“La
vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor que, orgulloso,
consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una
historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa”.
Siglo
XI, Escocia. En medio de una sangrienta guerra civil, Macbeth (Michael
Fassbender), un valeroso guerrero de linaje noble, se gana la confianza de su
monarca tras defender sus intereses en el campo de batalla. Unas brujas le
anuncian que él mismo acabará convirtiéndose en rey, augurio que despierta en
su interior una enfermiza ambición.
Probablemente
el peor Macbeth cinematográfico. Ni
la fuerza expresionista del Macbeth
de Orson Welles (1948), ni el poderío visual del Trono de sangre de Akira Kurosawa (1957), ni el crudo realismo del Macbeth de Roman Polanski (1971). Esta
nueva e innecesaria adaptación del clásico teatral, dirigida por el
videoclipero Justin Kurzel, constituye un mediocre ejercicio de pedantería
estilística que fracasa en su afán por “psicologizar” el inmortal texto de
Shakespeare. Demasiado ruido y demasiada furia.
La
película, filmada en espectaculares localizaciones de Escocia e Inglaterra,
donde destacan los alrededores del castillo medieval de Bamburgh, en
Northumberland, y el interior de la catedral de Ely, en Cambridgeshire, opta
por una estética sombría y sucia (gran fotografía de Adam Arkapaw) muy acorde
con los pensamientos y acciones de los dos personajes principales del relato:
Macbeth y su esposa, Lady Macbeth (Marion Cotillard). El guión cae en el error
de restar peso al personaje de Lady Macbeth, que resultaba clave tanto en la
obra original como en el resto de adaptaciones para entender la evolución psicológica
de su marido, y que aquí queda reducido a un mero convidado de piedra. Además,
la elección de una actriz como Marion Cotillard para interpretar el papel, no
parece la más adecuada dado lo dulce de su rostro (recordemos que se trata de la
sibilina Lady Macbeth, no de la Virgen María). Más convincente se muestra su
compañero de reparto, un Michael Fassbender que, no obstante, sobreactúa en
determinadas ocasiones. El director, por su parte, es incapaz de imprimir ritmo
a la historia, por lo que su desarrollo, ya conocido por casi todos, termina
haciéndose interminable. Para colmo de males, abusa de una serie de recursos
técnicos y narrativos que sólo buscan el burdo efectismo visual, tales como el
ralentí, el flashforward o abruptos travellings de acercamiento a los
personajes.
En
conclusión, filme completamente fallido y oportunidad perdida para poner al día
una de las más grandes tragedias de la literatura universal.
Resulta complicado no acercarse
de forma casi abrupta, por cualquier amante del arte y la música, a la carrera
artística del compositor irlandés, uno de los genios indiscutibles (y
desconocidos) del Arte en toda su dimensión. Muy cercano a los matices del minimalismo
orquestal absoluto y fabricante de sentimientos drásticos, Cassidy mantiene en
toda su obra un estudio y una meditación intelectual envidiables por cualquier
artista y al alcance de pocos de ellos. No obstante, arduo de escuchar y
comprender.
Recordado
(o intuido) por muchos gracias a su magnífica aria para la banda sonora de
‘’Hannibal’’, ‘’Vide cor Meum’’ (pero con trabajos maestros a sus espaldas y
exuberantes colaboraciones con la mejor voz del panorama actual, Lisa Gerrard),
Cassidy nos presenta en ‘’Calvary’’ una partitura trascendental y pensada,
reflejo absoluto del estado de ánimo y desasosiego vital del padre James
Lavelle, en toda su extensión mantenida por notas constantes, sencillas y
melódicas. A los pocos minutos de iniciada la historia comprenderemos su forma
(aparte el significado): no podría fabricar el compositor una estructura
compleja cuando ella misma se refiere a la vida de un hombre entre habitaciones
rústicas, discursos de bondad e intenciones correctas. Igualmente siendo el
punto de apoyo de los recuerdos del pasado y la melancolía de los seres
queridos que ya no están.
John
Michael McDonagh, el director, va enlazando una historia en principio algo
deslavazada pero que, con astucia, hace centrar la atención del espectador en
el ámbito intelectual. Tanto número de personajes, visitas y sermones varios
del párroco nos llevan, aderezados los instantes por pequeños fragmentos de la
partitura, a pensar únicamente en la figura del cura, que vive triste algún
seguro acontecimiento trágico de su pasado que más tarde, cuando todas las
historias confluyen (en el bar del pueblo), podemos comprender. El empleo,
durante la primera parte de metraje, de canciones típicas del folclore irlandés
en situaciones radicalmente mundanas y el uso de la partitura original en los
instantes más sustanciales nos presentan una base fundamental en el filme: el
hastío vital y la desgana por la existencia (por un lado) y la vulgaridad que
acoge la vida (por otro) cuando una y otra faceta se unen. Cassidy se presenta
ya con la voz (en la obra como instrumento solista importante y metafísico),
dejando claro el camino que su trabajo va a tomar. Es lo primero que
escuchamos. Poco a poco irán intercalándose las canciones elegidas por el
director con los ya mencionados pequeños cortes de los temas compuestos por
Cassidy. La habilidad del artista es mayúscula, tomando la forma de una quietud
y templanza musical pocas veces escuchada, incluso en las dos secuencias
máximas de la historia. La primera de ellas ocurre en la mitad de los sucesos,
asistiendo el padre Lavelle a un herido de muerte, consolando al tiempo a su
mujer. Aparece entonces con fuerza (y por vez primera) el segundo de los temas
de ‘’Calvary’’(tras el pequeño desarrollo del primero durante los instantes
iniciales), contenido, dramático, arquetipo de la Belleza. Alcanzada su
presentación en la película, Cassidy (anudadas ya las historias vitales y
mundanas de los personajes del pueblo) desarrolla su máxima presencia y
habilidad en el conjunto. Aguarda pacientemente, sin hacer presencia, el otro
momento importante, referido ahora a la esfera terrenal (el religioso cae de
nuevo en el vicio del alcohol, escuchándose en plenitud una de las canciones no
originales para el filme) y agolpa entonces su aparición absoluta en el
desenlace.
