El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) de Ingmar Bergman.


Suecia, mediados del siglo XIV. El caballero Antonius Block (Max von Sydow) y su escudero Jöns (Gunnar Björnstrand), regresan a su tierra natal, asolada por la peste negra, tras diez años en Las Cruzadas. Block se encontrará con la figura de la muerte, a la que reta a una partida de ajedrez en la que se juega su propia vida.


Admirable alegoría existencialista que constituye uno de los títulos clave del cine europeo de todos los tiempos. Su impactante iconografía se ha convertido en una de las estampas más reconocibles de la cinematografía mundial.

El cineasta traslada a la gran pantalla sus propias inquietudes espirituales a través de dos personajes, cuyas dispares posiciones ideológicas frente a las ideas de Dios y la muerte, conforman el todo convulso y contradictorio que acompañó al autor sueco durante gran parte de su periplo vital. Y es que tanto en el caballero como en su fiel escudero, podemos reconocer algunos de los rasgos que caracterizaron a la concepción que de la existencia tenía su extraordinario hacedor: Antonius Block es un espíritu kierkegaardiano en el sentido de que vive en un constante estado de angustia e incertidumbre. Quiere saber si existe Dios y si hay vida más allá de la muerte. No soporta la idea de que su realidad se encamine hacia la nada absoluta. Para él, Dios es una necesidad; y es esa necesidad la que prácticamente le obliga a creer. Esta actitud permite emparentarlo con las teorías de la religión del filósofo alemán Feuerbach, quien considera que Dios es una creación humana producto de sus anhelos. Jöns, por su parte, posee una personalidad pragmática que se atiene a los dictámenes de la razón. Es el contrapunto realista y terreno de su atormentado señor. Su ateísmo resulta evidente y su humor rezuma acidez e ironía. Su notable elocuencia contrasta con el carácter mucho más contenido de aquel al que sirve. Ambos son seres desencantados, sobre todo si los comparamos con el vitalismo que irradian el matrimonio de juglares y su pequeño hijo; individuos de una simpleza encantadora, cuya pureza alejada de cualquier tipo de oscurantismo, acabará por salvarles del abrazo de la parca.    


Bergman ubica su relato en un contexto de tinieblas, superstición y fanatismo religioso. Para ello se vale de una expresionista puesta en escena que nos retrotrae al medievo románico, regalándonos imágenes de enorme poderío visual y plasmando a la perfección el temor y el desasosiego que definió a una etapa muy determinada de la historia europea.


A pesar de lo comentado, no todo es grave y solemne en el filme, ya que en él también encontramos los pasajes de tono cómico y picaresco habituales en el Bergman anterior a Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961). De hecho, no se debe caer en el error de interpretar El séptimo sello como una obra sombría y pesimista en su totalidad. Puesto que el director se esfuerza por enfatizar sus aspectos más vitalistas y livianos, como si así tratase de darnos a entender, que es en esos pequeños grandes momentos del día a día, donde se encuentra la única verdad que da sentido a nuestra existencia.


Entrevista con el vampiro (Crónicas vampíricas) (Interview with the Vampire: The Vampire Chronicles, 1994) de Neil Jordan.


Daniel Malloy (Christian Slater) es un joven reportero que realiza entrevistas radiofónicas a personas anónimas. Una noche se topa con Louis (Brad Pitt), quien, ante su sorpresa, declara ser un vampiro. A lo largo de la conferencia, Louis irá narrando su oscuro periplo vital desde que Lestat (Tom Cruise) lo convirtiese en un ser sobrenatural en la Nueva Orleans de finales del siglo XVIII.


A pesar de ser recibida con cierta tibieza general por parte de la crítica especializada en el momento de su estreno, casi dos décadas después del mismo podemos afirmar con rotundidad que Entrevista con el vampiro es la última gran revisión del mito vampírico llevada a la gran pantalla.

