Érase una vez, en la ciudad de Sevilla, allá por los años veinte del
pasado siglo, una niña huérfana llamada Carmencita (Sofía Oria) que quedó a
merced de su madrastra, la malvada Encarna (Maribel Verdú), tras la grave
cogida sufrida por su padre, el célebre matador de toros Antonio Villalta (Daniel
Giménez Cacho). El tiempo transcurrió, indiferente a su desgracia, y la pequeña
Carmencita, ya convertida en Carmen (Macarena García), decidió continuar los
pasos de su progenitor y se hizo torera. “Blancanieves” fue el apodo que le
pusieron los seis enanitos que siempre la acompañaban.
Genial, castiza y, por momentos, siniestra versión del famoso cuento de
los hermanos Grimm que supone la segunda película del cineasta bilbaíno Pablo
Berger después de la interesante Torremolinos
73 (2003). El filme, mudo y rodado en un extraordinario blanco y negro,
recoge la esencia de los mejores trabajos de Edgar Neville en su deslumbrante e
imaginativa fusión de expresionismo estético, humor negro, fantasía y sátira
social. Como algunos, los mal informados, tacharán a la cinta de oportunista a
raíz del éxito obtenido recientemente por The
Artist, es importante señalar que el proyecto de Blancanieves se concibió con anterioridad a la eclosión de la
oscarizada obra de Hazanavicius. Y en comparación con ésta, no sólo no pierde,
sino que se eleva como un producto mucho más artístico y personal, al no quedar
reducido a la mera condición de homenaje cinéfilo.
Partiendo de los elementos argumentales básicos del relato de
los Grimm, aunque aquí el espejo mágico y el príncipe no aparezcan (no al menos en un sentido estricto y literal), Berger
enriquece la trama de su película con referencias a otros cuentos como La
Cenicienta o La Bella Durmiente, además de incidir en los arquetipos
folclóricos de la cultura andaluza (corridas de toros, religión añeja,
flamenco, cortijos, sevillanas, estampas de la capital hispalense…). Blancanieves se sitúa entre el
surrealismo buñueliano y las representaciones goyescas, para terminar siendo un
arrebatador y original pastiche que culmina de un modo hermosísimo: entre
viejas barracas de feria que recuerdan al Tod Browning de Freaks.
La escasez de intertítulos favorece una narración puramente visual, articulada mediante un montaje brillante. El uso de primerísimos planos y
planos detalle nos retrotrae al cine de Eisenstein y al de los pioneros
maestros soviéticos, mientras que los complejos ángulos de cámara y la
abundancia de picados y contrapicados remiten al expresionismo alemán. La
excelente fotografía de Kiko de la Rica y la gran banda sonora de Alfonso de
Vilallonga, contribuyen a redondear un filme de enorme belleza y fuerza
expresiva.
En el apartado actoral, destacan la irresistible candidez de Sofía Oria y
la pérfida presencia de una Maribel Verdú que se come todos y cada uno de los
planos en los que aparece.
Blancanieves invita al
espectador a soñar despierto, a ser un niño durante un par de horas y a seguir
creyendo en la magia del cine. Es por ello que constituye uno de los títulos
más estimulantes e inspirados de la cinematografía española de los últimos
tiempos.