Patrick Cassidy.
El
final de ‘’Calvary’’ no puede llegar a explicarse con unas letras. Lo que el
compositor es capaz de provocar en este momento, en la secuencia última, es de
una fuerza tan grande que un acontecimiento dramático llega a ser tratado
mediante la hermosura sin ningún tipo de grieta ni peligro. El riesgo es
máximo: el genial artista comienza el momento con un par de notas agudas
mantenidas y los graves anunciando la llegada de la voz. Terrible, verdadero,
trágico, sublime… Es indiferente la postura que hayas mantenido durante todo el
filme: la tristeza, la ternura, el dolor…saldrán sacudidos de pronto de tu
interior escuchando una simple nota. A juicio de quien esto escribe, de los
finales de historia más arrolladoramente controlados por la música. Absoluta
belleza. Lirismo etéreo.
En
conclusión, nos encontramos ante un trabajo excepcional, un minimalismo sacro
que, ya por serlo, no suele ser reconocido lo que en verdad merece, aspecto
también que le otorga, para el estudioso profundo, un atractivo mayúsculo si
cabe. Sin lugar a dudas, de las mejores composiciones de los últimos tiempos y
un artista y obra que cualquier amante de la música minoritaria debiera
escuchar.
“Con el sudor de tu
rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y
al polvo volverás”.
(Génesis
3:19)
Polonia,
1944. Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un prisionero judío que trabaja en el
interior de las cámaras de gas y hornos crematorios del campo de concentración
de Auschwitz. Su deleznable rutina se ve alterada cuando cree descubrir a su
propio hijo entre las víctimas, al que tratará de dar un entierro digno en
medio del caos y el terror.
Impactante
sumersión cinematográfica en el corazón del Holocausto de la mano del debutante
László Nemes (hasta ahora sólo conocido por haber sido asistente de dirección del gran Béla Tarr en El hombre de Londres), quien, a través de una particular técnica de filmación basada en
el seguimiento continuo del protagonista, introduce de manera casi literal a
los espectadores en una odisea de horror caracterizada por su sequedad y
crudeza. El filme ganó el Gran Premio del Jurado y el Premio FIPRESCI en el
pasado Festival de Cannes.
La
primera escena de El hijo de Saúl,
película filmada íntegramente en un reducido formato 1.37:1 para enfatizar la
sensación de agobio y asfixia espacial, anticipa a la perfección, en forma y contenido, lo que veremos durante el resto del metraje: un largo plano
secuencia con la cámara pegada al rostro y el cogote de Saúl (casi siempre
permanecerá ahí), muestra cómo éste y otros miembros de los Sonderkommando (prisioneros, judíos o
no, utilizados por los nazis para llevar a cabo las tareas más ingratas dentro
de los crematorios), conducen a decenas de judíos recién llegados a Auschwitz
al interior de las cámaras de gas. Diversas voces de los oficiales alemanes ordenan
a los Sonderkommando desvestir a los
prisioneros para hacerlos entrar en las “duchas”. El alboroto y la desazón van
en aumento. Saúl y sus compañeros cumplen con las órdenes y buscan en el
interior de los abrigos de los condenados para encontrar objetos de valor. Las
puertas de la cámara de gas son cerradas con estrépito. Espeluznantes gritos de
muerte escapan de su interior. Fundido en negro. Pese a lo terrible de esta
primera escena, el espectador no ha visto prácticamente nada, a excepción del
rostro y el cogote de Saúl, y algunas acciones que se intuyen en un segundo
plano desenfocado. Nemes opta (y aquí radica la particularidad y principal
aportación de su trabajo) por sugerir el horror, en todo momento fuera de campo,
en lugar de explicitarlo. El resto queda sujeto a la imaginación del público.
Una imaginación que, tal y como afirmaba Kant, “en las tinieblas trabaja más activamente que a plena luz”.