Suponemos que el hecho de que su reparto estuviera encabezado por algunos de los actores masculinos más deseados de principios de los noventa (sus rostros empapelaban por entonces las carpetas de las adolescentes de medio mundo), no ayudó a que la cinta fuera valorada en su justa medida por el sector crítico más serio, casi siempre reacio a todo aquello que pueda estar de moda y muy frecuentemente injusto con determinados productos que tienen una clara vocación comercial. Creemos necesario, por tanto, reivindicar esta estupenda cinta (notable bajo cualquier punto de vista desde el que se analice) dirigida por un solvente Neil Jordan, que diez años antes ya nos había regalado otro de los títulos clave del cine fantástico contemporáneo con esa encantadora y siniestra alegoría sobre el despertar sexual femenino que es En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984).


Anne Rice adapta su propio texto literario impregnándolo de tenebroso lirismo y dotándolo de un marcado cariz existencialista. Sin matizar sus evidentes connotaciones homosexuales, el fascinado guión toca temas como la pérdida, la soledad, el paso del tiempo o la inevitable fricción/atracción que surge entre lo viejo y lo nuevo. 

El filme se beneficia de su lujoso y extraordinario diseño de producción, resultando excelente el gótico, lúgubre y decadente pasaje que transcurre en el París decimonónico (impresionante esa cámara subterránea plagada de nichos en donde descansan los vampiros del teatro); y de uno de los score más destacados del cine de terror de las últimas décadas a cargo de Elliot Goldenthal, coronado por la genial versión que los Guns N´Roses hicieron del Sympathy for the devil de los Stones.

Otra de las bazas de la película, es que cuenta con atractivos personajes magníficamente interpretados por todo su elenco. Destacando la sorprendente y lograda performance (probablemente la mejor de toda su carrera) de Tom Cruise como el ambiguo y malicioso Lestat, un dignísimo sucesor del Lord Ruthven de El vampiro (1819) de John William Polidori.


En definitiva, si son amantes de la literatura gótica o simplemente les gusta el buen cine, no duden en visionar (o revisionar) Interview with the Vampire. No les defraudará.

Cotton Club (The Cotton Club, 1984) de Francis Ford Coppola.


Harlem (Nueva York), Años 20. El Cotton Club es un famoso club nocturno al que acuden tanto celebridades como matones enriquecidos para disfrutar de las más novedosas actuaciones musicales que allí tienen lugar. “Dixie” Dwyer (Richard Gere) es un talentoso cornetista que tras salvar la vida del gángster Dutch Schultz (James Remar), se convertirá en su hombre de confianza. La situación se tornará peligrosa cuando “Dixie” inicie una relación sentimental con la hermosa Vera Cicero (Diane Lane), amante de su jefe. Por otra parte, Sandman Williams (Gregory Hines) es un bailarín negro de claqué que aspira a convertirse en una estrella tras ser contratado en el mítico club, en donde conocerá  a Lila (Lonette McKee), una cantante mulata que se hace pasar por blanca para tener más éxito.


Cotton Club es uno de los más caros caprichos cinematográficos de la trayectoria profesional de Francis Ford Coppola. Una irregular, aunque interesante, película que homenajea a cierto tipo y modo de hacer cine: el de los años treinta y cuarenta. Y lo hace a través de una mirada evocadora de una época que jamás volverá.

El filme combina con habilidad el género de gángsters, el melodrama romántico, el musical y el drama socio-racial en un conjunto que destaca por su elegante e impecable puesta en escena, pero que chirría a lo largo de su desigual desarrollo, alternando secuencias muy logradas con otras en las que el autor de El Padrino parece caer en la autoparodia.  

La cinta contiene dos líneas argumentales cuyo endeble nexo de unión es el célebre club de jazz, que sirve como elemento lúdico para unos (los blancos), y como medio de supervivencia para otros (los negros). Ambas tramas convergen puntualmente en las instalaciones del mismo, culminando de manera magistral en el montaje en paralelo, marca de la casa, que se produce al final (véase el vídeo).


En Cotton Club hallamos referencias a películas como Ángeles con caras sucias (Angels With Dirty Faces, 1938) de Michael Curtiz, Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) de Raoul Walsh o Tener y no tener (To Have and Have Not, 1944) de Howard Hawks. Además, Coppola se vale de recursos narrativos propios de esa época, utilizando fundidos encadenados y sobreimpresiones en las transiciones del filme.

