Por Antonio Miranda.
Partitura
poderosa, fastuosa y orgánica. La composición que el genio estadounidense obró
para esta mítica película en el mundo de la aventura y los efectos especiales
fue de un esplendor estructural envidiable. Organizada en un binomio que ahora
veremos y terminada acechando al surrealismo musical, el genial artista
confecciona una textura de movimiento de notas y sensaciones pocas veces visto.
Ejemplo del riesgo que un ‘’dios’’ real, de carne y hueso y no como los de la
película que tratamos, transforma en veracidad y arte.
El
filme se inicia con una introducción musical (también argumental) exquisita en
la que Herrmann opta por la presencia continua en un ir y venir de detalles en
los que, sin tregua, él está presente. Desde la acción trepidante hasta la
inquietud dramática (rotundamente instrumentada por los vientos solistas), el
genio de ‘’Vértigo’’ emplea una sutilidad encomiable y la habilidad de un
espadachín maestro que hiere con extrema rapidez (y sin ser visto) al enemigo
inquieto. Las formas, idas y venidas de la música durante los diez primeros
minutos son ejemplo a seguir por cualquier estudioso (inicial, medio o
avanzado) sobre cómo adaptar una obra a otra, ya sea cual fuere la vertiente artística
a trabajar.
Cumplida
la primera media hora, enrolados los griegos hacia el fin del mundo en busca
del vellocino de oro para así recuperar Jasón su trono, Herrmann ya ha asentado
la base absoluta de su trabajo. La vertiente narrativa es total y, de forma
inteligente, la adorna sin tapujos mediante la capa gruesa que forma con el
tema principal, poderoso y firme: como los dioses. Nos damos cuenta ahora,
sobre todo durante la escena que cierra este primer tercio comentado (en la que
Jasón pide ayuda a la diosa Hera, que le conduce bajo su consejo hacia una isla
salvadora) los dos lados de la música, paralelos a los de la historia: la
partitura narrativa se adhiere fielmente a la muchedumbre humana; la
composición principal (el tema y sus versiones) nos refleja el poder y la
presencia de los dioses. Esta identificable teoría quedará inmediatamente
reforzada por la magnífica secuencia del gigante Talos atacando la nave de
Jasón, una composición de la misma estructura poderosa, binaria y ‘’tosca’’ que
el tema principal, asociándose así, definitivamente, al mundo de los dioses. La
regrabación de la partitura original de Bernard Herrmann, en el año 1999, por
Bruce Broughton y la ‘’Sinfonia of London’’, nos hacen percibir la grandiosidad
del tema (y del resto de la partitura en su escucha aislada) durante la
secuencia que comentamos y ofrece, en calidad digital, un deleite
‘’exacerbado’’ de toda la genialidad de esta composición maestra.
La
figura de Hércules es importantísima en la partitura de ‘’Jasón y los
argonautas’’. Su trascendencia, pocas veces tan crucial en una composición,
radica en el ‘’no uso’’ del elemento músico-humorístico. Hércules mantiene,
durante la primera mitad del metraje, un punto de humor bien reconocible.
Herrmann (y, sin duda, Don Chaffey, el director) opta por no remarcar este
matiz, pocas veces visto en pantalla por un músico y que comercializaría
directamente con la gracia fácil del espectador, punto éste de un horror
marcado cuando lo presenciamos, asombrados, en una sala de cine y bajo la
carcajada hiriente del público asistente, que no hace sino reír y reír y
convertir el momento en algo ridículo. Herrmann no suena nunca y transforma
estos instantes en interesantes apuntes. Gran detalle, casi imperceptible, en
una obra atractivísima.
La
parte final, cuyo epicentro reside en la escena en la que Jasón y los suyos
consiguen el vellocino de oro y escapan, musicalmente hablando no se estructura
en torno a un esquema fácil de escuchar; es más, la partitura llega a alcanzar
un nivel tan alto y extraño para una película de aventuras que el espectador
más relajado podría sufrir una especie de ataque musical, fruto del incesante
movimiento de las notas por tonalidades nada fáciles al oído y sí cercanas a un
ambiente atonal histriónico. Herrmann crea un desenlace narrativo excepcional y
mezcla los dos ámbitos antes indicados, el terrenal y el divino, en un
movimiento sinfónico surrealista de vientos, orquesta, pausas y ritmos y que va
a encontrar su colofón merecido en la pieza última, la escena ya gloriosa en la
que Jasón lucha contra los esqueletos y que el músico se encarga de adornar con
una paleta de colores musicales tan variados como nuestra percepción es capaz
de captar, origen en cada uno de los movimientos, personajes y detalles que aparecen,
desde la comicidad de las criaturas (mediante la recreación de los huesos con
los instrumentos de percusión de madera) hasta el amor, pasando igualmente por
la narración directísima de una lucha.
En
definitiva, obra para recordar, enmarcar y disfrutar dentro de una película
entrañable pero que se aleja, en muchos de sus momentos importantes, de los
cánones de la música de aventura sin dejar, gracias a la maestría de Herrmann,
de representarla.