Soundtracks: El cerebro de Frankenstein (1969) de James Bernard.

Por Antonio Miranda.


Siete primeros  minutos de partitura que afianzan esta composición en una vertiente bien estudiada y, sin duda, fervientemente descriptiva, lo que nos conduce a su práctica narración, al tiempo. Su calidad es tan notable que el apoyo a las secuencias que van sucediéndose es vital como ellas mismas.

Las apariciones de Bernard son soberbias. Tras más de diez minutos de silencio (recordémoslo, tras una introducción musicalmente frenética en la que la orquesta aplica una inteligente simbiosis de los matices individuales que, apareciendo en pantalla por separado, iban identificando a cada personaje en la escena de la primera aparición del doctor Frankenstein), los vientos dibujan el rostro del doctor al abrir la puerta su joven colega, Karl Holst, en busca del paquete que se le había caído en la entrada de la residencia. No existe impacto alguno de cámara ni efecto cinematográfico que ensalce el instante (lo hará minutos después un zoom al rostro del doctor precisamente sin música; sin duda, Bernard ya había ‘’santificado’’ la situación con sus notas comentadas de esta primera aparición frente a Holst). La secuencia (o, más bien, el momento) es extraordinaria gracias a una ligera pincelada del maestro británico. Ejemplar y un afianzamiento más, casi diría que el definitivo, de la figura extraña y oscura del fugitivo doctor que se marca sobresaliente con el rostro de Frankenstein en primer plano cerrando el momento. Una separación de música e imagen, cada una apareciendo en dos instantes distintos pero unidas sin ninguna duda en el resultado final que el director pretende ofrecer al espectador. Inteligentísimo.


La composición no está presente de forma constante en la historia de ‘’Frankenstein must be destroyed’’; no obstante, su impresión sí. La fuerza que tiene queda tatuada e imborrable en cada momento y los detalles, cuando la escuchamos, dejan perplejo a cualquier estudioso de sus apuntes: los dos doctores, ya inmersos en la búsqueda de nuevo material quirúrgico, son descubiertos. La escena, no llegada la media hora, es ejemplo del resto de la obra. Bernard aplica un motivo narrativo ligero que irá balanceando según el director quiera mostrar personajes, instantes o sensaciones. Él nunca lo abandonará y terminará la escena versionándolo, tras la muerte del hombre, a un ritmo lento, cansino y absolutamente distinto a su inicial. Realmente la complejidad de componer un momento mediante el empleo único de un motivo musical es enorme y el mérito, incuestionable.

El clarinete y el oboe son los instrumentos más importantes de la partitura. Dicho, queda clara su orientación (de un cariz intrigante y mental más que terrorífico). Las escenas se estructuran siempre en una dualidad marcadísima que el músico desarrolla sin ningún tipo de restricción, sometiendo su música a las imágenes de una historia que crece y se orienta más allá del simple horror como cliché del personaje. Su culminación la encontramos en una secuencia maravillosa, ejemplo de cómo la música ahoga, crece y rompe. Sin objeción: el instante artístico más alto de la obra (aunque no el más complejo). Vayamos con él: suenan las cuerdas agudas, adoptando el motivo principal, inquietante, que ya no cambiará en varios minutos; Anna, la hermosa mujer que permanece con los doctores, está en su habitación. Intuye algo y sale. Bernard cambia de los violines a los vientos justo en ese instante; ahora recorre la escalera y los pasillos y el motivo empleado adquiere una simetría al ya usado. Sale a los exteriores y, de nuevo, un giro en el uso de instrumentos sin variar el tema de melodía. La partitura evoluciona y gira con brusquedad a cada estancia que la joven recorre. No resulta una secuencia importante en apariencia, pero sí su empleo y estructura y el desenlace puntual que termina con el abuso del doctor Frankenstein hacia la mujer cuando, solos en casa, entra en su habitación. Un final de secuencia en el que el compositor trabaja más el tema que hemos mencionado y, siempre con la dualidad comentada, bloquea lo que vemos y permite ir un poco más allá en la figura, presencia e historia del malvado doctor.


La parte final, con el despertar del ‘’monstruo’’ y el desenlace de todos los acontecimientos, se convierte en el apogeo narrativo de Bernard para otorgar una movilidad de sucesos, personajes y secuencias de altísimo nivel. El compositor nunca abandona el cariz directo (y hasta simple) de una partitura en la que ahora, enlazando unos segundos con otros, emplea sutilmente el tema principal entre una maraña estructural (que no, como acabamos de indicar, compositiva) que le permite identificar momentos y personajes una vez con una secuencia musical y, al instante, con otra. Sobresaliente broche que todavía guarda un paso más: la sección grave de las cuerdas surge por primera vez, poderosa y oscura, para acompañar las intenciones del nuevo ser creado. Llegamos a percibir, fervientemente para el estudioso, cómo los pasos del personaje, justo antes de entrar a la habitación de la que fue su esposa, son delicadamente dibujados por las notas de los instrumentos y de qué manera tan notable el compositor mantiene una pequeña estructura cual minimalismo artístico en plena acción y que aglutina la totalidad de elementos y recursos de una partitura en la que, si nos fijamos en la mayoría de las secuencias, la variación continua hacia semitonos más agudos es una de sus peculiaridades repetidas e identificativas. Composición, en definitiva, de una forma simple que agudiza su complejidad en la parte final, siempre habiendo mantenido una postura seria, firme, muy estudiada y con instantes de verdadero nivel cinematográfico. Imprescindible en las aportaciones del artista a las producciones de la Hammer.

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