Uno de los puntos fuertes de la presente obra, es la abundancia en ella de personajes que, aunque estén escasamente perfilados, son de lo más pintoresco y variado, destacando esa extraña y leal pareja que conforman Bob Hoskins y Fred Gwynne (actor este último conocido fundamentalmente por su encarnación de Herman Monster para la televisión en los años sesenta).

 
También son reseñables la banda sonora de John Barry, que contiene muchos temas compuestos por el gran Duke Ellington, la dirección artística y la espléndida fotografía de Stephen Goldblatt.

No es una obra maestra, ni siquiera una gran película, pero posee momentos que, sin duda, justifican sobradamente su visionado.

Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) de Ingmar Bergman.


Tomas (Gunnar Björnstrand) es un pastor protestante inmerso en una profunda crisis espiritual que se ha acentuado tras el fallecimiento de su mujer. Märta (Ingrid Thulin), una maestra rural, está enamorada de él, pero éste no la soporta.


Áspero y desesperanzador drama existencial que se eleva como una de las obras mayores (con lo que eso supone) de la filmografía de su extraordinario realizador. Los comulgantes es uno de los filmes más depurados de Ingmar Bergman. Se trata de la segunda entrega de su llamada “trilogía sobre el silencio de Dios”, denominación nunca aceptada por el propio cineasta (el origen de la misma se encuentra en la publicación conjunta de los guiones de las tres películas), pero que ilustra de manera adecuada la temática de la presente cinta y la de las otras dos que componen la susodicha trilogía: Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961) y El silencio (Tystnaden, 1963).

Nunca una puesta en escena del maestro sueco se mostró tan dreyeriana en su austera y desnuda concepción de un relato en el que no caben los ornamentos. Bergman no utiliza el ascetismo visual para acercarse a Dios, sino para confirmar su no existencia. Aquí, de la economía de medios no emana misticismo, como sucede en Dreyer, y sí una angustiosa y exasperante soledad del individuo frente a un mundo que le resulta del todo absurdo e incomprensible.

 

La cinta se inicia con una magistral y detallada secuencia en la que asistimos a la celebración de una misa. En el rostro del pastor se advierte una incredulidad hacia lo que dice y hace que resulta casi grotesca. La visión que el director muestra de los escasos fieles asistentes tampoco es demasiado halagüeña: autómatas que se aburren en medio del sermón y miran sus relojes para saber el tiempo de hastío que les queda. Un vacío absoluto de fe.  

Tomas, al que Gunnar Björnstrand interpreta de forma absolutamente soberbia, es un personaje solitario y huraño, un amargado incapaz de sentir amor por nadie salvo por su fallecida esposa. La seguridad amorosa que ésta le proporcionaba, se ha convertido en desazón tras su muerte. Oficia misa sin ningún tipo de convicción. Confronta sus creencias con la realidad y deduce que Dios no existe. Es un hipócrita que ni siquiera puede ayudar a sus fieles, como ocurre en el caso de Jonas (Max von Sydow), un pescador atormentado (carácter habitual en los personajes que Sydow interpretaba para Bergman) por el peligro nuclear para el que ya no tiene sentido seguir vivo. Tampoco puede corresponder al amor que Märta, mujer débil y dependiente, siente hacia él. De hecho, no duda en despreciarla y humillarla haciendo uso de una  crudeza verbal muy habitual en el cine del creador de Persona.


La acción transcurre en muy pocos escenarios, ubicándose mayormente en el interior de la iglesia. No se utiliza música incidental a lo largo del filme, tan sólo escuchamos sonidos diegéticos que provienen del tañido de las campanas, los cánticos ceremoniosos o el avance de las agujas de un reloj. Su sobriedad es extrema, captada sublimemente por la fotografía de Sven Nykvist.

No hay esperanza en Nattvardsgästerna, no hay respuestas a las plegarias de sus personajes (ni a las nuestras); tan sólo hay silencio, un imperturbable y aterrador silencio.

