El barón Frankenstein (Peter Cushing), junto con la ayuda del Dr. Hertz (Thorley Walters), halla la forma de capturar el alma de un cuerpo sin vida para implantarla en otro. Por otra parte, el joven Hans (Robert Morris), ayudante del barón, está enamorado de Christina (Susan Denberg), una chica deforme cuyo padre se opone a la relación. Tras el asesinato de éste, Hans será injustamente acusado y guillotinado, provocando el suicidio de su amada. Esta situación permitirá a Frankenstein transferir el alma de Hans al cuerpo de Christina.
Infravalorada y singular obra de la Hammer , que supone la tercera entrega de la pentalogía que Fisher dedicó al mito creado por Mary Shelley.
Más compleja que sus predecesoras, la cinta que nos ocupa mezcla con suma lucidez el patetismo y el terror, en una de esas historias de romanticismo trágico que tan bien se le daban al maestro británico.
En el filme se distinguen dos partes claramente diferenciadas: la primera es una hermosa y conmovedora historia de amor entre dos seres marginados; uno por su horrible aspecto, y el otro por su condición de hijo de un ajusticiado. En esta parte, Fisher incide en la desigualdad y los prejuicios sociales como génesis de la posterior tragedia.
Tras la muerte de los enamorados se inicia el segundo acto del filme, en el que tras la intervención de Frankenstein, la “nueva” y sensual Christina, instigada por el alma de su querido Hans, se vengará de los verdaderos culpables del citado drama.
Todo el reparto está a un nivel excelente, no sólo Cushing, que ya es algo habitual, sino también Thorley Walters como doctor borrachín y, sobre todo, Susan Denberg, que se muestra ingenua y delicada, sexual y violenta.
También merecen ser resaltadas la música de James Bernard y la fotografía de Arthur Grant, habituales colaboradores de Fisher que siempre rayan a gran altura.
En conclusión, un notable y disfrutable preludio de la obra maestra que Fisher conseguiría con El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969).
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