El rostro (Ansiktet, 1958) de Ingmar Bergman.


Suecia, mediados del siglo XIX. El Dr. Vogler (Max von Sydow) y su compañía de “teatro magnético”; compuesta por su esposa (Ingrid Thulin), una anciana que ejerce como bruja (Naima Wifstrand) y el representante del espectáculo (Ake Fridell), atraviesan el bosque en carruaje para dirigirse a una pequeña localidad en donde han sido invitados a la mansión del Cónsul Egerman (Erland Josephson) para realizar una función privada. Allí también les espera el Dr. Vergerus (Gunnar Björnstrand), que pretende analizar los métodos de actuación del misterioso Dr. Vogler.


Brillante juego de espejos el que nos plantea Bergman en El rostro, una película en la que el autor de El séptimo sello vuelve a reflexionar sobre temas habituales en su obra como la verdad, la muerte, las máscaras sociales o la relación entre sexos.

Con una atmósfera tenebrosa que remite al expresionismo alemán, el filme alterna momentos cercanos al relato gótico con otros en los que se adentra sin ningún tipo de pudor en la comedia libertina. Sus coqueteos con el fantástico (la relación entre el mundo terreno y el del más allá) lo emparentan con La carreta fantasma (Körkarlen, 1921) de Victor Sjöström, una de las obras maestras del período silente a la que se homenajea visualmente en algunos momentos.


La trama gira en torno a la confrontación que se establece entre la razón/ciencia y la ilusión/creencia, entre lo explicable y lo inexplicable, entre lo visible y lo no visible. Posturas contrapuestas que se ejemplarizan en los personajes del Dr. Vergerus y el Dr. Vogler respectivamente.

Vogler y su troupe son invitados a la mansión para sufrir la humillación de los hombres de ciencia en un ejemplo de cómo la vanidosa modernidad trata de aniquilar cualquier resquicio de primitiva superstición. No obstante su triunfo será sólo parcial, tal y como se refleja en la escalofriante (por cercana al terror) secuencia que se desarrolla en el desván, ya casi al final del metraje.

Bergman también profundiza en la importancia que adquieren las máscaras, en un sentido metafórico, como medio para que el artista sea tomado en serio por su público, ya que desprovisto de las mismas, pierde su halo de notoriedad convirtiéndose en un simple mortal más, cuyo único objetivo es la propia subsistencia.


Además de lo anteriormente citado, el sabio manejo de la puesta en escena, y la excelente labor de todo el reparto, convierten a Ansiktet en un notable trabajo dentro de la extensa filmografía del maestro sueco.

El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) de Orson Welles.


Eugene Morgan (Joseph Cotten) es un plebeyo que está enamorado de Isabel (Dolores Costello), una joven que pertenece a la familia aristocrática más influyente del Indianápolis de finales del siglo XIX: los Amberson. Una noche, al ir a cortejarla bajo la luz de la luna, Eugene romperá sin querer un contrabajo, accidental acción que Isabel se tomará como una burla, tomando la decisión de casarse con otro hombre. De esa unión nacerá George Minafer (Tim Holt), un joven engreído y malcriado. Años más tarde, Eugene, convertido en un próspero hombre de negocios, regresará a la ciudad junto a su hija Lucy (Anne Baxter), una hermosa chica de la que se enamorará George.


Tras convulsionar el lenguaje cinematográfico con su inmensa Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), Orson Welles decidió adaptar la novela The Magnificent Ambersons de Booth Tarkington, consiguiendo una nueva obra maestra que de no ser por las mutilaciones a las que fue sometida en la sala de montaje (redujeron su metraje en alrededor de cuarenta minutos) y por la implantación de un anodino happy end que Welles no filmó (se cree que pudo ser Robert Wise, montador de la película, a petición del estudio), bien podría haber superado los logros alcanzados por su ópera prima.

En cualquier caso, y a pesar de todo, El cuarto mandamiento se mantiene como uno de los filmes más fascinantes de la historia del cine norteamericano, además de ser una de las obras más profundamente personales de su excepcional autor.


