Nace 'Esculpiendo el tiempo 2.0'.
A partir de ahora, el nuevo contenido del blog se publicará directamente en https://esculpiendoeltiempo.com/
Pather Panchali (La canción del camino) (Pather Panchali, 1955) de Satyajit Ray.
“No haber visto una
película de Satyajit Ray, es como no haber visto nunca el sol o la luna”.
(Akira
Kurosawa)
Pather Panchali, primera entrega de la llamada trilogía de Apu, narra
las vicisitudes de una familia pobre bengalí en un entorno rural.
Normalmente,
cuando se habla de neorrealismo en el cine, suele pensarse sólo en la
cinematografía italiana y en autores como Vittorio De Sica, Roberto Rossellini
o Luchino Visconti. Sin embargo, hacer esto supone simplificar un movimiento
cinematográfico (uno de los más importantes e influyentes de la historia) del
que surgieron ejemplos en medio mundo después de la Segunda Guerra Mundial y de los procesos de descolonización iniciados a mediados del siglo pasado. Por
tanto, no debemos considerar al neorrealismo como el fruto artístico de una
coyuntura nacional concreta, sino como la consecuencia de una situación
socioeconómica generalizada a nivel planetario. Si la Primera Guerra Mundial
generó una serie de monstruos en el subconsciente colectivo que terminarían
plasmándose a través del expresionismo surgido en Alemania, la Segunda, de resultados aún más
destructivos en el plano material y humano, despertó una conciencia de denuncia
social en los cineastas más comprometidos de su tiempo: los tres anteriormente citados en Italia, Jean Renoir en Francia, José Antonio Nieves Conde o Fernando Fernán Gómez en España, Luis Buñuel en México, Mikio Naruse o Keisuke Kinoshita en Japón, y el que ahora nos ocupa, Satyajit Ray, en la India.
Pather Panchali
es una película de enorme fisicidad, en la que la exuberante vegetación india
cobra una especial relevancia (la extraordinaria fotografía en blanco y negro
de Subrata Mitra recuerda mucho a la de Kazuo Miyagawa en Rashômon). Mediante el retrato del día a día de una familia que
malvive en la selva de Bengala, Satyajit Ray, a caballo entre el realismo documental, la
mirada poética y el humanismo, consigue plasmar una magistral reflexión en torno
al paso del tiempo y a las distintas etapas del ciclo vital, acotadas por los dos acontecimientos más importanes: el
nacimiento y la muerte. La familia protagonista del relato está compuesta
por Harihar (Kanu Bannerjee), el padre, una mezcla de sacerdote y poeta, tan ingenuo como fracasado, que a duras penas puede mantener a los suyos realizando
trabajos mal pagados, aquí y allá, que lo mantienen alejado del hogar durante largos períodos; Sarbojaya (Karuna Bannerjee), la madre, una mujer
trabajadora y de carácter fuerte que dedica todo su tiempo a intentar sacar adelante a
su casa y a sus hijos; Indir (Chunibala Devi), la anciana y caprichosa abuela, y uno de los
personajes más entrañables de la historia del cine; Durga (Runki Banerjee/Uma
Das Gupta), la hija mayor de Harihar y Sarbojaya, a la que vemos crecer y pasar de niña
a adolescente entre juegos y broncas de su madre por su condición de
ladronzuela; y Apu (Subir Banerjee), el pequeño de la familia: el personaje
central de la trilogía a la que se conoce precisamente por su nombre.
Ray,
en cuyo trabajo de dirección impera en todo momento el gusto por la composición de cada
plano y la integración del paisaje natural como un personaje más dentro de la
historia, muestra un gran interés por la captación de los sonidos, procedan
estos de la naturaleza o de la cercana vía de ferrocarril, metáfora de la
modernidad y de ese progreso económico que tanto se le resiste a la inolvidable
familia protagonista de esta obra maestra.
Soundtracks: El cerebro de Frankenstein (1969) de James Bernard.
Por Antonio Miranda.
Siete primeros minutos de partitura que afianzan esta
composición en una vertiente bien estudiada y, sin duda, fervientemente
descriptiva, lo que nos conduce a su práctica narración, al tiempo. Su calidad
es tan notable que el apoyo a las secuencias que van sucediéndose es vital como
ellas mismas.