Hay
en Saul fia un elemento de carácter
moral y religioso que determina la actitud de Saúl durante toda la
película: su afán por enterrar con dignidad el cuerpo de quien cree que es su
hijo. En el judaísmo, el enterramiento de los muertos no es estrictamente un
mandamiento religioso. Sin embargo, tanto en el Génesis como en el Deuteronomio se
recomienda llevar a cabo. Para Saúl se trata, en cualquier caso, de una
cuestión más moral que religiosa. Dar entierro a un hijo que probablemente no
sea tal, aunque eso poco importa, es para él el único medio para redimirse y
encontrar una vía de escape racional frente a la barbarie que lo rodea.
Recordemos que su actividad, no por impuesta resulta menos despreciable, por lo
que su salvación, al menos a nivel de conciencia, depende de que su “hijo” sea
enterrado como Dios ordena. Rabino incluido.
Limitada
por su rígido discurso formal y narrativo, El
hijo de Saúl quizá no sea esa obra maestra (aunque poco le falta) que algunos ya celebran, pero sin
duda constituye una nueva y singular mirada a un tema tan manido en el cine
como el del Holocausto. Impactante obra tanto en forma como en contenido.
“Cuanto más planifique
el hombre su proceder, más fácil le será a la casualidad encontrarle”.
(Friedrich
Dürrenmatt)
Cansados
de mantener su relación en secreto, Julien Tavernier (Maurice Ronet), un ex
paracaidista de la guerra de Indochina, y Florence Carala (Jeanne Moreau), la
esposa de un poderoso empresario, planifican el asesinato de éste de forma que
parezca un suicidio.
El
realizador francés Louis Malle, debutó en el cine de ficción (previamente había
codirigido un documental sobre el mundo marino junto a Jacques-Yves Cousteau) con esta obra
maestra de prodigiosa precisión narrativa, adaptación de una novela barata de
Nöel Calef, que mezcla con suma habilidad el suspense y el romance en una trama
alambicada, propia del cine negro y repleta de paradojas, y que anticipa gracias
a su tratamiento naturalista algunas de las constantes visuales que
caracterizarían a la incipiente Nouvelle
vague. La película se alzó con el Premio Louis Delluc al mejor filme
francés del año.
Ascenseur pour
l'échafaud se abre con un primerísimo primer plano que poco a poco se va
abriendo del bello rostro de Florence, quien habla por teléfono con su amante, el
atractivo Julien. Ambos, tras profesarse apasionadamente amor mutuo, se
disponen a ejecutar el plan que con minuciosidad han preparado. Dicho plan (atención,
spoiler) se irá al traste por culpa
de un ERROR, el olvido por parte de Julien de la cuerda utilizada para subir
desde su oficina hasta la de Simon Carala (Jean Wall), su jefe y marido de
Florence, lo que hará que tenga que regresar al edificio después del asesinato
y se quede atrapado en el interior del ascensor, y una CASUALIDAD, la del
encuentro de Julien con Véronique (Yori Bertin), la joven dependienta de la
floristería situada frente a las oficinas de Carala, y Louis (Georges
Poujouly), el novio de ésta, un delincuente de poca monta que decide
robarle el coche. A partir de ese error y esa casualidad, la trama de la
película se bifurca en tres líneas de exposición que se mostrarán de manera
paralela: la de Julien, que hará todo lo posible por salir del ascensor, un
espacio cerrado y claustrofóbico que puede recordar a la celda del teniente
Fontaine en Un condenado a muerte se ha
escapado (Un condamné à mort s'est échappé
ou Le vent souffle où il veut, 1956), de Robert
Bresson; la de Florence, que en un ejercicio de introspectiva y poética
decepción amorosa recorre durante la noche las calles y bares de París en busca
de su amado; y la de Véronique y Louis, quienes tras robar el coche de Julien, salen de la ciudad y se hospedan un motel de las afueras en el que coinciden con
una pareja de turistas alemanes. La intervención del comisario de policía Cherrier
(Lino Ventura), hará que las tres líneas de la trama, desarrollada durante un fin de semana, terminen convergiendo.
Uno
de los elementos más recordados del filme que nos ocupa, es la extraordinaria, hermosísima banda sonora a cargo del músico estadounidense de jazz Miles Davis. Al parecer,
Davis la compuso mientras improvisaba viendo la película en el interior de un
estudio parisino de grabación junto a su banda. Malle hace un uso muy puntual
de la música a lo largo del metraje, utilizándola tanto en un sentido extradiegético
como diegético.
La
película sirvió, además, para convertir a Jeanne Moreau en una rutilante estrella del
cine europeo. Una Jeanne Moreau que mantuvo un idilio con el director coincidiendo con el rodaje.
“La magia es aquello en
que, dondequiera y siempre, todos creen”.
Suzy
Bannion (Jessica Harper) es una joven estadounidense que afronta con ilusión su ingreso en una
reconocida academia de ballet para completar sus estudios de danza. Sin
embargo, la noche de su llegada, una de las alumnas de la escuela es
brutalmente asesinada.
Bello,
aterrador y expresionista ejercicio fílmico que constituye el mayor logro
artístico del realizador italiano Dario Argento. Suspiria es un colorido cuento de hadas (o mejor dicho, de brujas),
que posee la habilidad de los relatos infantiles para adentrarse en la mente del
individuo hasta hacer saltar sus miedos más profundos: aquellos que, como
miembros de una misma especie, todos tenemos, especialmente el miedo a lo
desconocido.