En comparación con Ciudadano Kane, The Magnificent Ambersons resulta menos cerebral y más lírica. Sólo hay que recordar la secuencia del paseo en trineo por la nieve o buena parte del prólogo, en donde la irrepetible voz de Welles rememora el encanto de las modas y comportamientos de la vieja Indianápolis. Esa visión nostálgica y romántica del pasado (mucho más satisfactorio que el presente, y ya no digamos, que el futuro) también la encontrábamos en Kane, al igual que algunos de los temas esenciales que se abordan en la presente cinta; como la decadencia del poder, la infelicidad, el paso del tiempo o las oportunidades perdidas. Otro punto de coincidencia argumental entre ambas es la existencia de un personaje insolente y soberbio (Kane en un caso, George Minafer en el otro) cuyos caprichos y decisiones provocarán tanto su propia ruina existencial como la de aquellos que lo rodean.

Su expresionista puesta en escena, de remarcados claroscuros gracias al portentoso trabajo fotográfico de Stanley Cortez, se caracteriza por una utilización asombrosa (por extrema) de la profundidad de campo y por un manejo terriblemente moderno del espacio cinematográfico, destacando la elaboración y el carácter milimétrico de determinados planos secuencia (véase la secuencia del baile en la mansión de los Amberson).


También es muy interesante el sentido metafórico con el que se dota a la escalera de la mansión, espacio clave en muchos momentos del filme, que simboliza tanto las subidas y bajadas del propio periplo vital como el carácter jerárquico de una sociedad extremadamente clasista.

El trabajo de los actores no puede ser mejor, con mención especial a las composiciones de Joseph Cotten (su personaje ejemplifica la llegada del progreso y de un nuevo orden social) y Agnes Moorehead. Welles se reserva el rol de narrador, aunque resulta irresistible no tratar de imaginarse lo que hubiera conseguido de haber interpretado él mismo el papel de George.

Poco más (o mucho) se puede decir acerca de esta inmortal pieza de arte cinematográfico, cumbre ineludible en la filmografía wellesiana.


Valor de ley (True Grit, 2010) de Joel y Ethan Coen.

“Huye el impío sin que nadie lo persiga…”
(Proverbios 28:1)

Mattie Ross (Hailee Steinfeld) es una niña de catorce años que busca venganza por el asesinato de su padre a manos de un canalla llamado Tom Chaney (Josh Brolin). Para capturarlo, decide contratar los servicios del envejecido alguacil Rooster Cogburn (Jeff Bridges), conocido por su valentía y sus excesos con el alcohol. En su viaje les acompañará LaBoeuf (Matt Damon), un ranger de Texas que busca a Chaney por el asesinato de un senador.


Nueva adaptación, que no remake, de la novela homónima de Charles Portis que ya había sido llevada a la gran pantalla en 1969 por Henry Hathaway con John Wayne como protagonista principal. Esta versión anterior, aunque resultaba interesante y sumamente entretenida, distaba mucho de cualquier tipo de grandeza más allá de la conseguida interpretación de The Duke. Y es que el talento de Hathaway, pese a tratarse de un correctísimo especialista en el género (El jardín del diablo, Los cuatro hijos de Katie Elder, Nevada Smith…), quedaba muy lejos del de grandes maestros como Ford, Hawks, Walsh o Mann.

En manos de los Coen, cineastas irregulares pero de indiscutible interés, el relato de Portis gana en profundidad y madurez, resultando más crudo y grave en el fondo, y más áspero y sobrio en la forma.

Si la subversión de los géneros ha sido la constante habitual en la carrera de estos hermanos de Minnesota, aquí nos sorprenden presentando un western de marcado corte clásico, aunque aderezado con unas dosis de hiperrealismo pocas veces vista en el género.


La voz en off de la protagonista, que ya adulta recuerda su pasado, nos introduce, a modo de prólogo, en una historia que será narrada con tacto sereno hasta desembocar en su fordiano epílogo, el más hermoso y poético jamás filmado por los autores de Fargo

Esta fábula sobre el bien y el mal, está envuelta en una extraordinaria, y por momentos evocadora (bellísima la secuencia nocturna bajo un cielo estrellado en la que Cogburn cabalga para llevar a Mattie a un médico), fotografía de Roger Deakins, un colaborador ya habitual en sus trabajos.

