Por Antonio Miranda.
No
hay duda del camino que toma la partitura para ‘’El espíritu de la colmena’’,
significado que desciframos interpretando adecuadamente la escena en la que
Teresa permanece ‘’dormida’’, echada en la cama, mientras (sin verse en
pantalla) su marido Fernando llega a la habitación y se oye el sonido del tren
a lo lejos. La simbología es absoluta en una secuencia sencilla y humilde. Así
hemos de tomar el sentido de la música en esta obra, tan aparentemente inocente
e infantil con ese sonido blanco y tierno de la flauta y unas estructuras nada
complejas. La escuchamos de forma, aunque no continuada, sí muy presente en una
historia pura y rural en la que dos elementos principales van a proyectar su
influencia en la composición, para así entender su función: la infancia y los
instantes místicos (breves pero directos) en pantalla.
La
obra de cámara que Luis de Pablo (prolífico compositor español de música
contemporánea) fabrica para la obra de Víctor Erice (no podría ser de otra
manera, reflejo de una poesía visual paciente e intelectual, característica del
director y poco usual en el cine español) mantiene al espectador entre las dos
cualidades más compactas y representativas de la historia: la inocencia y el
misterio (filosófico, no lo olvidemos). La primera: marcada por los vientos y
la guitarra; la segunda: mediante las modulaciones inteligentes que el músico
presenta en la mayoría de sus temas, lo cual nos lleva a percibir algo extraño
al tiempo que suena una melodía nítida y dulce. Su presencia, constante, se
limita a funcionar como pequeña introducción a las secuencias que se van
sucediendo, en la mayoría de los casos sin tomar parte directa en ellas pero sí
consiguiendo una orientación partiendo de su escucha.
Durante
la segunda parte de la historia, donde ya vamos desgranando la simbología y
evolución del argumento, el compositor gira ligeramente sus matices hacia una
vertiente enigmática mayor (la espiritual, incluso), ya no basada en las
pequeñas modulaciones dentro de temas melódicos sino fabricando completos
fragmentos de minimalismo misterioso. Hábil acción del artista que, usando la
música como elemento de unión, junta la parte primera, melódica y tierna, con
la segunda, más inquietante, y toma como referente el mundo infantil. Un gran
trabajo, silencioso en el conjunto de la obra, pero con gran valor.
La
historia concluye con el desenlace de una evolución musical y de la historia
que confluye absolutamente en la figura de la niña Ana. Su inquietud, su
rebeldía (comedida, tranquila y pura) han llevado a de Pablo a transformar sus
notas como si de un truco mágico se tratase. No es así, la progresión que ha
seguido ha sido estudiada y aplicada con sencillez. Ya al inicio de la
película, cuando las dos hermanas visitan por primera vez juntas el pozo de
agua y el establo abandonado, el músico plantea la primera pista a su trabajo: propone
(versionada) la canción tradicional infantil ‘’Vamos a contar mentiras’’,
primero (cuando las niñas van juntas) a un ritmo alegre y desenfadado y más
tarde (cuando Ana regresa sola) con una pausa a medio tiempo que es la primera
muestra del carácter reservado y enigmático de la orientación (basada en Ana)
que va a sucederse durante el argumento.
Luis de Pablo.
En
definitiva, un trabajo notable de Luis de Pablo para un filme extraordinario,
manteniéndose en un minimalismo progresivo al que llega en un segundo plano
durante la película, pero con gran importancia sin duda a la hora de su
interpretación.
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