim Novak, realizan las que probablemente sean las interpretaciones más logradas de sus respectivas carreras. Mención aparte merece la embelesante partitura de Bernard Herrmann, cuyo talento compositivo se elevó aquí a la enésima potencia, ofreciéndonos una de las mejores bandas sonoras de todos los tiempos.
Considero que no hay mejor forma de finalizar el comentario, que reproduciendo unos versos de Charles Baudelaire, el poeta romántico y maldito por excelencia. Su Himno a la belleza, bien podría estar dedicado a Madeleine/Judy o a cualquiera de las mujeres fatales que, en el séptimo arte, nos han subyugado aun a sabiendas de que tras sus delicadas facciones, se escondían los más oscuros y dañinos propósitos:
¿Vienes del hondo cielo o del abismo sales
Belleza? Tu mirada, infernal y divina,
confusamente vierte los favores y el crimen,
y por esto podrías al vino compararte.
En tus ojos contienes la aurora y el ocaso;
cual tormentosa noche tú derramas perfumes;
tus besos son un filtro y un ánfora tu boca
que al niño envalentona y acobardan al héroe.
¿De negra sima sales o de los astros bajas?
Tus enaguas, cual perro, sigue hadado el Destino;
vas al azar sembrando la dicha y los desastres,
y todo lo gobiernas y de nada respondes.
Caminas sobre muertos, Beldad, de los que ríes;
el Horror, de tus joyas no es la que encanta menos,
y entre tus más costosos dijes, el Homicidio
en tu vientre orgulloso danza amorosamente.
La cegada polilla vuela hacia ti, candela,
crepita, brilla y dice: bendigamos tal llama
Jadeando el amante sobre su hermosa, el aire
tiene de un moribundo que acaricia su tumba.
¿Qué vengas del Infierno o del Cielo, qué importa,
¡Belleza! ¡Monstruo enorme, ingenuo y espantoso!
Si tus ojos, tu risa, tu pie me abren la puerta
de un infinito al que amo y nunca he conocido?
De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa, si tú –hada de ojos de terciopelo-
vuelves –ritmo, perfume, luz, ¡oh mi única reina!-
menos horrible el mundo, los instantes más leves?