Las apariciones de Bernard son
soberbias. Tras más de diez minutos de silencio (recordémoslo, tras una
introducción musicalmente frenética en la que la orquesta aplica una
inteligente simbiosis de los matices individuales que, apareciendo en pantalla
por separado, iban identificando a cada personaje en la escena de la primera
aparición del doctor Frankenstein), los vientos dibujan el rostro del doctor al
abrir la puerta su joven colega, Karl Holst, en busca del paquete que se le
había caído en la entrada de la residencia. No existe impacto alguno de cámara
ni efecto cinematográfico que ensalce el instante (lo hará minutos después un
zoom al rostro del doctor precisamente sin música; sin duda, Bernard ya había
‘’santificado’’ la situación con sus notas comentadas de esta primera aparición
frente a Holst). La secuencia (o, más bien, el momento) es extraordinaria
gracias a una ligera pincelada del maestro británico. Ejemplar y un
afianzamiento más, casi diría que el definitivo, de la figura extraña y oscura
del fugitivo doctor que se marca sobresaliente con el rostro de Frankenstein en
primer plano cerrando el momento. Una separación de música e imagen, cada una apareciendo
en dos instantes distintos pero unidas sin ninguna duda en el resultado final
que el director pretende ofrecer al espectador. Inteligentísimo.
La composición no está presente de
forma constante en la historia de ‘’Frankenstein must be destroyed’’; no
obstante, su impresión sí. La fuerza que tiene queda tatuada e imborrable en
cada momento y los detalles, cuando la escuchamos, dejan perplejo a cualquier
estudioso de sus apuntes: los dos doctores, ya inmersos en la búsqueda de nuevo
material quirúrgico, son descubiertos. La escena, no llegada la media hora, es
ejemplo del resto de la obra. Bernard aplica un motivo narrativo ligero que irá
balanceando según el director quiera mostrar personajes, instantes o
sensaciones. Él nunca lo abandonará y terminará la escena versionándolo, tras
la muerte del hombre, a un ritmo lento, cansino y absolutamente distinto a su
inicial. Realmente la complejidad de componer un momento mediante el empleo
único de un motivo musical es enorme y el mérito, incuestionable.
El clarinete y el oboe son los
instrumentos más importantes de la partitura. Dicho, queda clara su orientación
(de un cariz intrigante y mental más que terrorífico). Las escenas se
estructuran siempre en una dualidad marcadísima que el músico desarrolla sin
ningún tipo de restricción, sometiendo su música a las imágenes de una historia
que crece y se orienta más allá del simple horror como cliché del personaje. Su
culminación la encontramos en una secuencia maravillosa, ejemplo de cómo la
música ahoga, crece y rompe. Sin objeción: el instante artístico más alto de la
obra (aunque no el más complejo). Vayamos con él: suenan las cuerdas agudas,
adoptando el motivo principal, inquietante, que ya no cambiará en varios
minutos; Anna, la hermosa mujer que permanece con los doctores, está en su
habitación. Intuye algo y sale. Bernard cambia de los violines a los vientos
justo en ese instante; ahora recorre la escalera y los pasillos y el motivo
empleado adquiere una simetría al ya usado. Sale a los exteriores y, de nuevo,
un giro en el uso de instrumentos sin variar el tema de melodía. La partitura
evoluciona y gira con brusquedad a cada estancia que la joven recorre. No
resulta una secuencia importante en apariencia, pero sí su empleo y estructura
y el desenlace puntual que termina con el abuso del doctor Frankenstein hacia
la mujer cuando, solos en casa, entra en su habitación. Un final de secuencia
en el que el compositor trabaja más el tema que hemos mencionado y, siempre con
la dualidad comentada, bloquea lo que vemos y permite ir un poco más allá en la
figura, presencia e historia del malvado doctor.