La
película, considerada de culto, fue rodada a caballo entre Italia, en los
estudios Cinecittà de Roma, en los que
se recrearon los impresionantes interiores de la academia, y Alemania, donde se
utilizaron algunas localizaciones exteriores como la de la Königsplatz de Múnich (la escena del asesinato del ciego). El autor
de Rojo oscuro (Profondo rosso, 1975), pretendía que las protagonistas de su filme
fuesen niñas, algo a lo que, por cuestiones obvias, teniendo en cuenta el
contenido violento de la cinta, los productores se negaron. El objetivo de
Argento no era otro que el de dotar a su obra de un inquietante aura infantil,
como de cuento de hadas a lo Blancanieves.
Es por eso que las alumnas de la academia, aunque no sean niñas, sino unas
veinteañeras, manifiesten en ocasiones un comportamiento de candidez similar al
de las menores. El director, además, enfatiza ese carácter infantil de la
historia a través grandes decorados y detalles de la escenografía, como el
hecho de que las manillas de las puertas estén situadas a una altura mayor de
lo habitual, transmitiendo así la sensación de que quienes las abren parezcan niñas.
Suspiria
puede presumir de contener uno de los arranques más terroríficos de la historia
del cine, con la llegada de Suzy a la academia en medio de una estrepitosa
tormenta, y el posterior y truculento asesinato de una de las alumnas que había
sido expulsada después de descubrir el secreto que encierra la escuela. El
trabajo de cámara, con elaborados planos de seguimiento y planos con grúa, resulta espléndido, al
igual que la omnipresente banda sonora a cargo del grupo de rock progresivo
Goblin. Pero lo que en verdad no se puede olvidar tras el visionado de esta
pesadillesca, barroca, asfixiante película, es su epatante textura cromática,
con una gama de rojos, azules y amarillos de una densidad cuasi fauvista.
En
el reparto, además de la protagonista Jessica Harper, destaca la presencia de
dos grandes actrices ya por entonces con cierta edad y de trayectorias muy venidas
a menos: la langiana Joan Bennett, que interpreta a Madame Blanc, la
subdirectora de la academia, y Alida Valli, quien da vida a la amenazante Miss
Tanner, una de las profesoras.
“La tragedia de la
vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven”.
(Oscar
Wilde)
Dos
viejos amigos septuagenarios, Fred Ballinger (Michael Caine), famoso compositor
y director de orquesta retirado, y Mick Boyle (Harvey Keitel), cineasta inmerso
en la escritura de la que será su última película, pasan sus vacaciones
hospedados en un tranquilo hotel balneario ubicado en los Alpes suizos.
Deliciosa
y emotiva extravagancia libre de corsés con la que el realizador italiano Paolo
Sorrentino, ahonda en temas como la vejez, los recuerdos, el autoconocimiento o
el paso del tiempo. Para mala suerte del responsable de Las consecuencias del amor (Le
conseguenze dell´amore, 2004), Youth
llega justo después de La grande bellezza,
su obra maestra, por lo que resulta inevitable comparar a una con la otra, y,
claro está, en esa comparación casi siempre sale perdiendo el título que nos
ocupa. Aun así, La juventud ha sido
recientemente reconocida con tres galardones en los Premios del Cine Europeo:
Mejor película, Mejor director y Mejor actor (Michael Caine).
Creo
que no me equivoco si afirmo que Sorrentino ha debido inspirarse en dos obras,
una literaria y otra cinematográfica, a la hora de elaborar el guión del
presente filme: La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), de Thomas Mann, y,
en menor medida, Fellini, ocho y medio (8½, 1963), de Federico Fellini. Youth comparte con la novela de Mann el
marco geográfico (los Alpes suizos), la unidad de lugar (balneario aquí,
sanatorio allá), parte de su temática (salud y paso del tiempo) y personajes de
lo más variopinto (un actor de Hollywood, la impresionante Miss Universo, una
ex estrella del fútbol [Maradona], un monje tibetano que levita, una joven prostituta, un
matrimonio que nunca se habla…). De la película de Fellini, cuya trama se
desarrollaba asimismo en las instalaciones de un balneario, toma principalmente
la relación del cineasta con su oficio que mantenía el personaje de Marcello
Mastroianni, aplicada ahora al de Harvey Keitel, y su gusto por el onirismo y
la fantasía (la escena del sueño en la que Fred se cruza con Miss Universo en
medio de una inundada Plaza de San Marcos, me parece uno de los momentos más
inspirados de la cinta, en contraposición a la cutrez que supone otra secuencia
onírica, la del personaje de Rachel Weisz, que interpreta a la resentida hija
de Fred). Como en el inmortal texto de Mann, en La juventud también se narra la monótona rutina diaria de los
huéspedes del balneario: chequeos médicos, paseos por la montaña, baños
termales, sesiones de masaje, números musicales para amenizar las veladas, etc.
Las conversaciones, abundantes, entre los distintos personajes, versan sobre asuntos varios como
los achaques de la edad, las relaciones humanas, el cine, la música, el pasado…
hay tiempo para hablar de todo en un lugar así.
