Suecia, mediados del siglo XIV. El caballero Antonius Block (Max von Sydow) y su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand), regresan a su tierra natal, asolada por la peste negra, tras diez años en Las Cruzadas. Block se encontrará con la figura de la muerte, a la que reta a una partida de ajedrez en la que se juega su propia vida.
Admirable alegoría existencialista que constituye uno de los títulos clave del cine europeo de todos los tiempos. Su impactante iconografía se ha convertido en una de las estampas más reconocibles de la cinematografía mundial.
El cineasta traslada a la gran pantalla sus propias inquietudes espirituales a través de dos personajes, cuyas dispares posiciones ideológicas frente a las ideas de Dios y la muerte, conforman el todo convulso y contradictorio que acompañó al autor sueco durante gran parte de su periplo vital. Y es que tanto en el caballero como en su fiel escudero, podemos reconocer algunos de los rasgos que caracterizaron a la concepción que de la existencia tenía su extraordinario hacedor: Antonius Block es un espíritu kierkegaardiano en el sentido de que vive en un constante estado de angustia e incertidumbre. Quiere saber si existe Dios y si hay vida más allá de la muerte. No soporta la idea de que su realidad se encamine hacia la nada absoluta. Para él, Dios es una necesidad; y es esa necesidad la que prácticamente le obliga a creer. Esta actitud permite emparentarlo con las teorías de la religión del filósofo alemán Feuerbach, quien considera que Dios es una creación humana producto de sus anhelos. Jöns, por su parte, posee una personalidad pragmática que se atiene a los dictámenes de la razón. Es el contrapunto realista y terreno de su atormentado señor. Su ateísmo resulta evidente y su humor rezuma acidez e ironía. Su notable elocuencia contrasta con el carácter mucho más contenido de aquel al que sirve. Ambos son seres desencantados, sobre todo si los comparamos con el vitalismo que irradian el matrimonio de juglares y su pequeño hijo; individuos de una simpleza encantadora, cuya pureza alejada de cualquier tipo de oscurantismo, acabará por salvarles del abrazo de la parca.
Bergman ubica su relato en un contexto de tinieblas, superstición y fanatismo religioso. Para ello se vale de una expresionista puesta en escena que nos retrotrae al medievo románico, regalándonos imágenes de enorme poderío visual y plasmando a la perfección el temor y el desasosiego que definió a una etapa muy determinada de la historia europea.
A pesar de lo comentado, no todo es grave y solemne en el filme, ya que en él también encontramos los pasajes de tono cómico y picaresco habituales en el Bergman anterior a Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961). De hecho, no se debe caer en el error de interpretar El séptimo sello como una obra sombría y pesimista en su totalidad. Puesto que el director se esfuerza por enfatizar sus aspectos más vitalistas y livianos, como si así tratase de darnos a entender, que es en esos pequeños grandes momentos del día a día, donde se encuentra la única verdad que da sentido a nuestra existencia.