Kris Kelvin (Donatas Banionis), científico y psicólogo, es enviado a la estación espacial que gira en torno al planeta Solaris. Al que rodea algo parecido a un océano que, según se cree, puede ser una especie de cerebro pensante. Todas las informaciones que llegan desde la estación son desconcertantes y carecen de sentido, por lo que la misión de Kris consistirá en comprobar qué sucede en el interior de sus instalaciones.
El personaje de Kris evolucionará de forma drástica a lo largo de la película, ya que si al principio se muestra como un tipo frío y extremadamente racional, al final acabará sucumbiendo a las pasiones y emociones que se desencadenan en la estación.
El guión de Solaris fue escrito conjuntamente por Andrei Tarkovsky y Friedich Gorenstein a partir de la novela homónima de ciencia-ficción de Stanislaw Lem.
Siendo Tarkovsky, está claro que no nos encontramos ante una cinta de ciencia-ficción al uso (Tarkovsky renegaba de dicho género), sino que se trata de una reflexión de carácter existencialista en la que se intenta penetrar en las oscuras profundidades del alma humana.
Solaris se estrenó en 1972, cuatro años después de la obra maestra de Kubrick 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), por lo que las comparaciones entre una y otra resultaron inevitables. Estamos, en cualquier caso, ante dos filmes completamente distintos. Ya que, además de la diferencia de presupuesto, existe otra, quizá más importante; y es que si en 2001 Kubrick buscaba las respuestas en el exterior, en el espacio, Tarkovsky prefiere realizar un ejercicio de introspección humanista. El espacio exterior carece de importancia en Solaris. De hecho, las imágenes del mismo son escasas. Al contrario del espectáculo coreográfico que Kubrick nos ofrecía en su obra. Si en 2001 los diálogos eran limitados, en Solaris, en cambio, son abundantes y profundos.
El filme comienza con el Preludio Coral en Fa Menor de J. S. Bach, lo que nos indica que estamos ante un filme de evidentes connotaciones religiosas (como casi toda la filmografía de su autor). Tras los títulos de crédito iniciales, la acción se sitúa en la tierra. Se trata de un extenso prólogo, ausente en la novela, que Tarkovsky incluyó para dejar claro desde el principio que su interés se centra, ante todo, en la relación que se establece entre nuestro planeta y el hombre; no entre el hombre y el resto del cosmos.
Una vez trasladado a la estación espacial, Kris comprobará que el océano pensante es capaz de reproducir los sueños y recuerdos de la mente humana. Algo que se produce cuando los tripulantes duermen, y que en el caso de nuestro protagonista, dará lugar a la aparición de Hari (Natalia Bondarchuk), su mujer que se había suicidado unos años atrás. Pocos personajes en la historia del cine desprenden el patetismo de Hari, esa chica sensible y enamorada que, para no dañar a su amado, intenta destruirse una y otra vez, resucitando de forma inevitable cada vez que lo hace.
En la película también aparecen otros dos destacados actores soviéticos que, como Kris, son tripulantes de la estación. Nos referimos a Anatoli Solonitsin, actor fetiche de Tarkovsky, y a Yuri Yarvet, más conocido por su magistral interpretación en El Rey Lear (Korol Lir, 1970) de Grigori Kozintsev (1970).
A Stanislaw Lem no le gustó demasiado la adaptación de Tarkovsky, al considerarla en exceso mística, algo que, a decir verdad, tampoco agradó a las autoridades soviéticas. La cinta ataca la vanidad de la ciencia y reflexiona sobre temas como la muerte, el amor o la inmortalidad.
Si uno conoce las preocupaciones e inquietudes religiosas que invaden la filmografía del autor de Stalker, no le costará encontrar ciertos paralelismos entre el océano de Solaris y Dios. Tampoco le extrañará la similitud, al menos conceptual, que existe entre la estación espacial y el paraíso cristiano; lugar en el que se supone que uno se reencuentra con sus sueños y seres queridos. Además, no deja de ser significativo que los “visitantes” aparezcan cuando llega el sueño. Un sueño que cuando es demasiado profundo se asemeja a la muerte, tal y como afirma Sancho Panza en un episodio de El Quijote que lee uno de los protagonistas del filme.
Si tuviésemos que quedarnos con una secuencia de esta obra maestra, nos quedaríamos con aquella en la que Kris y Hari, abrazados, flotan a consecuencia de la ingravidez de la estación, mientras suena la anteriormente mencionada composición de Bach. Esa ingravidez de los personajes, que también encontramos en otras obras de Tarkovsky, nos muestra la extraordinaria poética visual del genio ruso.
En conclusión: 165 minutos de absoluta fascinación.