El
director napolitano vuelve a mostrarse exquisito en la planificación de la
puesta en escena y la composición de los encuadres, aunque quizá esta vez se
pase sobremusicalizando determinadas secuencias. Michael Caine y Harvey Keitel, magníficos ambos, encabezan un reparto de auténtico lujo del que también forman parte Paul
Dano y Jane Fonda.
Un
trabajo notable, en definitiva. Hermoso y ridículo, trascendental y absurdo. Firma Paolo Sorrentino.
“¿Y si en realidad toda
mi vida, mi vida consciente, no ha sido como habría debido ser?”
(La muerte de Iván Ilich, Lev Tolstói)
Tras
pasar los últimos treinta años de su vida enfrascado en el ejercicio de su monótono
trabajo como funcionario municipal, el señor Kenji Watanabe (Takashi Shimura),
aquejado de cáncer de estómago, debe afrontar ahora la recta final de su
existencia.
Con
este inolvidable tratado humanista de reminiscencias tolstoianas (La muerte de Iván Ilich, 1886), Akira
Kurosawa firma una de sus grandes obras maestras. Una película melancólica y
entrañable, en la que el autor de Los
siete samuráis reflexiona sobre temas universales como la muerte, el
sentido de la vida y su carácter efímero. Además, arremete contra el
parasitismo, el escaso celo profesional y la poca productividad de la clase
burócrata nipona. Sin duda, uno de los mejores filmes de todos los tiempos.
La
obra se inicia con un primer plano de la radiografía de un estómago. Un narrador
extradiegético nos informa de que dicha placa de rayos X pertenece al
protagonista de la historia, que padece cáncer, aunque él todavía no lo sabe. A
continuación, el narrador presenta al personaje en cuestión: el señor Watanabe,
quien, como cada día de los últimos treinta años de su insustancial existencia,
está sentado tras un viejo escritorio, inmerso en su rutinario quehacer y
rodeado de montañas de expedientes. Es el jefe de la Sección de Ciudadanos. Una
persona aburrida, inerte, prácticamente desahuciada. Un “cadáver” al que la
vida se le ha ido escapando sin siquiera darse cuenta. Está condenado a muerte,
algo que confirma después de acudir al hospital y hablar con el médico. ¿Y
ahora qué? Se pregunta aturdido. Un primer impulso lo lleva a derrochar sus
ahorros en una noche de juerga, acompañado de un mefistofélico escritor de
novelas baratas con el que se topa en un establecimiento de sake. Tiene prisa
por vivir todo aquello que hasta entonces no ha vivido. Pero no, no encuentra
lo que busca. Un segundo impulso lo conduce a salir con una compañera de
trabajo mucho más joven que él, llena de la vida y la alegría que a él le
faltan, pero tampoco halla lo que busca. ¿Y qué es aquello que busca nuestro
protagonista? Un consuelo. La justificación a toda una vida. Lo mismo que el
magistrado Iván Ilich buscaba en la novela de Tolstói. Lo mismo que, tarde o
temprano, buscaremos todos y cada uno de nosotros. El señor Watanabe hallará ese
consuelo, esa justificación, involucrándose muy activamente en la construcción
de un parque infantil sobre una zona de aguas fecales.
Ikiru
posee una audaz estructura narrativa con dos partes claramente diferenciadas.
Algo más de la primera mitad del metraje supone una narración objetiva de los
acontecimientos, punteada en ocasiones por la voz en off del narrador extradiegético. Mientras que la segunda mitad, desarrollada
en su totalidad durante el velorio del personaje principal, ya fallecido, es
una narración subjetiva de los hechos protagonizados por éste a partir a de
diversos flashbacks de los asistentes
a la celebración. Se pasa, por tanto, de un punto de vista único y omnisciente,
el del narrador en tercera persona, a varios puntos de vista, los de los
compañeros de trabajo del señor Watanabe.
Dos
escenas para el recuerdo. La de la triste canción entonada por el protagonista
en medio de una fiesta nocturna en un cabaret, amarga exaltación de la locución latina
Carpe diem: “La vida es corta. Enamórate, muchacha, antes de que el rojo de los
labios desaparezca, antes de que la pasión se enfríe. No tendrás nunca
asegurada la vida mañana. La vida es corta. Enamórate, muchacha, antes de que
el color negro del pelo pierda su fuerza, antes de que la llama del corazón se
apague. No volverá a repetirse nunca el día de hoy”. Y, por supuesto, la
del balanceo de Watanabe en un columpio la misma noche de su muerte, entonando de
nuevo la citada canción, mientras la nieve cae a su alrededor.
“El
hombre que pretende obrar guiado sólo por la razón está condenado a obrar muy
raramente”.
(Gustave Le Bon)
Al
Campus Universitario de Braylin llega Abe Lucas (Joaquin Phoenix), un
estrafalario profesor de Filosofía conocido por su brillantez intelectual y su
carácter atormentado. Muy pronto, una de sus alumnas, Jill Pollard (Emma
Stone), se enamora de él.