El dibujo de los tres personajes principales está perfectamente trazado, así como la evolución de la relación entre los mismos, que pasa de ser de cierta confrontación y desconfianza al principio, hasta convertirse progresivamente en leal y afectiva.


Hailee Steinfeld se muestra como una auténtica revelación, soportando el peso dramático de la trama con una composición repleta de matices. El Cogburn de Bridges, por su parte, no desmerece en absoluto la interpretación de Wayne. Menos brillante, aunque también convincente, resulta la labor de su compañero de viaje, un Matt Damon que mejora día a día. Es una lástima que frente a ellos no encontremos a unos villanos de mayor entidad, ya que su retrato no supera la mera caricatura.

True Grit es, en cualquier caso, una excelente película. Una gran muestra de ese extraordinario género, por desgracia casi extinguido, que es el western.


El circo (The Circus, 1928) de Charles Chaplin.


El vagabundo Charlot (Charles Chaplin) huye de la policía, que lo persigue por un hurto que no ha cometido, y llega hasta un circo en donde, por accidente, acabará convirtiéndose en la estrella del espectáculo. Allí conoce a una joven (Merna Kennedy) que es maltratada por su padrastro (Al Ernest Garcia), el propietario de la compañía circense, de la que se enamora y a la que tratará de ayudar.


El circo es, probablemente, el filme más divertido de toda la filmografía chapliniana, además de constituir una nueva muestra de la sabiduría cinematográfica y vital de su autor.

Lo que hace verdaderamente grande al cine de Chaplin no es su técnica, obsoleta incluso para su época, sino el profundo valor humanístico que contienen cada una de las historias que nos cuenta. La simpleza y naturalidad con la que se exponen sus argumentos, así como la sencillez y sinceridad con la que se plantean las emociones y motivaciones de sus personajes, dotan a su obra de un carácter universal (por humano), y me atrevo a decir que inmortal, por lo que no dudo que sus películas seguirán viéndose, y disfrutándose, dentro de cien años.


En The Circus encontramos una ininterrumpida sucesión de gags desternillantes e inolvidables, como el que se da casi al principio del filme entre las barracas de feria, en donde Charlot, huyendo de la policía, acaba metiéndose en la casa de la risa ofreciendo una hilarante escena en la sala de los espejos. No resulta menos divertida la secuencia en la que nuestro protagonista se encierra sin querer en la jaula del león, o aquella otra, ya casi al final, en la que hace de improvisado funambulista mientras unos traviesos macacos le intentan quitar la ropa.


Pero no todo son risas en esta magnífica película, sino que, como en cualquier otro trabajo de su director, también hallamos momentos de poética tristeza. Y es que El circo no deja de ser una historia de desamor, en la que nuestro menesteroso héroe, perdedor donde los haya, acabará por renunciar a los dictados de su gran corazón en pos del bien común.

Mucho se hablado del final de la presente cinta, uno de los más hermosos y amargos jamás filmados por Chaplin. En él, el meditabundo vagabundo se queda solo en medio de un descampado mientras las carretas del circo se marchan con todos sus cachivaches para continuar la función en otra parte.


Se ha comentado de forma acertada que se trata de una metáfora del estado de incertidumbre en el que se encontraba el propio artista tras la llegada del cine sonoro. Personalmente me gustaría remarcar su carácter profético, puesto que un año después del estreno del filme, el Crack del 29 acabaría sumiendo en la depresión económica al mundo capitalista. En Europa, esa nefasta situación financiera sería una de las causas del ascenso del nazismo, con las fatales consecuencias que hoy todos conocemos. Era evidente que el mundo estaba cambiando, que ya nunca sería como antes. Quizá Chaplin, con su mirada perdida en ese trozo de lona en el que aparecía una estrella resquebrajada, nos estaba anunciando sin darse cuenta ese cambio; la llegada de una época de ilusiones rotas en la que ya no tendrían cabida los soñadores e idealistas.

Delicias de horror gótico: el ciclo que Roger Corman dedicó a la obra de Edgar Allan Poe.


“La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia”. (Edgar Allan Poe).



- La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960).