La parte final, con el despertar
del ‘’monstruo’’ y el desenlace de todos los acontecimientos, se convierte en
el apogeo narrativo de Bernard para otorgar una movilidad de sucesos,
personajes y secuencias de altísimo nivel. El compositor nunca abandona el
cariz directo (y hasta simple) de una partitura en la que ahora, enlazando unos
segundos con otros, emplea sutilmente el tema principal entre una maraña
estructural (que no, como acabamos de indicar, compositiva) que le permite
identificar momentos y personajes una vez con una secuencia musical y, al instante,
con otra. Sobresaliente broche que todavía guarda un paso más: la sección grave
de las cuerdas surge por primera vez, poderosa y oscura, para acompañar las
intenciones del nuevo ser creado. Llegamos a percibir, fervientemente para el
estudioso, cómo los pasos del personaje, justo antes de entrar a la habitación
de la que fue su esposa, son delicadamente dibujados por las notas de los
instrumentos y de qué manera tan notable el compositor mantiene una pequeña
estructura cual minimalismo artístico en plena acción y que aglutina la
totalidad de elementos y recursos de una partitura en la que, si nos fijamos en
la mayoría de las secuencias, la variación continua hacia semitonos más agudos
es una de sus peculiaridades repetidas e identificativas. Composición, en
definitiva, de una forma simple que agudiza su complejidad en la parte final,
siempre habiendo mantenido una postura seria, firme, muy estudiada y con
instantes de verdadero nivel cinematográfico. Imprescindible en las
aportaciones del artista a las producciones de la Hammer.
Las 10 mejores películas protagonizadas por gais, lesbianas y transexuales.
"En sí, la homosexualidad está tan limitada como la heterosexualidad: lo ideal sería ser capaz de amar a una mujer o a un hombre, a cualquier ser humano, sin sentir miedo, inhibición u obligación".
(Simone de Beauvoir)
1. Mulholland Drive (Mulholland Dr., 2001), de David Lynch. Francia/Estados Unidos. 147 min.
2. El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), de Roman Polanski. Francia. 126 min.
3. Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren Tränen der Petra von Kant, 1972), de Rainer Werner Fassbinder. Alemania Occidental. 124 min.
4. Carol (ídem, 2015), de Todd Haynes. Reino Unido/Estados Unidos. 118 min.
5. Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), de Luchino Visconti. Italia/Francia. 130 min.
6. Bara no sôretsu (1969), de Toshio Matsumoto. Japón. 107 min.
7. Happy Together (Chun gwong cha sit, 1997), de Wong Kar-wai. Hong Kong/Japón/Corea del Sur. 96 min.
8. Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998), de Bill Condon. Estados Unidos/Reino Unido. 105 min.
9. Un año con trece lunas (In einem Jahr mit 13 Monden, 1978), de Rainer Werner Fassbinder. Alemania Occidental. 124 min.
10. Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, 2005), de Neil Jordan. Irlanda/Reino Unido. 128 min.
Café Society (ídem, 2016) de Woody Allen.
“La vida es una comedia
escrita por un autor sádico”.
Años
30. Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg) es un joven neoyorquino que se muda a Los
Ángeles con la intención de que su tío Phil Stern (Steve Carell), un poderoso agente de Hollywood, le proporcione trabajo. Allí, conoce a Vonnie
(Kirsten Stewart), la guapa secretaria de su tío, de la que no tardará en enamorarse perdidamente.
La
cita de este año con Woody Allen la constituye Café Society, un divertido y, a ratos, delicioso ejercicio de
melancolía cinéfila y vital, con el que el veterano autor de Manhattan (1979), tan ingenioso como de costumbre aunque quizá más liviano que en otras ocasiones, reflexiona en torno a temas como el paso
del tiempo, la industria del Hollywood dorado o las inextricables intermitencias
de ese sentimiento extraño y universal al que llamamos amor.
El
propio Allen, que hace las veces de narrador omnisciente, guía al espectador a
través de un relato caleidoscópico en el que, si bien el eje central es la
historia de amor entre Bobby y Vonnie, también hay tiempo para detenerse con
frecuencia en las vidas de los distintos miembros de la familia del
protagonista, destacando la subtrama gansteril relativa al hermano mayor (Corey Stoll) o las
hilarantes conversaciones de los dos progenitores (Ken Stott y Jeannie Berlin) en torno a la religión judía.
El uso del flashback resulta muy
recurrente a lo largo de los noventa y seis minutos de metraje, ya sea para
aportar información sobre los diferentes personajes o simplemente para ilustrar
situaciones previas que habían sido omitidas. Café Society, que supone un ejemplo de concisión narrativa, goza de
un ritmo trepidante al que sólo se le puede reprochar cierto abuso en la
utilización de la voz en off.
