Por Antonio Miranda.
Siete primeros minutos de partitura que afianzan esta
composición en una vertiente bien estudiada y, sin duda, fervientemente
descriptiva, lo que nos conduce a su práctica narración, al tiempo. Su calidad
es tan notable que el apoyo a las secuencias que van sucediéndose es vital como
ellas mismas.
Las apariciones de Bernard son
soberbias. Tras más de diez minutos de silencio (recordémoslo, tras una
introducción musicalmente frenética en la que la orquesta aplica una
inteligente simbiosis de los matices individuales que, apareciendo en pantalla
por separado, iban identificando a cada personaje en la escena de la primera
aparición del doctor Frankenstein), los vientos dibujan el rostro del doctor al
abrir la puerta su joven colega, Karl Holst, en busca del paquete que se le
había caído en la entrada de la residencia. No existe impacto alguno de cámara
ni efecto cinematográfico que ensalce el instante (lo hará minutos después un
zoom al rostro del doctor precisamente sin música; sin duda, Bernard ya había
‘’santificado’’ la situación con sus notas comentadas de esta primera aparición
frente a Holst). La secuencia (o, más bien, el momento) es extraordinaria
gracias a una ligera pincelada del maestro británico. Ejemplar y un
afianzamiento más, casi diría que el definitivo, de la figura extraña y oscura
del fugitivo doctor que se marca sobresaliente con el rostro de Frankenstein en
primer plano cerrando el momento. Una separación de música e imagen, cada una apareciendo
en dos instantes distintos pero unidas sin ninguna duda en el resultado final
que el director pretende ofrecer al espectador. Inteligentísimo.
La composición no está presente de
forma constante en la historia de ‘’Frankenstein must be destroyed’’; no
obstante, su impresión sí. La fuerza que tiene queda tatuada e imborrable en
cada momento y los detalles, cuando la escuchamos, dejan perplejo a cualquier
estudioso de sus apuntes: los dos doctores, ya inmersos en la búsqueda de nuevo
material quirúrgico, son descubiertos. La escena, no llegada la media hora, es
ejemplo del resto de la obra. Bernard aplica un motivo narrativo ligero que irá
balanceando según el director quiera mostrar personajes, instantes o
sensaciones. Él nunca lo abandonará y terminará la escena versionándolo, tras
la muerte del hombre, a un ritmo lento, cansino y absolutamente distinto a su
inicial. Realmente la complejidad de componer un momento mediante el empleo
único de un motivo musical es enorme y el mérito, incuestionable.
El clarinete y el oboe son los
instrumentos más importantes de la partitura. Dicho, queda clara su orientación
(de un cariz intrigante y mental más que terrorífico). Las escenas se
estructuran siempre en una dualidad marcadísima que el músico desarrolla sin
ningún tipo de restricción, sometiendo su música a las imágenes de una historia
que crece y se orienta más allá del simple horror como cliché del personaje. Su
culminación la encontramos en una secuencia maravillosa, ejemplo de cómo la
música ahoga, crece y rompe. Sin objeción: el instante artístico más alto de la
obra (aunque no el más complejo). Vayamos con él: suenan las cuerdas agudas,
adoptando el motivo principal, inquietante, que ya no cambiará en varios
minutos; Anna, la hermosa mujer que permanece con los doctores, está en su
habitación. Intuye algo y sale. Bernard cambia de los violines a los vientos
justo en ese instante; ahora recorre la escalera y los pasillos y el motivo
empleado adquiere una simetría al ya usado. Sale a los exteriores y, de nuevo,
un giro en el uso de instrumentos sin variar el tema de melodía. La partitura
evoluciona y gira con brusquedad a cada estancia que la joven recorre. No
resulta una secuencia importante en apariencia, pero sí su empleo y estructura
y el desenlace puntual que termina con el abuso del doctor Frankenstein hacia
la mujer cuando, solos en casa, entra en su habitación. Un final de secuencia
en el que el compositor trabaja más el tema que hemos mencionado y, siempre con
la dualidad comentada, bloquea lo que vemos y permite ir un poco más allá en la
figura, presencia e historia del malvado doctor.
La parte final, con el despertar
del ‘’monstruo’’ y el desenlace de todos los acontecimientos, se convierte en
el apogeo narrativo de Bernard para otorgar una movilidad de sucesos,
personajes y secuencias de altísimo nivel. El compositor nunca abandona el
cariz directo (y hasta simple) de una partitura en la que ahora, enlazando unos
segundos con otros, emplea sutilmente el tema principal entre una maraña
estructural (que no, como acabamos de indicar, compositiva) que le permite
identificar momentos y personajes una vez con una secuencia musical y, al instante,
con otra. Sobresaliente broche que todavía guarda un paso más: la sección grave
de las cuerdas surge por primera vez, poderosa y oscura, para acompañar las
intenciones del nuevo ser creado. Llegamos a percibir, fervientemente para el
estudioso, cómo los pasos del personaje, justo antes de entrar a la habitación
de la que fue su esposa, son delicadamente dibujados por las notas de los
instrumentos y de qué manera tan notable el compositor mantiene una pequeña
estructura cual minimalismo artístico en plena acción y que aglutina la
totalidad de elementos y recursos de una partitura en la que, si nos fijamos en
la mayoría de las secuencias, la variación continua hacia semitonos más agudos
es una de sus peculiaridades repetidas e identificativas. Composición, en
definitiva, de una forma simple que agudiza su complejidad en la parte final,
siempre habiendo mantenido una postura seria, firme, muy estudiada y con
instantes de verdadero nivel cinematográfico. Imprescindible en las
aportaciones del artista a las producciones de la Hammer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario