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Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970) de Jean-Pierre Melville.

“Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente, serán reunidos en el círculo rojo”.

Tras pasar cinco años en prisión, Corey (Alain Delon) sale dispuesto a dar el golpe de su vida atracando una joyería parisina. Para ello contará con la ayuda de Vogel (Gian Maria Volonté), un fugitivo escapado, y de Jansen (Yves Montand), un ex policía alcohólico.


En su obra De divinatione (año 44 a. C.), Cicerón define al destino como “la causa eterna de las cosas, en virtud de la cual llegaron a ser los hechos del pasado, son los hechos del presente y serán los del futuro”. Este destino, Moira para los griegos y fatum para los romanos, entendido en su sentido más trágico y fatalista, es el principal tema de Le cercle rouge, obra maestra de Jean-Pierre Melville y principal cumbre del subgénero de robos y atracos junto a Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955), de Jules Dassin.


Durante la primera media hora de metraje, dos tramas transcurren de manera paralela con la ciudad de Marsella como punto de origen. Por un lado, el reputadísimo y eficiente comisario Mattei (André Bourvil) escolta al arrestado Vogel, que es trasladado en un vagón de tren con destino a París. Pese a la vigilancia, éste consigue escapar, organizándose a continuación una multitudinaria batida en el bosque para encontrarlo. Por el otro, Corey, después de salir de prisión, realiza una visita a Rico (André Ekyan), un antiguo socio suyo que no ha querido saber nada de él durante su estancia en la cárcel, y que, para más inri, le ha quitado a la que era su novia. Corey le roba dinero, se compra un automóvil y marcha en dirección París con los matones de Rico detrás de él. Ambas tramas confluyen cuando Vogel, huyendo de la policía, se mete en el maletero del coche de Corey, que almuerza en un restaurante de carretera. Uno y otro terminan haciéndose socios, colaborando en el robo de una lujosa joyería parisina junto con Jansen, un ex policía que sufre de un terrible síndrome de abstinencia por su adicción al alcohol. Mientras tanto, el comisario Mattei continúa con sus pesquisas para atrapar de una vez por todas a Vogel.


Melville, también autor del guión, da una lección de cine en términos de saber narrativo, configuración de personajes, tensión dramática y puesta en escena (¡qué elegante sobriedad!), elevando el género negro como ningún otro cineasta a la categoría de expresión artística. Resulta magistral la larga secuencia del atraco a la joyería, que remite a la de la citada Rififi, y en la que no hay diálogos de ningún tipo durante más de media hora.

En el apartado actoral, subrayar las espléndidas interpretaciones de Montand, Bourvil y un Delon que vuelve a ser Le samouraï.

Memorable de principio a fin.


1 comentario:

  1. Qué ironía que en las películas de Melville los criminales nunca se salgan con la suya y que sus obras en sí siempre nos roban el aliento (e incluso más), para nunca devolverlo. ¡Qué gran película, caray!

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