Con
esta comedia negra que en realidad no es tal (el mismo guión, con unos pocos
cambios, habría dado lugar a un estupendo thriller
de haber sido filmado con otro tono), Allen plantea de manera inteligente una
serie de incómodas cuestiones relativas a la razón y al crimen que,
inevitablemente, nos hacen pensar en el Hitchcock de La soga (Rope, 1948), y,
sobre todo, en el de La sombra de una
duda (Shadow of a Doubt, 1943),
película de la que considero que Irrational
Man es poco menos que una sutil variación (la escena del ascensor es un
claro homenaje a la del tren de la obra maestra del director británico).
A
partir de su llegada al campus, Abe se convierte en el centro de las
conversaciones de profesores y alumnos, llamando la atención de dos mujeres: Rita
(Parker Posey), una profesora casada con merecida fama de promiscua, y Jill,
alumna de clase media que mantiene un superficial noviazgo con Roy (Jamie
Blackley). Abe sólo se relaciona con ellas. Además de con Kant, Heidegger o
Kierkegaard. Es un tipo descreído y desesperado. Adicto al alcohol y con
aspecto desaliñado. Como buen filósofo, tiene una concepción pesimista de la
existencia. Lo mismo le da vivir que morir. Ese carácter frágil y afligido, anticuadamente
romántico, unido a su radical personalidad, lo convierten en irresistible objeto
de deseo para ambas. Sin embargo, entre su temporal impotencia y su desgana
crónica, la relación que establece con las dos no va más allá de la amistad. Hasta
que, cierto día, mientras charla con Jill en una concurrida cafetería de la ciudad,
escucha por casualidad una conversación que está teniendo lugar en la mesa de
al lado, y que, de repente, dotará de sentido a su vida. La conversación gira
en torno a un magistrado que quiere retirar a una mujer la custodia de sus
hijos en favor de su ex marido por el mero hecho de que conoce al abogado de
éste. Entonces Abe se plantea una cuestión moral similar a la del personaje de
Raskólnikov en Crimen y castigo de
Dostoievski: ¿sería justificable asesinar una persona que es objetivamente mala
y causa infelicidad en los demás? Pues, desde un punto de vista estrictamente
racional como el suyo (creo que el título del filme tiene un sentido irónico), sí.
Porque acabas con un mal bicho y haces del mundo un lugar mejor. Otra cosa bien
diferente es que dicha acción sea ética (lo razonable no siempre es lo más
ético, ni lo ético siempre resulta ser lo más razonable). Por no hablar de las
consecuencias que tal acción pudiera acarrear. El caso es que Abe decide actuar,
y planifica el asesinato del juez con minuciosidad en busca del crimen perfecto.
Enfrascado en ello, recuperará las ganas de vivir, abandonará la bebida, superará
sus problemas de impotencia, se enamorará de Jill, etc. Pero todos sabemos que
el crimen perfecto no existe…
La
película posee una muy apreciable construcción narrativa articulada sobre la
utilización alterna de las voces en off
de Abe y Jill, lo que dota a la historia de un doble punto de vista. El papel
de hombre perturbado (otro más en su carrera) le viene como anillo al dedo a
Joaquin Phoenix, mientras que la deliciosa Emma Stone demuestra por qué se ha
convertido en una de las nuevas musas del realizador neoyorquino.
Irrational Man, se diga lo que se diga, supone un buen Allen a pesar de la ausencia de auténtica
brillantez.
No comprenderemos el
sentido del uso de la música en ‘’2001: una odisea del espacio’’ sin antes
haber presenciado veinte minutos de secuencias impactantes, cuando el Hombre
aún no era tal. Escuchamos en este fragmento de historia el famoso motivo de Richard
Strauss ‘’Así habló Zaratustra’’, el ‘’Réquiem’’ de György Ligeti y el
‘’Danubio azul’’, de Johann Strauss, los tres más importantes de la banda
sonora que, finalmente, Stanley Kubrick decidió usar para su historia tras un
proceso de relación con el exquisito compositor Alex North que terminó con el
engaño de aquél y la enfermedad de éste, componiendo durante once intensos días
una partitura original (con indicaciones incluidas del director) que finalmente
Kubrick rechazó ante la sorpresa de todos y sin avisar a nadie. Vayamos con la
definitiva obra musical para esta obra maestra del cine.
El ejemplo más claro
de los tres mencionados lo representa el vals de Strauss, aparentemente forzado
paso de las secuencias de los monos a las espaciales. Refleja, intencionadamente,
el carácter tecnológico y avanzado del hombre actual respecto al prehistórico.
Su evolución la practica Kubrick a través de esta pieza musical que en el siglo
XVIII conquistó su rango de nobleza en Viena al introducirse en la selecta ópera
y el estilizado ballet y nos da a entender, a parte el matiz lento y suave de
las imágenes, ese salto evolutivo y la forma superior y poderosa de la mente
humana actual respecto a la primitiva. La aplicación que luego hace de este
vals sobre imágenes preciosistas es un detalle logrado y lógico, pero que en
algunas ocasiones olvida la sincronización exacta y estudiada con las
secuencias. Lo veremos. En segundo y tercer lugar situamos los otros dos temas,
el de Richard Strauss y su inclusión guarda relación con el sentido religioso y
de poder absoluto que Kubrick aplica en su película a la figura del Monolito
(como dador incluso, o referencia individual, del Universo), descrita su acción
sobre los humanos (o su mente) a su vez mediante el tercero de los temas, el de
Ligeti, más vanguardista, experimental y misterioso, como resulta desde el
inicio la acción del extraño objeto sobre los hombres.