La pasión de Cristo (The Passion Of The Christ, 2004) de Mel Gibson.


El filme narra las últimas horas de la vida de Jesucristo (James Caviezel), las que se corresponden con su pasión y muerte.

 
Hay dos razones que, bajo mi punto de vista, hacen del controvertido Mel Gibson un cineasta interesante: su gusto por el cine histórico y su indudable capacidad para contar historias. Ya que ni una cosa ni la otra, son demasiado frecuentes en la decadente cinematografía actual. Sin embargo, sus propuestas suelen verse lastradas por una doble contradicción que aún no ha sido capaz de superar, y que se acentúa sobremanera en la presente cinta: la belleza plástica de sus películas contrasta con su violento contenido; y la supuesta originalidad e hiperrealismo de las mismas, choca frontalmente con los clichés y tópicos hollywoodienses a los que habitualmente se atienen.

La pasión de Cristo es un filme aparatoso y sanguinolento hasta el extremo. Quizá funcione como tratado sobre el dolor y el sufrimiento físico, pero fracasa estrepitosamente en su pretendida búsqueda de espiritualidad. Uno no se conmueve ante sus crudas imágenes, sino que se horroriza frente a la tortura y el apaleamiento continuo, al que es sometido su personaje principal durante la práctica totalidad de las dos horas que dura la película. El guión pasa de puntillas por las enseñanzas de Jesús, evocadas en breves flashbacks, y se centra en su interminable calvario. Gibson apuesta por la religión del tormento frente a la del amor, ofreciendo una visión de la figura de Cristo que parece retrotraerse al oscurantismo medieval.

 
Si la cinta resulta discutible en su fondo, poco se le puede reprochar a su impecable forma, que se ve ensalzada por una extraordinaria fotografía de Caleb Deschanel que remite al tenebrismo de Caravaggio. Gibson realiza un trabajo de dirección espléndido, aplicando a sus encuadres las exageradas y grotescas composiciones del pintor alemán Matthias Grünewald, con las que consigue crear imágenes de un gran poderío visual. Además, dota al relato de un ritmo narrativo adecuado, como suele suceder en todas sus obras.

También son muy destacables la dirección artística, que nos traslada de un modo muy realista a la Judea del siglo I, y la banda sonora de John Debney.

Jim Caviezel se muestra inspirado en su dolida interpretación, mientras que el resto del reparto, compuesto por actores desconocidos con la excepción de Monica Bellucci como María Magdalena, cumple en su tarea.  

 
Cinematográficamente notable y éticamente dudosa, así es  The Passion Of The Christ, una película venerada y odiada a partes iguales. Particularmente considero que ni lo uno ni lo otro. Ya dijo Aristóteles que en el término medio entre dos extremos se encuentra la medida exacta de las cosas. 

Nazarín (1959) de Luis Buñuel.


México, principios del siglo XX. Tras dar cobijo a una prostituta perseguida por la ley, el padre Nazario (Francisco Rabal) se verá obligado a marcharse a peregrinar al campo.


El genio de Calanda firma una de sus mejores obras con esta adaptación de la novela homónima de Benito Pérez Galdós. Historia que narra las idas y venidas de un humilde sacerdote en su intento por plasmar, en cada uno de sus actos, los ideales de la fe católica.

El Nazarín de Buñuel, que supone una de las más conseguidas composiciones de ese gran actor que era Paco Rabal, es una suerte de figura quijotesca de claras reminiscencias cristológicas (tiene seguidores, “sana” a enfermos, pone la otra mejilla…); un idealista de profundas e inquebrantables convicciones religiosas y morales, que pretende ejemplificar la esperanza en un mundo de miseria, ignorancia y superstición. Al igual que el Caballero de la Triste Figura cervantino, saldrá a los campos de Dios con el objetivo de “desfacer entuertos” y servir a sus semejantes. Sin embargo, y aquí se encuentra la paradoja sobre la que se articula el relato, la mayoría de sus acciones no tendrán las consecuencias esperadas.


