"¡Por un nuevo mundo de dioses y monstruos!"
Los Ángeles, 1957. James Whale (Ian McKellen), responsable de algunos de los títulos más importantes del cine de terror de los años treinta, vive retirado en su lujosa mansión con la única compañía de su ama de llaves (Lynn Redgrave) hasta la llegada de Clayton Boone (Brendan Fraser), el nuevo jardinero con quien pronto entabla una relación especial.
A veces el mundo del cine nos sorprende regalándonos filmes maravillosos que casi nadie esperaba. Un claro ejemplo de lo que digo es la cinta que ahora nos ocupa: la inspirada y excepcional Dioses y montruos. El hasta entonces desconocido (y decepcionante después) Bill Condon, fue el encargado de filmar y trasladar a la gran pantalla la novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (1995). La película, que se centra en los últimos días de vida del realizador inglés, supone una triste y desgarradora reflexión acerca del deterioro físico y mental, el implacable paso del tiempo, la soledad, y el peso de una memoria que, cual fantasma atosigador, se posa sobre el presente cuando éste ya carece de sentido.
Ian McKellen interpreta de manera magistral al personaje de Whale, constantemente acuciado por visiones y recuerdos de su infancia, en donde no lo pasó bien debido a que su familia, de clase obrera, jamás entendió sus tendencias artísticas; de su participación en la Primera Guerra Mundial, cuando entre trincheras y muerte conoció a un joven del que se enamoró; y, por supuesto, de su paso por Hollywood, lugar en el que pasó del estrellato al más absoluto de los olvidos: de Dios… a monstruo.
A lo largo del filme se hace referencia a varias de las obras del autor, especialmente a La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), el mayor logro de Whale dentro la industria. Los paralelismos entre la relación Whale/Boone y la que mantenían el doctor Frankenstein y su creación, son evidentes, llegándose incluso a enfatizar de manera visual.