El desarrollo del
final de la primera parte, a punto de entrar ya de lleno en la segunda y la
evolución verdadera del argumento, se centra, musicalmente hablando, en el
empleo de la obra de Johann Strauss. Parémonos en ella: un uso entusiasta y
refinado y una combinación música-imagen exquisita (aunque sólo en apariencia).
Las secuencias en las que es aplicado carecen de trascendencia real, por lo que
su función, una vez habiendo aclarado el matiz del paso a la civilización como
manera de organización superior en relación a la primitiva forma de vida
humana, se limita a una sencilla descripción de lo que vemos. Atendiendo a este
matiz, tal vez su falta de sincronización en algunos instantes podría ser
obviada mas, no obstante, sí presenciamos por momentos detalles de un empaste
de las notas con las figuras en pantalla verdaderamente interesante y logrado:
el descenso de la nave en la que viaja el doctor Floyd, abriéndose las
compuertas de la base Clavius, es hermosamente descrito, incluso ahora narrado
gracias a la buena sincronización, y su presencia en pantalla nos hace
preguntar: ¿por qué no sucede esto en el resto del tema, cuando el compositor
cambia ritmos, estructuras o contenidos de su música y la imagen de Kubrick no
llega siquiera a inmutarse? Es evidente que para el espectador global tanto
detalle referido pasará desapercibido, pero no para el inquieto en este mundo
tan rico e importante de las partituras para cine.
A la hora de metraje,
la composición alcanza un clímax importante, crucial incluso para entender la
postura del director hacia la obra original que encargó a Alex North. La
expedición de científicos llega a la Luna, donde el doctor Floyd conocerá el
nuevo descubrimiento (el Monolito). Suena de nuevo György Ligeti, ahora su
‘’Lux Aeterna’’ y entrando en las lindes del Monolito, el ‘’Réquiem’’. Su
‘’micropolifonía’’ y experimentación marcan el camino básico de la idea de
Kubrick. La obra de North no se movía por este linde extraño y novedoso, acudía
a una sincronización exquisita, una fuerza única y calidad indudable pero, pese
al gran trabajo (grabado y editado años más tarde por su amigo Jerry Goldsmith),
el matiz inquietante y oscuro del Monolito jamás habría visto la luz. Ligeti
compone en estructuras lineales largas y vocales, detalle que une la figura
divina del objeto descubierto (y presuntamente sobrehumano) con la de los
hombres. Siempre se escucha al compositor húngaro en ambientes exteriores y
asociado en todo momento al Monolito como estructura física o bien influencia
directa (escenas en negro o último viaje al más allá). El carácter místico y
verdaderamente musical de ‘’2001’’ no tiene nada que ver con los Strauss,
sentencia arriesgada la que presento pero, en opinión de quien esto escribe,
sin ninguna duda que pueda llevarnos hacia otro lugar.
‘’Misión a Júpiter’’.
El inicio de la encomienda nos presenta un nuevo y crucial personaje: el ordenador
de la serie 9000 Hal, descrito inteligentemente por Kubrick al aplicar en
pantalla el adagio de la ‘’Gayane ballet suite’’, del compositor soviético de
origen armenio Aram Khachaturiam, una estupenda pieza de gamas tranquilas y
ligeramente enigmáticas, como va a resultar la evolución de la máquina en la
historia. Magnífico inicio de esta parte para nada asociado con el ambiente
tranquilo y pausado de la expedición espacial y sí, como se indica, con el
ordenador Hal. Fragmento extenso en el que ninguna pieza musical más sonará. La
relación que establece el director entre música y personaje es, inicialmente,
fascinante.
‘’Júpiter, y más allá
del infinito’’. Dos horas de historia. Nueva, directa y visual referencia al
Monolito. Escuchamos de nuevo el ‘’Réquiem’’ de Ligeti. La tonalidad musical de
la historia ha dado, empleando un par de piezas y escasos minutos, un giro
brusco dejando atrás la suavidad de los valses y la universalidad de las piezas
clásicas. Las imágenes siguen presentando una poesía visual y una pausa
extremas, hermosas. No escuchar ya, desde hace muchos minutos, la música de
Strauss nos lleva a ratificar la teoría propuesta del sentido de ésta en el
filme, muy lejano al que muchos quieren atribuirle de manera única, como es la
representación de la solemnidad visual. Sí, existe (ya comentado), pero su
crucial cometido fue enlazar vida primitiva con la suntuosidad de la evolución
a la moderna. Una vez ‘’gastada’’ esta
función, Johann Strauss desaparece. Por otro lado, el detalle de la aplicación
del ‘’Réquiem’’ de György Ligeti nos hace ver la figura del extraño objeto como
algo más allá de la común ubicación referente al concepto de Dios o la Idea. El
réquiem es una composición musical que se asocia a los difuntos, a la muerte.