El filme que inicia el ciclo no sólo es el más conseguido de todos, sino que también es el que de forma más fiel refleja el espíritu de los textos de Poe. En él encontramos muchas de las constantes que caracterizarán al resto de la serie: locura, caracteres atormentados, atmósferas mórbidas, escenografías neblinosas, extrañas enfermedades, secuencias oníricas de tono psicodélico, estancias lóbregas, criptas, pasadizos secretos… Vincent Price realiza la más brillante performance de toda su carrera encarnando a Roderick Usher, uno de los personajes más fascinantes salidos de la pluma poeniana.



- El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1961).

Inspirada levemente en el relato El pozo y el péndulo, esta cinta se muestra como una de las menos logradas del ciclo a pesar de que cuenta con una magnífica ambientación del interior del castillo en el que transcurre la acción. La redundancia de flashbacks borrosos y una interpretación demasiado sobreactuada de Price no ayudan al resultado final de un filme que, no obstante, se sigue con agrado por los amantes del género.



- Historias de terror (Tales of Terror, 1962).

Esta película está compuesta por tres historias en las que se adaptan los relatos Morella, El gato negro (en cuya trama hallamos claras referencias a El tonel de amontillado, otra imprescindible creación poeniana) y Los hechos en el caso del señor Valdemar. La más conseguida es la última, en la que destaca la gran presencia de Basil Rathbone. El irrepetible Vincent Price interpreta un papel en cada uno de los episodios.



- La obsesión (Premature Burial, 1962).

El único filme del ciclo no interpretado por Vincent Price. El actor británico Ray Milland es el encargado de protagonizar esta película que se inspira en el relato El entierro prematuro. El resultado es magnífico, ya que Milland interpreta con solvencia a un personaje angustiado al que le obsesiona la idea de ser enterrado vivo al creer que sufre catalepsia. Corman nos regala otra deliciosa y elegante puesta en escena de neblinosa apariencia, mostrando un indudable talento a la hora de suministrar de forma progresiva los elementos de suspense que dotan al relato de una tensión que va in crescendo. En esta película vislumbramos influencias que van desde el Vampyr de Dreyer (la secuencia del entierro que se plasma mediante el punto de vista subjetivo de quien está siendo enterrado) hasta el episodio que Hitchcock filmó para la primera temporada de su serie Alfred Hitchcock presenta, titulado Angustia, y que estaba protagonizado por el gran Joseph Cotten.



- El palacio de los espíritus (The Haunted Palace, 1963).

Aunque se la suela incluir dentro del ciclo porque en sus créditos iniciales se hace referencia a que se inspira en un poema del autor de Los asesinatos de la calle Morgue, poco tiene que ver esta película con Poe, ya que en realidad se trata de una adaptación libre de la novela corta de H. P. Lovecraft El caso de Charles Dexter Ward. En cualquier caso nos encontramos ante uno de los mejores trabajos de Corman, su más oscura incursión en un género que dominaba a la perfección. Huelga decir que Price vuelve a estar espléndido en su doble rol, ya que interpreta tanto al brujo Joseph Curwen como a su descendiente Charles ¿Conseguirá invocar a los dioses oscuros mediante el Necronomicón para que dominen el mundo?



- El cuervo (The Raven, 1963).

La cinta más floja de todas las que componen el ciclo. Una no demasiado interesante sátira cuyo único atractivo reside en ver juntos en pantalla a tres iconos del género como Vincent Price, Boris Karloff y Peter Lorre. Toma su título del famoso poema de Poe publicado en 1845.



- La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, 1964).

Probablemente nos encontremos ante el filme más sofisticado y ambicioso desde el punto de vista artístico de todo el ciclo, de ahí que para muchos sea el mejor. Adapta la obra homónima de Poe, cuya trama se mezcla hábilmente con la de Hop-Frog, otro relato breve del escritor de Boston. Price está magnífico en la caracterización del perverso y satanista príncipe Próspero. Para el recuerdo queda la última secuencia de la película, en la que la Muerte Roja irrumpe en la fiesta de disfraces que se celebra en el castillo contaminando de la mortal plaga a todos los allí presentes.



- La tumba de Ligeia (The Tomb of Ligeia, 1964).

