Por Antonio Miranda.
Nos resultará angustioso;
tal vez la osadía de una globalidad raje el intento de estudio, pero hemos de
practicarla. La crítica formada de una banda sonora, asociada a una historia
compleja (como resulta la actual), no bastará para comprender la función de la
música en pantalla. Tengo que ofrecer un impulso al intelecto: sólo así
podremos generar ‘’fe en el caos’’.
Pretendiendo facilitar las palabras que salen del
pensamiento perderemos cualquier tipo de apuesta. Concentración sería, cual
lectura mística de la teoría de un filósofo, la manera adecuada de situarnos
frente a las imágenes y captarlas en su totalidad, inyectadas en la partitura.
Los primeros minutos nos agobiarán, sin duda, y harán que nos adentremos en un
innumerable cuerpo de conceptos deducibles (no con facilidad) del todo que nos
dispara el director, Darren Aronofsky. Percibimos una electrónica perturbadora,
rechazable y vertida en dos visiones: la mente y la ciencia. En el ser humano,
ambas se juntan; la mente es la portadora de la ciencia y en ella se forjan los
conceptos matemáticos más histriónicos. Así actúa Mansell: los pads
atmosféricos (la mente humana) acoplados, pegados e insertados inteligentemente
(y con firmeza) en los ritmos y arpegios sintetizados, mecanizados e
insistentes (la loca numerología matemática). Un inicio tan desconcertante como
potente e intelectual. Si en diez minutos no concentraste tu poder teórico…:
abandona la historia.
Diez minutos más nos
otorgan el beneplácito de los modelos: Maximillian Cohen, el protagonista, los
busca, inmersos en la naturaleza, proyectados desde los sistemas inferiores. A
los veinte minutos, como digo, Mansell practica un alarde de narración
fascinante. La escena es importante. Max atraviesa tres estados: primero,
hablando con el repentino judío practicante, personaje interesante que conversa
con él sobre el mundo científico y de las matemáticas (el músico aplica unos
arpegios sintetizados a medio tiempo, contenidos); segundo: el protagonista
intuye de inmediato y marcha a su estudio, donde inicia sus procesos de
investigador acompañado por los ritmos, ya frenéticos, del compositor (esos
arpegios que antes indicábamos, reflejo del mundo científico, pasan, ahora, a
la máxima expresión, que son los fragmentos con batería); tercero: un nuevo
elemento entra en escena. Mansell se calma, pero no abandona la intriga. Max
(su mente) de pronto parece ser bloqueado, atacado y obstruido por un motivo
lejano a él mismo: el sexo (interesantemente introducido en momentos puntuales
del filme). Con todo, no olvidemos un cuarto detalle, fundamental, que ha
brotado potente, pero breve, durante este primer cuarto de historia: Cohen
sufre fuertes ataques de jaqueca, aplacados mediante medicina y con las cuerdas
de Mansell, también sintetizadas, como si de agujas mortíferas se tratara todo
ello, ‘’coloreando’’ de terror la vida del muchacho. Estas cuerdas atenuadas
artificialmente resultan, sorprendentemente, de la fusión del mundo científico
(arpegios directos y marcados) con la mente del protagonista (pads etéreos y
prolongados). Si ambos mundos y sonidos fueran agitados en una coctelera
musical, sin duda el sonido resultante serían las chirriantes cuerdas que
pinchan la cabeza de Cohen y que, en realidad, suponen el eje central de su
existencia (la locura). Clint Mansell (como, por su parte, Aronofsky), va
creando poco a poco ese modelo que tanto busca Max.
Surrealista, obsesivo y cínico, el planteamiento de ‘’Pi,
fe en el caos’’ se sustenta en la calidad que adquiere la cinta al ser pensada
únicamente como tratado filosófico de la nada, del vital caos de la existencia.
Lo mismo ocurre con la partitura de Mansell, un salto hacia el continuo bien
hacer del artista que, poco después, le llevaría hasta la inigualable y
perfecta ‘’Réquiem por un sueño’’, del mismo director, una de las mejores
composiciones en la historia del cine. Y, volviendo al asunto que nos ocupa,
pasados diez minutos más y llegando a los treinta (¿nos percatamos ahora, tal
vez, del modelo que director y compositor nos presentan, a su vez, bajo una
estructura importante de 10+10+10?; interesantísimo…), la historia nos enseña
una conversación entre Max y su mentor, un viejo matemático, sobre la
trascendencia de los modelos, la ciencia, la religión y la existencia. Mansell
se contiene, su plano es el segundo y la maestría de director y compositor,
aunando intenciones, es portentosa. Un ejemplo a seguir de cómo manejar una
secuencia importante sin estridencias ni tonterías. Magistral.
Veinte minutos más
(10+10+10+20). La segunda parte de la historia confirma la fusión de los dos
elementos principales, musicalmente hablando (sin contar el que refleja la
locura durante los ataques de Max): el protagonista espera y consigue un chip
de última generación con el que podrá volver a emplear, en máxima potencia, su
ordenador ‘’Euclides’’ y continuar así sus investigaciones. Durante la tensa
espera y el inicio de la conexión, Cohen inquieta su mente y Mansell lo
ejemplifica mediante los pads atmosféricos ya comentados. Cuando el ordenador
entra en funcionamiento y el matemático relaja su inquietud, el paso de la
mente a la máquina es reflejado mediante la aparición sutil de los arpegios
sintetizados superpuestos a la capa de pads, que poco a poco irá
desapareciendo. Genial.
10+10+10+20+10…y percibimos más cuerpo en la forma. ¿Tal
vez el ‘’modelo musical’’ se va creando? Definitivamente, ha entrado en juego
un sonido importante: el bajo sintetizado. Mansell da un paso más y compendia
lo anterior en un solo sonido al que otorga vida, basada en el ritmo, propia.
Su cuerpo profundo y vital da perfiles claros a la personalidad completa de
Maximillian Cohen. La fusión, ahora, de mente y ciencia es completa y el ritmo
de vida del protagonista va narrándose por Mansell, astutamente, mediante este
nuevo sonido. La vida de Cohen avanza (y también lo hace la de la partitura).
10+10+10+20+10+10… Max
parece estar cerca de la resolución de sus dudas, de su conflicto y de su
modelo. En otro de sus ataques parece morir, su vitalidad se serena y el bajo
suena como si latiendo su corazón dulcificara todo su alrededor. Mansell va
anunciando el final.
10+10+10+20+10+10+10… Modelo final. La partitura
concluye; pausada y frágil, deja el protagonismo a la imagen. Tras haber
completado un prolífico minutaje, director y músico deciden zanjar la historia
mediante el ámbito vital de la pausa, un acontecimiento impactante (apenas
aderezado con un efecto de sonido de fondo) y la tranquilidad de la deducción a
propósito de todo lo acontecido. Tanta mezcolanza de concepto, notas y detalles
es culminada con el sosiego, tal vez, del único modelo existencial: ¿la muerte?
En definitiva, una partitura que consagró a Clint Mansell
dentro del mundo de la música de cine y que, afortunadamente, le ha llevado por
caminos poco reconocidos para podernos ofrecer, de este modo, composiciones
nada comerciales con un matiz personal como pocos artistas hoy poseen.
Imprescindible partitura y grandísimo y complicado trabajo.
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