Una de las grandes películas del maestro sueco; sórdida y desgarrada, supone un ejercicio de autocrítica, pues profundiza en la incapacidad del artista a la hora de hacer frente a los problemas reales del mundo. Fue la respuesta de Bergman a quienes lo consideraban un cineasta en exceso metafísico y despreocupado con respecto a la realidad política de su tiempo.
Se trata, además, de una nueva disección de las relaciones de pareja, en la que los verdaderos sentimientos aflorarán como consecuencia del factor bélico externo que los condiciona, enterrando por siempre la complaciente y forzada armonía que parecía reinar en un principio.
Bergman nos muestra el horror de la guerra a través de explosiones, efectos de luz, sonidos de disparos, paisajes desolados y cadáveres por el suelo. Todo ello ubicado en el marco aislado de la isla de Farö, espacio geográfico vinculado a su filmografía desde el rodaje de Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961).
Este alegato antibélico desemboca en un final impactante y sobrecogedor, que nos invita a reflexionar acerca de la mezquindad y la ruina moral que se derivan de toda conflagración. Un ejemplo de toda esta bajeza es el personaje de Jan, artista cobarde e inseguro, que se ve abocado a sacar a la luz lo peor de su ser para salvar el pellejo.
Sydow, Ullmann y Björnstrand están magníficos; poniéndose de manifiesto, una vez más, la maestría de Bergman a la hora de dirigir a sus actores.
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