Aquí encontramos, desde el punto de vista musical, una interpretación posible,
interesante y por la que me decanto, terminado el estudio de la partitura que
Kubrick aplicó sobre el extraño elemento: la muerte; más aún, la Muerte como
concepto global y amplísimo que, de la misma forma que interpretaciones
directas, podemos incluso asociar con la idea de Dios. Complejísimo.
El desenlace contiene
un poder compositivo excepcional, tanto de imagen como de música.
‘’Atmosphères’’ supone, en la secuencia de las luces y paisajes vanguardistas,
el colofón a su presencia, como pieza musical, en toda la obra. Una elegía por
lo desconocido, lamento al miedo, al terror por no saber qué… (así se muestra
durante su audición, única e individual, en las pequeñas partes en negro, al
inicio y mitad del filme). Su proyección hacia los colores y formas que vemos,
por las que permanece el astronauta tras ser atrapado por el Monolito, es una
prueba de paciente filosofía y meditación de todo aquel que sufre o ve. György
Ligeti se ha convertido en pieza clave en la presente historia. Y, por fin,
Richard Strauss de nuevo, tras todo el argumento, poderoso para trazar un lazo
de incertidumbre en torno a la figura completa y global del Universo y el Ser
Humano, motivo por el cual se escucha al inicio y final de la obra.
En definitiva, una
partitura para ‘’2001: una odisea del espacio’’ que, si bien carece de
trabajo original, es inteligentemente aplicada y su sonoridad y significado
real, lejos de mantenernos entre las dos famosas piezas que suenan y la mayoría
de espectadores conoce, nos conducen inexorablemente (quizá como el Monolito)
hacia las texturas dramáticas y oscuras de György Ligeti, auténtico referente
de esta obra. Gran trabajo de elección y aplicación de Stanley Kubrick y
excepcionales piezas clásicas.
Rosaria
Parondi (Katina Paxinou) y cuatro de sus hijos, Simone (Renato Salvatori),
Rocco (Alain Delon), Ciro (Max Cartier) y Luca (Rocco Vidolazzi), llegan a
Milán procedentes de su tierra natal, Lucania, en busca de trabajo y unas
mejores condiciones de vida. Allí se encuentran con Vincenzo (Spiros Focas), el
mayor de los hermanos, que trabaja como albañil y está comprometido con Ginetta
(Claudia Cardinale).
Sobrecogedor
melodrama familiar de raíces neorrealistas que transita hacia una estilizada
estética de claroscuros propia del cine negro, anticipando algunos de los
elementos operísticos (la estructura narrativa, la dirección, el gusto por lo
visual, la catarsis emocional de los personajes) que caracterizarían al cine
posterior de su inmarcesible autor. La película, coproducción italo-francesa de
unas tres horas de metraje, obtuvo el Premio FIPRESCI de la Crítica
Internacional en el Festival de Venecia de 1960.
Rocco e i suoi fratelli
está estructurada, como las tragedias de Shakespeare, en cinco actos. Cada uno
de esos cinco actos recibe el nombre de cada uno de los cinco hermanos Parondi
por orden de edad, desde el mayor hasta el menor (Vincenzo, Simone, Rocco, Ciro
y Luca). No obstante, son dos los hermanos que tienen un mayor peso en el
desarrollo de la trama, y los que, por tanto, aparecen mejor definidos: Simone y Rocco.
De hecho, se puede decir que buena parte del guión (en el que intervinieron
hasta siete manos, incluidas las del propio Visconti y las de la reconocida
guionista Suso Cecchi D´Amico) gravita en torno a la contraposición que
progresivamente va estableciéndose entre ambos: enamorados de una misma mujer,
la prostituta Nadia (Annie Girardot), y dedicados, aunque con suerte dispar, a
la misma profesión, el boxeo. A Simone la vida en la gran ciudad lo va
corrompiendo poco a poco debido a su afición al sexo, el juego y la bebida. Lo
suyo es una auténtica bajada a los infiernos de los celos, la desesperación y
el pecado tras enamorarse de Nadia. Rocco, en cambio, de carácter bondadoso y
generoso, termina erigiéndose como el inesperado pilar sustentante del edificio
familiar, sacrificando su felicidad (y la de Nadia) en favor de su querido hermano.
Ese montaje en paralelo, absolutamente magistral por su impacto emocional, en
el que Visconti nos muestra a Rocco, por un lado, venciendo sobre el
cuadrilátero en un combate importante, y a Simone, por el otro, cometiendo un
atroz crimen a orillas del río, refleja a la perfección el ascenso de uno y la
definitiva caída del otro.
El
reparto de la película incluye a conocidos actores italianos, franceses y
griegos, destacando las interpretaciones de Renato Salvatori y, sobre todo,
Annie Girardot, quien bajo mi punto de vista constituye la gran figura trágica
del filme. Su escena junto con Alain Delon entre los pináculos y contrafuertes
del tejado de la Catedral de Milán, es una de las más bellas que yo haya podido
contemplar en una pantalla de cine.
Otros
aspectos a subrayar dentro de esta incuestionable obra maestra, son la
impresionante fotografía en blanco y negro de Giuseppe Rotunno y la hermosa partitura
de Nino Rota.