Buñuel, que en alguna ocasión declaró ser “ateo, gracias a Dios”, moldea con sumo respeto a su personaje, sin hacerlo caer nunca en el fácil ridículo. No obstante, se muestra contundente a la hora de enfatizar su idea de que resulta imposible, por absurdo, intentar aplicar a la vida contemporánea de forma literal las enseñanzas de Jesús.

La sobria y árida puesta en escena, se utiliza como reflejo de la concepción austera que de la existencia tiene el protagonista: nada posee y menos necesita, entregando y haciendo todo por el bien de los demás. Su rebeldía espiritual permite emparentarlo con personajes como el Johannes de Ordet o el Stalker de Stalker.


A lo largo del metraje encontramos algunos momentos en los que se puede advertir el sugestivo surrealismo característico de su autor; como la extraña visión del retrato de un Cristo que ríe a carcajadas, un sueño en el que aparece un beso cuasi vampírico o el personaje del enano enamorado.

En conclusión: Nazarín es un extraordinario drama religioso, un gozoso estímulo para mente y alma, un ejemplo más de la categoría autoral del director de habla hispana más importante de todos los tiempos.

La séptima víctima (The Seventh Victim, 1943) de Mark Robson.


Mary Gibson (Kim Hunter) es una joven que abandona la escuela de señoritas en la que vive como interna, para desplazarse hasta Nueva York y buscar a Jacqueline (Jean Brooks), su hermana mayor que permanece desparecida. Allí descubrirá que ésta estaba relacionada con una peligrosa secta satánica.


Estimable título salido de la mítica RKO y auspiciado por el siempre interesante Val Lewton, que encargó la dirección del mismo a un por entonces primerizo Mark Robson (La isla de los muertos, El ídolo de barro, Más dura será la caída…). 

Se trata de un thriller de manifiesta inclinación psicológica que se introduce en el mundo de las sectas, incidiendo en las secuelas emocionales y sociales que éstas dejan en algunos de sus miembros. 


A pesar de que su guión se vea lastrado por evidentes lagunas narrativas que hacen incongruentes determinados pasajes de la trama, y de que se muestre incierto y difuso en la otorgación de roles al batiburrillo de personajes insulsos que nos presenta; son varios los momentos espléndidos que nos regala esta cinta de serie B: la fuerte instigación psicológica a la que es sometida Jacqueline por parte de los miembros de la secta para que acepte beber una copa que contiene veneno, la persecución nocturna que ésta sufre a manos de un tipo que desea acabar con su vida, la turbadora estampa de una habitación adornada únicamente con una silla y una soga que cuelga del techo o la escena de la ducha que, sin duda, debió inspirar a Hitchcock para la célebre secuencia del asesinato de Janet Leigh en Psicosis. 

Es evidente que Robson no era Tourneur, pero nadie puede discutir su habilidad a la hora de crear atmósferas amenazantes y pesadillescas herederas del expresionismo; remarcadas, en este caso, por la excelente y opresiva fotografía en blanco y negro de un especialista en el género como  Nicholas Musuraca (La mujer pantera, Retorno al pasado, Gardenia azul…).


Uno de los puntos curiosos de la historia, es la presencia de un personaje que ya encontrábamos en La mujer pantera de Tourneur: el psiquiatra Louis Judd (Tom Conway). Lo que permite interconectar ambos relatos.

En definitiva, The Seventh Victim  es una grata y muy recomendable película que gustará a los incondicionales del thriller noir de los años cuarenta.

La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968) de Roman Polanski.


Rosemary (Mia Farrow) y Guy (John Cassavetes) Woodhouse, son un joven matrimonio que se instala en un edificio decimonónico situado junto a Central Park. Allí conocerán a Minnie (Ruth Gordon) y Roman (Sidney Blackmer) Castevet, una extravagante pareja de ancianos que no tardará en inmiscuirse en sus vidas. Rosemary quedará encinta tras una noche de horribles pesadillas, iniciando un período de gestación durante el que sentirá que algo extraño le está ocurriendo.