En
el apartado visual, nos encontramos con una elegante puesta en escena erigida
en determinadas ocasiones a partir de largos planos secuencia muy bien elaborados y
ejecutados. La preciosa y crepuscular dirección de fotografía del mítico Vittorio Storaro (Apocalypse Now, Novecento, El último emperador…) hace el resto.
Quizá
uno de los puntos más flojos de la película que nos ocupa, al menos en opinión de quien esto escribe, sea su reparto, donde todos
cumplen pero en el que ni uno solo sobresale.
Conclusión:
Woody Allen mantiene la forma a pesar de sus ochenta años. Su pasión por el cine continúa siendo admirable.
Más allá de las montañas (Shan he gu ren, 2015) de Jia Zhangke.
“Coged
las rosas mientras podáis; veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta”.
(Robert
Herrick)
Fenyang,
1999. Shen Tao (Tao Zhao) es pretendida por sus dos amigos de la infancia:
Zhang Jinsheng (Yi Zhang), un próspero propietario de una estación de gasolina,
y Liangzi (Jing Dong Liang), el humilde trabajador de una mina de carbón. Y
aunque siente cariño por ambos, Tao debe elegir con cuál de los dos desea compartir el resto de su vida.
Obra
casi mayor del cineasta chino Jia Zhangke. Y digo casi, porque su fallido tercer
y último acto está a punto de conducirla al desastre, haciendo de ella una
película imperfecta, desigual en su conjunto. Una lástima, ya que hasta ese
momento asistíamos a uno de los mejores melodramas de los últimos años en su doble vertiente: íntima en su reflexión acerca del paso del tiempo y de cómo una decisión de juventud puede
determinar por sí sola nuestro futuro y el de los nuestros, y ambiciosa en su
trasfondo social que retrata a una China en constante evolución hacia el
capitalismo económico y el desarraigo emocional. Imponente pese a todo.
El
filme arranca en 1999, en vísperas
del nuevo año y del nuevo milenio. Y lo hace al ritmo del Go West de los Pet Shop Boys,
todo un himno a la esperanza para los países del bloque comunista que deseaban alcanzar
el progreso socioeconómico de Occidente. Son tiempos de juventud, alegría e
ilusión para Tao, Jinsheng y Liangzi, que van juntos a todas partes. Sin
embargo, ese estado de amistad idílica no se podrá mantener durante mucho más
tiempo. La tensión entre los dos varones, ambos enamorados de Tao, va en
aumento, y ésta debe elegir pronto entre uno u otro. Jinsheng representa a la
nueva China que abraza el capitalismo salvaje y se enriquece, mientras que
Liangzi personifica la decadencia del modelo económico tradicional.
El
segundo acto traslada la acción a un nuevo marco temporal, el del año 2014. El autor de Un toque de violencia (Tian
zhu ding, 2013) cambia el formato de su película, que pasa de 1.37: 1 a 1.85:
1. La decisión de juventud de Tao, ha determinado su vida, la de su pequeño hijo y la de sus dos amigos
de la infancia (con suerte muy dispar). Los sueños de juventud han dejado paso al desencanto de la madurez.
Ya no hay lugar para la esperanza, tan sólo queda la desilusión de una vida que no ha sido la esperada.
El
tercer y último acto se sitúa en un futuro cercano, en el año 2025. Ahora la trama se desarrolla en
un espacio físico diferente al chino: ni más ni menos que Australia. Jia
Zhangke vuelve a cambiar el formato de la película, que pasa a una relación de
aspecto 2.35: 1. Zhang Daole (Zijian Dong), el hijo de Tao, metáfora del
desarraigo emocional y cultural chino, se debate entre una serie de cuestiones inherentes a la juventud que atañen a sus raíces y a su futuro. Este último y, en mi opinión, errático acto, rompe con los dos anteriores tanto en el plano visual como en el
dramático. Afortunadamente, desemboca en uno de los finales más bellos y
tristes de la filmografía del director, de nuevo al son del Go West, aunque con un significado muy diferente al del comienzo.
