Los olvidados (1950) de Luis Buñuel.

“La ley básica del capitalismo es tú o yo, no tú y yo”. (Karl Kraus)

Ciudad de México. El Jaibo (Roberto Cobo), delincuente juvenil que ha escapado del correccional en el que permanecía interno, regresa a su barrio, ubicado en los suburbios de la capital, para reunirse con su antigua pandilla. A esa troupe también pertenece Pedro (Alfonso Mejía), un buen chico falto de cariño materno, que se verá envuelto en problemas por culpa del citado Jaibo.

Ya es tópica la imagen dual que presentan las grandes urbes de los países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Si bien es cierto que los sectores centrales son asiento de una actividad económica que en nada difiere de la que caracteriza a las ciudades del mundo desarrollado, con sus rascacielos, bancos y principales órganos de administración, no lo es menos que otras zonas, sobre todo periféricas, acogen a los llamados “asentamientos espontáneos”, constituidos por infraviviendas construidas a partir de materiales de desecho, que forman barriadas insalubres y carentes de todo tipo de servicios. Es el caso de las favelas en Río de Janeiro, los ranchos en Caracas, las callampas en Chile, las villas miseria en Buenos Aires o los barong barong en Manila. Precisamente en uno de esos barrios marginales se desarrolla la acción de Los olvidados, obra maestra absoluta del genio de Calanda, cuyo crudo realismo deja en pañales a la mayoría de las producciones neorrealistas de la época. La película fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y permitió al realizador aragonés obtener el premio al mejor director en el Festival de Cannes de 1951. Una encuesta llevada a cabo en 1994 por la revista Somos entre críticos e historiadores mexicanos, la elevó hasta la segunda posición de una lista en la que se seleccionaron los cien títulos más importantes de la cinematografía azteca de todos los tiempos.

Los olvidados retrata, de un modo árido y descarnado, la vida de un grupo de niños y adolescentes que malviven en un contexto de pobreza, analfabetismo, desempleo y familias desestructuradas, que prácticamente los sentencia a llevar una existencia de marginalidad y delincuencia. No importa que sean buenos o malos, todos están ligados a un mismo y trágico destino. Buñuel, quien se encuentra entre los más grandes contadores de historias del séptimo arte, narra con maestría este relato de miserias materiales y humanas, en el que no sólo se condena la injusticia social, lo que lo emparenta con algunas obras de Dickens, sino también el comportamiento y la dudosa moralidad de una clase adulta que deja mucho que desear. El Jaibo, Pedro, Ojitos, Meche y compañía, aun con sus defectos y pecados, no son más que víctimas de un leviatánico sistema socioeconómico que no entiende de igualdades de ningún tipo. Lamentablemente, el discurso expuesto sigue siendo válido en la actualidad. 

El autor de Tristana, enriquece el filme con varias de sus habituales obsesiones: surrealismo (la pesadilla al ralentí de Pedro), abundancia de gallos y gallinas (fijación reconocida por el propio cineasta), y alusiones al deseo sexual (la famosa escena en la que Meche derrama leche sobre sus piernas o el affaire entre el Jaibo y la madre de Pedro). También cabe mencionar algún que otro hallazgo visual, como el hecho de que uno de los personajes lance un huevo contra la cámara en un momento de ira, estampándolo en la mismísima cara del espectador.

Los actores, muchos de los cuales eran simples campesinos, interpretan con naturalidad a unos caracteres que resultan comunes y cercanos en su problemática diaria, destacando el trabajo de Miguel Inclán, que da vida a Don Carmelo, un ciego tirano que recuerda con anhelo los tiempos de Porfirio Díaz.

La excelente fotografía en blanco y negro de Gabriel Figueroa, plagada de contrastes y claroscuros, contribuye a redondear esta incómoda pero necesaria película del irrepetible director español.