Polanski firma su gran obra maestra, junto con El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), en este extraordinario filme de terror que constituye la cumbre del subgénero satánico. Y lo hace anteponiendo la sutileza y el arte de sugerir, frente al efectismo barato de otras cintas de este tipo como la excesivamente mitificada El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin.

Esta adaptación de la novela de Ira Levin, supuso el salto a Hollywood del cineasta tras haber destacado en Europa con títulos como El cuchillo en el agua (Nóz W. Wodzie, 1962), Repulsión (Repulsion, 1965) o El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, 1967). La película granjeó fama y popularidad a su director, aunque, con toda seguridad, no la habría realizado de conocer cuál iba a ser una de sus consecuencias: el truculento asesinato de su esposa Sharon Tate (embarazada al igual que el personaje de Rosemary) a manos de varios miembros de "La Familia" de Charles Manson por, supuestamente, haber revelado muchos secretos relativos al satanismo en su cinta.


Rosemary's Baby sigue siendo una de las obras más terroríficas de la historia del cine por ubicar el miedo en un contexto cotidiano y familiar en el que todos nos podemos reconocer. Polanski administra sabiamente la incursión de elementos intrigantes en la trama (el mueble que la anterior inquilina del apartamento movió para tapar un armario empotrado como si temiese que algo saliera de allí, las alusiones a la “historia negra” del edificio, los cánticos rituales que parecen provenir del apartamento contiguo, el suicidio de la joven que vivía con los Castevet…), que irán in crescendo, con lo que consigue plasmar un progresivo estado de angustia y amenaza que acaba por impregnar a todo el relato en su escalofriante tramo final.

Revisionar este clásico permite, además de percatarse de los minuciosos detalles que lo componen, descubrir el humor pérfido y malicioso, polanskiano en definitiva, que hay en el mismo; sobre todo en la actitud y comportamiento del personaje al que da vida John Cassavetes.


Todo el reparto está a un nivel difícilmente superable, destacando la frágil ingenuidad con la que Mía Farrow encarna a su asustadiza Rosemary. Ruth Gordon, por su parte, se hizo con el Oscar a la mejor actriz secundaria por su lograda composición de la siniestra y metomentodo vecina.

No me gustaría concluir el comentario sin hacer alusión al carácter ambiguo que preside algunos momentos del filme. ¿En verdad existe una conspiración contra Rosemary o todo es fruto del trastorno paranoico que le provoca su embarazo? Evidentemente, la interpretación está mucho más clara aquí que en El quimérico inquilino, donde la ambigüedad es extrema, pero que nos hagamos esta pregunta ya dice mucho en favor de la maestría de su autor.

"Yo no quiero que el espectador piense esto o aquello; quiero simplemente que no esté seguro de nada. Es lo más interesante: la incertidumbre"  (Roman Polanski).


Más allá de la vida (Hereafter, 2010) de Clint Eastwood.


El filme narra la historia de tres personas vinculadas, de un modo u otro, con la experiencia de la muerte: George Lonegan (Matt Damon) tiene la capacidad psíquica de conectar con personas fallecidas, don del que intenta escapar, ya que le supone un obstáculo a la hora de llevar una vida normal. Marie Lelay (Cécile De France) es una afamada periodista francesa que estuvo a punto de morir en el tsunami que arrasó las costas de Indonesia en 2004. Marcus (George McLaren/Frankie McLaren), por su parte, es un niño al que le cuesta superar la muerte de su hermano gemelo.


Uno no acaba de entender la razón por la que un cineasta de la talla de Clint Eastwood, autor de algunas de las obras más importantes legadas por el cine norteamericano en las últimas décadas, se embarca en la realización de proyectos tan poco estimulantes como el que ahora nos ocupa: un decepcionante e insípido drama de implicaciones sobrenaturales que no zozobra en su totalidad, debido a la pericia y el buen hacer de quien lleva ya muchos años en este oficio.