La película que cierra el ciclo es esta libre adaptación de uno de los relatos más estremecedores de Poe. En su prólogo encontramos un homenaje a otro de los maestros del cuento de terror clásico; nos referimos a Ambrose Bierce y a su relato El funeral de John Mortonson. Price vuelve a componer de forma notable el retrato de un hombre atosigado por el recuerdo de su fallecida esposa. Visualmente se trata de uno de los filmes más interesantes de la serie gracias, en parte, a la excelente fotografía de un profesional made in Hammer como era Arthur Grant y a la filmación de hermosos planos exteriores (toda una rareza en Corman) en los alrededores de una vieja abadía.



El tigre de Esnapur/La tumba india (Der Tiger von Eschnapur/Das Indische Grabmal, 1959) de Fritz Lang.


Un arquitecto alemán (Paul Hubschmid) es contratado por el maharajá de Esnapur (Walter Reyer) para que planifique la construcción de determinados edificios. En su camino hacia el reino, conoce a una bailarina llamada Seetha (Debra Paget), surgiendo el amor entre ambos. Sin embargo, la pareja tendrá que hacer frente a los sentimientos del poderoso soberano, quien también está enamorado de la hermosa fémina.


En su regreso a Europa tras su periplo americano, Lang dirigió este maravilloso díptico de aventuras (en realidad se trata de una sola película, pero debido a su larga duración se decidió dividirla en dos partes) que supone una de las cumbres incontestables del género.

Lejos de ser esa obra menor que algunos han pretendido ver, El tigre de Esnapur y La tumba india configuran una excepcional pieza de madurez en la que el cineasta vuelve a reflexionar sobre algunos de los temas que le obsesionaron a lo largo de su carrera.


No se trata de una simple película de aventuras, ya que si miramos bajo la deslumbrante capa de entretenimiento que la recubre, nos toparemos con una profunda disertación sobre la dualidad humana, manifestada tanto en los sentimientos encontrados como en las circunstancias contrapuestas que el filme nos expone: el amor frente al odio, la fidelidad frente a la traición, el poder frente a la servidumbre, la opulencia frente a la miseria, la civilización frente a la barbarie, las creencias religiosas frente al racionalismo… El mismo palacio en el que reside el maharajá sirve como metáfora de las contradicciones que habitan al ser humano, contrastando la fastuosidad de sus jardines y estancias con el carácter lóbrego y sombrío de las cuevas subterráneas que esconde. Esa dualidad ya la encontrábamos en la ciudad futurista de Metrópolis (1927), y anida en buena parte de los personajes que pueblan la extensa filmografía langiana. 


Narrado magistralmente y haciendo gala de un sugerente uso del color, el relato se ubica en el exótico e imaginario reino de Esnapur, situado en la India, aunque realmente parezca salido de entre las páginas de algún cuento oriental.

El inteligente aprovechamiento del marco arquitectónico, el sabio manejo de los espacios y la portentosa belleza de los encuadres, se suman a lo anteriormente citado otorgando al conjunto la categoría de rotunda obra maestra.


Mención aparte merece la sensual danza de Debra Paget bajo la monumental escultura de la diosa del templo. Todo un atrevimiento para la época.

Las obras clave de Hitchcock durante su etapa británica.



- El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927).

The Lodger es el filme que plantó las bases del género de suspense y la primera obra verdaderamente hitchcockniana. Con una puesta en escena claramente influenciada por el expresionismo alemán, la película adapta una novela de Marie Belloc Lowndes que versaba sobre la figura de Jack el destripador. Los productores obligaron a Hitchcock a modificar el final ambiguo que tenía pensado, y es que no querían que una estrella de la época como Ivor Novello pudiera aparecer como un asesino en pantalla. Años más tarde, ya en Hollywood, le ocurriría algo similar con el personaje de Cary Grant en Sospecha (Suspicion, 1941).

En 1944 John Brahm realizaría una nueva adaptación del texto de Belloc en Jack el Destripador (The Lodger), una magnífica película en la que el misterioso inquilino, interpretado en este caso por Laird Cregar, acababa revelándose como el autor de los asesinatos.


- La muchacha de Londres (Chantaje) (Blackmail, 1929).

