Una mañana cualquiera, Josef K. (Anthony Perkins), joven oficinista, despierta
ante la presencia de un agente de policía que lo acusa de un supuesto delito
que ha cometido, informándole de que se ha iniciado un proceso judicial contra
su persona.
“Ante la ley hay un guardián. Un
campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar
en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El
hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero
no por ahora.
La puerta que da a la Ley está
abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se
inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la
prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y
sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay
guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan
terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto
estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa,
pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y
aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más
esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la
puerta.
Allí espera días y años. Intenta
infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el
guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre
muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes
señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El
hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por
valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero
le dice:
-Lo acepto para que no creas que
has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre
observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que
éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte,
durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que
envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y
larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su
cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al
guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos
luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un
resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco
tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se
confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado.
Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte
comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho
para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado
bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora?
-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la
Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie
más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre
está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras,
le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque
esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.
Así comienza Le Procès, con la
narración en off por parte de Orson Welles del cuento Ante la ley de Franz Kafka, para continuar señalando con su
perfecta voz, que la lógica de la historia que estamos a punto de presenciar, es
la lógica de un sueño o de una pesadilla. Y tal vez sólo sea eso, una terrible
pesadilla.
El filme que nos ocupa, adaptación de la novela homónima e inconclusa de
Kafka, fue un encargo del productor Michel Salkind y constituye uno de los
trabajos más complejos y visualmente fascinantes del autor de Ciudadano Kane.
Se trata de una especie de parábola existencialista, acerca de la
indefensión del individuo común frente al laberíntico y críptico mundo de las
leyes. Un mundo cerrado y endogámico al que difícilmente puede acceder u oponer
resistencia el ciudadano de a pie. Ya dijo Napoleón aquello de que hay tantas
leyes que nadie puede estar seguro de no ser colgado.
La película, rodada entre Roma, Milán, París, Dubrovnik y Zagreb, cuenta
con una brillantísima, asfixiante, expresionista, decadente y cuasi fantasmal
puesta en escena en la que abundan los claroscuros, los espacios intrincados y
esas angulaciones aberrantes y grotescas que caracterizan a su barroco e
irrepetible realizador.
Un espléndido y neurótico Anthony Perkins, encabeza un gran reparto en el
que también encontramos a Jeanne Moreau, Romy Schneider, Akim Tamiroff y al
propio Orson Welles haciendo de orondo, sudoroso y poco fiable abogado.
Quizá no sea tan redonda como otras de sus obras, pero su desasosegante y
turbador visionado se torna imprescindible si se quiere tener una visión
completa de la filmografía de uno de los mayores genios de la historia del
cine.