“Cuando
dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día,
cualquier cosa puede pasarles y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando
llegue el día, inevitablemente, serán reunidos en el círculo rojo”.
Tras
pasar cinco años en prisión, Corey (Alain Delon) sale dispuesto a dar el golpe de
su vida atracando una joyería parisina. Para ello contará con la ayuda de Vogel
(Gian Maria Volonté), un fugitivo escapado, y de Jansen (Yves Montand), un ex
policía alcohólico.
En
su obra De divinatione (año 44 a.
C.), Cicerón define al destino como “la
causa eterna de las cosas, en virtud de la cual llegaron a ser los hechos del
pasado, son los hechos del presente y serán los del futuro”. Este destino, Moira para los griegos y fatum para los romanos, entendido en su
sentido más trágico y fatalista, es el principal tema de Le cercle rouge, obra maestra de Jean-Pierre Melville y principal
cumbre del subgénero de robos y atracos junto a Rififi (Du rififi chez les
hommes, 1955), de Jules Dassin.
Durante
la primera media hora de metraje, dos tramas transcurren de manera paralela con
la ciudad de Marsella como punto de origen. Por un lado, el reputadísimo y
eficiente comisario Mattei (André Bourvil) escolta al arrestado Vogel, que es
trasladado en un vagón de tren con destino a París. Pese a la vigilancia, éste consigue
escapar, organizándose a continuación una multitudinaria batida en el bosque para
encontrarlo. Por el otro, Corey, después de salir de prisión, realiza una
visita a Rico (André Ekyan), un antiguo socio suyo que no ha querido saber nada
de él durante su estancia en la cárcel, y que, para más inri, le ha quitado a
la que era su novia. Corey le roba dinero, se compra un automóvil y marcha en
dirección París con los matones de Rico detrás de él. Ambas tramas confluyen
cuando Vogel, huyendo de la policía, se mete en el maletero del coche de Corey,
que almuerza en un restaurante de carretera. Uno y otro terminan haciéndose
socios, colaborando en el robo de una lujosa joyería parisina junto con Jansen,
un ex policía que sufre de un terrible síndrome de abstinencia por su adicción
al alcohol. Mientras tanto, el comisario Mattei continúa con sus pesquisas para
atrapar de una vez por todas a Vogel.
Melville,
también autor del guión, da una lección de cine en términos de saber narrativo,
configuración de personajes, tensión dramática y puesta en escena (¡qué
elegante sobriedad!), elevando el género negro como ningún otro cineasta a la
categoría de expresión artística. Resulta magistral la larga secuencia del
atraco a la joyería, que remite a la de la citada Rififi, y en la que no hay diálogos de ningún tipo durante más de
media hora.
En
el apartado actoral, subrayar las espléndidas interpretaciones de Montand,
Bourvil y un Delon que vuelve a ser Le
samouraï.
Qué ironía que en las películas de Melville los criminales nunca se salgan con la suya y que sus obras en sí siempre nos roban el aliento (e incluso más), para nunca devolverlo. ¡Qué gran película, caray!
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