Blackmail empezó a rodarse como un filme mudo, pero acabó convirtiéndose en la primera película sonora de su autor. Lejos de aplicar la nueva técnica de manera convencional, Hitchcock introdujo algunas novedades en el uso del sonido (véase la famosa secuencia en la que la protagonista se atormenta al escuchar la palabra cuchillo, recordándole el truculento acto que había cometido con anterioridad) demostrando un afán experimental y vanguardista que jamás le abandonaría durante el resto de su carrera. Por otra parte, la persecución final por los tejados del British Museum no deja de ser inolvidable.


- El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1934).

Esta película siempre me ha parecido uno de los ejemplos más elocuentes del nivel de perfección técnica alcanzado por Hitchcock durante su etapa inglesa. Dos décadas más tarde volvería a rodar (y a mejorar) la misma historia en la ya mítica versión de 1956 junto a James Stewart y Doris Day. No obstante, en la presente obra el villano, interpretado por el gran Peter Lorre, es mucho más interesante, y en la misma ya encontramos la memorable secuencia del Royal Albert Hall de Londres.


- 39 escalones (The 39 Steps, 1935).

Sin duda estamos ante una de las cimas de esta etapa, un filme que ejercería gran influencia en muchas de sus obras posteriores. De hecho, podemos considerarla como una especie de borrador de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), una de sus indiscutibles obras mayores. Esta comedia de suspense, de ritmo trepidante, es tan inteligente y entretenida que el espectador no podrá apartar sus ojos de la pantalla hasta que descubra qué se esconde tras los 39 escalones…


- Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938).

Probablemente Hitchcock había visto El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932) de Josef von Sternberg, filme que en su mayor parte también se desarrollaba en el interior de unos vagones de tren, antes de demostrar su impresionante dominio de la puesta en escena en esta deliciosa película en la que encontramos romance, humor, suspense y espionaje internacional. La acción tiene lugar en un país imaginario que nos recuerda mucho a la Alemania nazi, y supone todo un alarde de técnica cinematográfica. Plagada de trucos y artificios (Hitchcock siempre fue un ilusionista), la cinta se basa en una leyenda urbana francesa que el director volvería a llevar de forma más fidedigna a las pantallas, en este caso televisivas, años más tarde en su famosa serie Alfred Hitchcock presenta.

The Fighter (ídem, 2010) de David O. Russell.

Dicky Eklund (Christian Bale) es un ex boxeador conocido fundamentalmente por haber derribado en un combate al mítico Sugar Ray Leonard. Con los años se ha convertido en un drogodependiente que entrena a su hermano menor Micky (Mark Wahlberg) con el objetivo de convertirlo en un gran púgil.


Resulta evidente que la industria de Hollywood siempre se ha sentido atraída por el mundo del boxeo; ámbito sórdido y asociado a la marginalidad en el que las historias dramáticas y de autosuperación emergen con suma facilidad.

A la memoria de cualquier cinéfilo se asoman clásicos como El ídolo de barro (Champion, 1949) o Más dura será la caída (The Harder They Fall, 1956), ambas de Mark Robson; filmes populares como Rocky (ídem, 1976) de John G. Avildsen y la mediocre saga que generó; cintas fallidas como Ali (ídem, 2001) de Michael Mann; estimables como Cinderella Man (ídem, 2005) de Ron Howard o simplemente memorables como Toro salvaje (Raging Bull, 1980) de Martin Scorsese, Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947) de Robert Rossen o Million Dollar Baby (ídem, 2004) de Clint Eastwood.

Ahora nos llega The Fighter, una película menor basada en hechos reales que sorprendentemente ha sido muy bien acogida por buena parte de la crítica norteamericana, y en la que lo único verdaderamente reseñable es la soberbia interpretación de Christian Bale.


El guión no acaba de convencer en su somero tránsito por diversos subgéneros como el drama pugilístico, el familiar, el carcelario o el social vinculado a la problemática de la adicción a las drogas. Tanto en la descripción de personajes como en la exposición de relaciones y situaciones que afrontan, se atiene a clichés y tópicos resobados, conduciéndonos por escenarios demasiado comunes y rutinarios en este tipo de historias. Incluso peca de indeciso a la hora de decidirse por un protagonista principal que asuma el peso del relato, lo que le obliga a seguir el periplo vital de los dos hermanos cayendo en paralelismos simplones con los que se intenta dotar de una mayor carga dramática al vínculo emocional que los une.