La romántica canción pop Take Care, de la taiwanesa Sally
Yeh, le sirve al director para enlazar emocionalmente los tres actos y las tres épocas. Zhangke,
por otra parte, se muestra portentoso una vez más en la filmación del entorno
físico que envuelve a sus personajes. Por último, resaltar la gran interpretación
de Tao Zhao, actriz fetiche del cineasta de Fenyang.
The Neon Demon (ídem, 2016) de Nicolas Winding Refn.
“Que vengas del Infierno o del Cielo, qué importa, ¡Belleza! ¡Monstruo enorme,
ingenuo y espantoso!”
(Charles
Baudelaire)
Jesse
(Elle Fanning) es una joven aspirante a modelo que se muda a Los Ángeles en
busca de éxito. Sin embargo, al primer triunfo pronto le sigue la envidia que
despierta en sus rivales, adentrándose en un mundo mucho más oscuro y peligroso
de lo que en principio cabría esperar.
Creo
que el realizador danés Nicolas Winding Refn, por fin ha encontrado con The Neon Demon la temática perfecta para
dar rienda suelta a su estilo deliberadamente superficial sin que este parezca
algo impostado. Y es que los ponzoñosos entresijos del mundo de la moda y la
belleza actuales, se adaptan como anillo al dedo a su aparatosa y onanista imaginería
visual. La película, presentada durante el pasado Festival de Cannes, contiene
ecos evidentes del David Lynch de Mulholland
Drive (ídem, 2001), del Dario Argento de Suspiria (ídem, 1977), y del Darren Aronofsky de Cisne negro (Black Swan, 2010).
El
guión del filme (no precisamente un dechado de originalidad), obra de Refn, Mary
Laws y Polly Stenham a partir de una idea del cineasta, contiene todos los
clichés inherentes a este tipo de historias ambientadas en el universo de la
moda, el cine o la danza: la ingenua joven que se muda a la gran ciudad con la
maleta cargada de unos sueños que terminan por resquebrajarse, las renuncias a
nivel personal siempre necesarias para alcanzar la fama, los inevitables malos
tragos, la envidia y la rivalidad (llevadas aquí hasta extremos antropofágicos)
entre las candidatas, etcétera. Winding Refn retrata a una sociedad sin
escrúpulos que rinde un culto desmesurado, enfermizo a la belleza. Belleza que
nos es mostrada como dádiva, pero también como maldición tanto para quien la
posee como para quienes quisieran y harían cualquier cosa por poseerla. La
belleza como devoradora del alma; la belleza como devoradora de la propia
belleza en un conjunto vampirizado y canibalístico de audiciones, pasarelas, flashes y maniquíes. Y en donde Refn
hace un uso simbólico y esotérico de las formas triangulares. Un
triángulo que, según la definición que le otorga el mitólogo e iconógrafo Juan Eduardo Cirlot en su célebre
Diccionario de símbolos (1968), es la “imagen geométrica del ternario, equivale en el
simbolismo de los números al tres. Su más alta significación aparece como
emblema de la Trinidad. En su posición normal, con el vértice hacia arriba también
simboliza el fuego y el impulso ascendente de todo hacia la unidad superior,
desde lo extenso (base) a lo inextenso (vértice), imagen del origen o punto
irradiante. Nicolás de Cusa habló sobre todo ello. Con el vértice truncado,
símbolo alquímico del aire; con el vértice hacia abajo, símbolo del agua; en
igual posición y con el vértice truncado, símbolo de la tierra. La
interpenetración de dos triángulos completos en posiciones distintas (agua y
fuego) da lugar a la estrella de seis puntas, llamada sello de Salomón, que
simboliza el alma humana”.
Visualmente hablando,
The Neon Demon constituye un
ejercicio cinematográfico deslumbrante, en el que el autor de Drive vuelve a experimentar con los juegos de luces (de neón, con predominio de intensos rojos, violetas y rosados), la
profundidad de campo, el uso del ralentí y la búsqueda de la simetría en la composición
de los planos. La atmosférica banda sonora del músico Cliff Martínez, y la colorista fotografía de Natasha Braier, contribuyen a redondear el apartado audiovisual de
este alucinado thriller psicológico.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)