En la primera película se narra parte del reinado de Iván IV (S.XVI), apodado “el terrible” (Nicolai Tcherkassov), primer gobernante que asumió el título de zar y luchó por la unificación de Rusia frente a los intereses de los boyardos y la iglesia ortodoxa.
La segunda parte (La conjura de los boyardos) se centra fundamentalmente en las conspiraciones que llevan a cabo los enemigos de Iván para derrocarle, provocando así la ira del zar, que desde entonces hará honor a su apelativo.
Inicialmente el proyecto incluía la filmación de una tercera parte; sin embargo, la prematura muerte del director no lo permitió.
Mientras que por la primera parte Eisenstein recibió multitud de premios y halagos en su país, la segunda fue bastante mal recibida. Las autoridades criticaron su escasa veracidad histórica, y el propio Stallin vio en el segundo Iván una especie de reflejo de sí mismo. Es preciso señalar, que el Iván de la segunda parte es un hombre atormentado de espíritu shakespearino, una especie de Hamlet que nada tiene que ver con un soberano absoluto y seguro. Por todo ello fue censurada y no pudo verse en la URSS hasta 1958.
Nos encontramos ante una obra grandiosa, que en términos de estilo visual y logros formales resulta insuperable. La sublime y milimétrica puesta en escena permite a Eisenstein mostrar su portentosa capacidad expresionista, sólo comparable a la de Orson Welles.
La cámara apenas se mueve (en la primera parte sólo hay seis movimientos en más de hora y media), y la acción fluye a través de un genial uso del montaje. Eisenstein vuelve a demostrar por qué se le considera el mejor montador de la historia del cine.
El filme está lleno de planos antológicos, destacando el uso de primeros y primerísimos planos donde las miradas juegan un papel esencial. Uno de los más recordados es aquel en el que se combina un primer plano del perfil de Iván mirando hacia abajo con un fondo en el que se observa una hilera de personas que avanzan sobre un paisaje nevado.
Las interpretaciones pueden parecer exageradas y teatrales, sobre todo la de Nicolai Tcherkassov, algo que se debe a la influencia del teatro chino y del kabuki japonés. Y es que todo en el filme está sublimemente estilizado.
Aunque la película está rodada en blanco y negro, con una magnífica fotografía de Andrei Moskvin y Eduard Tissé, los últimos minutos son en color, ya que Eisenstein utilizó unos rollos de película virgen Agfa que los rusos habían confiscado en Alemania durante la guerra. No se trata de un color de texturas naturales, sino que predominan los tonos rojos fuertes (la fiesta del zar) y los amarillentos (el asesinato del zar impostor en la catedral). Sin duda, una muestra de las experimentaciones que Eisenstein podía haber llevado a cabo con el color en futuros trabajos.
Otro elemento a destacar en esta magna obra es la extraordinaria partitura de Sergei Prokofiev.
Se trata, en conclusión, de una pieza de arte cinematográfico con mayúsculas.
Dos películas geniales de Eisenstein. Una pena que no pudiese completar la trilogía prevista debido a su muerte. Y también una pena que muriese bastante joven. Sería interesante ver como habría sido la carrera de Eisenstein si no hubiese vivido en un época y en un país donde el gobierno de Stalin ponía tantos impedimentos a los artistas.
ResponderEliminarUn saludo.