En su objetivo de parecer más realista, ya que como se ha dicho se basa en acontecimientos reales, la cinta busca acercarse en determinados momentos al documental (véanse las declaraciones de los hermanos, tanto en el prólogo como en el epílogo, dirigidas directamente a la cámara de unos periodistas que realizan un reportaje sobre Dicky), presentando las secuencias de combates como si de retransmisiones televisivas se tratasen.


Bale se muestra sublime en su caracterización de yonki pirado, encontrando excelentes réplicas en las interpretaciones de Amy Adams y Melissa Leo. El que no está a la altura del trabajo de sus compañeros de reparto es el soso e insípido Wahlberg.

A favor del filme cabe señalar su impecable realización técnica y su buen ritmo, que al menos lo convierte en un producto entretenido aunque carezca de la fuerza y la emotividad necesarias.

El caserón de las sombras (The Old Dark House, 1932) de James Whale.

Philip Waverton (Raymond Massey), su esposa Margaret (Gloria Stuart) y el dicharachero Roger Penderel (Melvyn Douglas) viajan durante la noche en automóvil con destino a Shrewsbury, quedando atrapados como consecuencia de una terrible tormenta. Acabarán buscando refugio en un viejo caserón en el que viven Horace Femm (Ernest Thesiger), su hermana Rebecca (Eva Moore) y un mayordomo mudo llamado Morgan (Boris Karloff). En medio de la velada llegarán a la casa otros dos viajeros, el ricachón Sir William Porterhouse (Charles Laughton) y su compañera Gladys (Lilian Bond). Lo que ninguno de los visitantes sabe, es que en el caserón también habitan otros dos miembros de la extraña familia…


Extravagante y terriblemente encantador relato noctívago que supone una de las mejores obras del gran James Whale.

Se trata de una brillante adaptación de la novela Perdidos en la noche de J. B. Priestley, con la que la Universal pretendía prolongar el éxito que el año anterior había obtenido con otras cintas de terror como Drácula o Frankenstein. Esta última también dirigida por el propio Whale.

Hay que considerar 1932 como un año esencial dentro del género, ya que en el mismo se filmaron algunas obras claves como La parada de los monstruos (Freaks) de Tod Browning, La momia (The Mummy) de Karl Freund, El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game) de Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel, La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls) de Erle C. Kenton, La legión de los hombres sin alma (White Zombie) de Victor Halperin o la cinta que ahora nos ocupa.


The Old Dark House es el primer filme de horror que nos presenta a una familia condenada por el estigma de la locura, tema muy arraigado en la literatura gótica, antecediendo a todas esas películas en las que aparece un grupo de parientes perturbados como Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1944) de Frank Capra o La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) de Tobe Hooper, por citar dos de los ejemplos más conocidos y con los que la cinta de Whale guarda más de un punto de conexión.

La presente obra también debe ser considerada, tal y como ha afirmado el escritor Ángel Gómez Rivero, como uno de los exponentes más destacados del subgénero de “casas malditas”, cuyo filme fundacional sería El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927) de Paul Leni.

El guión de Benn W. Levy rezuma el típico humor negro whaleiano, además de poseer cierta irreverencia religiosa y contener referencias más o menos veladas al sexo y a la homosexualidad. Sólo la típica subtrama amorosa que había que introducir en las producciones de la época para contentar al público, chirría en un conjunto que destaca por su ácida inteligencia.


La expresionista puesta en escena se caracteriza por la sutilidad en el juego de luces y sombras que pueblan el interior del caserón, otorgándole vida propia y enfatizando su carácter lóbrego y amenazante.

La película cuenta con uno de los repartos más estimulantes de la década de los treinta, en el que Karloff interpreta nuevamente a un personaje sin habla, al igual que sucediera con la criatura de Frankenstein, logrando crear con sus gestos y presencia otro icono del género.

El caserón de las sombras es una cinta imprescindible dentro del terror clásico, por lo que su visionado resulta obligatorio.


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