El guión de Peter Morgan, más propio de un telefilme de sobremesa que de una producción de estas dimensiones, se muestra superficial y se atiene a no pocos tópicos en su vacua reflexión acerca de la posibilidad de que exista vida más allá de nuestro paso por este mundo. El vínculo de unión de las tres tramas, desarrolladas de forma paralela, resulta endeble y poco convincente; y cuando finalmente convergen, la historia vira hacia la condescendencia gratuita.


La película posee un buen arranque con la aterradora y muy conseguida secuencia del tsunami, pero después se vuelve plana y previsible en su desarrollo.

A pesar de lo comentado, la cinta se salva gracias a la serenidad y el tacto que Eastwood imprime a la narración. Y es que en esos personajes a la deriva que buscan afecto y comprensión, se reconoce la firma de su autor. Al igual que en los eastwoodianos y tenebristas planos de interiores que remarcan dolorosas soledades. Son momentos en los que la chispa del maestro luce, y sólo por ellos ya merece la pena darle una oportunidad a este dechado de imperfecciones.  


Los actores cumplen en la caracterización de unos personajes no demasiado atractivos y bastante desaprovechados en algunos casos, como ocurre con el interpretado por Dallas Howard.

En conclusión: una cinta menor que, no obstante, se deja ver por el siempre excelente trabajo realizado tras las cámaras por su director. Otra vez será.


El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974) de Werner Herzog.


Nuremberg (Alemania), año 1828. Kaspar Hauser (Bruno Schleinstein) es un joven que ha pasado casi toda su vida encerrado en un sótano oscuro, aislado del resto de la humanidad. Apenas se tiene en pie; no habla, sólo balbucea alguna frase, y únicamente sabe escribir su nombre.

 

Humanista y poético tratado antropológico que constituye una de las obras más reconocidas de su otrora excelente autor.

Inspirándose en un personaje real, al que se conoció en su momento como “el huérfano de Europa”, el filme parte de una premisa similar a la de El pequeño salvaje (L'enfant Sauvage, 1969) de François Truffaut; aunque por su tratamiento, se sitúa más cerca de El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) de David Lynch.

La película se convierte en un auténtico canto a lo excepcional, lo que la emparenta con La parada de los monstruos (Freaks, 1932) de Tod Browning en su intento por ensalzar lo singular y diferente en un contexto social tan homogeneizado como empobrecido. Esa fascinada visión de lo extraordinario, liga al realizador alemán directamente con los postulados del Romanticismo, movimiento al que deben adscribirse sus trabajos más destacados.


Al igual que ocurría con el John Merrick de la obra de Lynch, el Kaspar Hauser de Herzog, pese a sus taras y deficiencias, o tal vez como consecuencia de las mismas, está mucho más cerca de la esencia primigenia del ser humano que cualquiera de los hombres modernos que lo rodean. Que todavía habite el status naturalis rousseauniano, lo convierte en un ser ingenuo e incorrupto ante el que la sociedad siente el mismo grado de atracción que de rechazo. Su existencia supone tanto una esperanza como un peligro, y ya sabemos que nuestra civilización avanza más por temor hacia lo segundo que por fe hacia lo primero.  


Bruno Schleinstein interpreta de un modo conmovedor a nuestro extraño protagonista. Junto a él aprendemos nuevamente a andar, a expresarnos, a leer o a cuestionar las reglas del mundo en el que vivimos. Herzog describe de forma minuciosa y realista su imposible integración en una sociedad para la que no es más que una mezcla entre curiosidad científica y espectáculo circense.

Cabe señalar también, que el relato aparece adecuadamente ornamentado con composiciones de Pachelbel, Albinoni y Mozart; lo que unido a la bella composición pictórica de Herzog, convierten el visionado de esta obra en una experiencia profundamente estimulante.

Sed de mal (Touch of Evil, 1958) de Orson Welles.


Tras la explosión de un coche en una localidad fronteriza entre México y Estados Unidos, el agente de policía mexicano Vargas (Charlton Heston), que acaba de contraer matrimonio con una joven norteamericana (Janet Leigh), y el capitán Hank Quinlan (Orson Welles), se harán cargo de una investigación en la que sus opuestos métodos de actuación acabarán por chocar.


Soberbia pieza cinematográfica en la que el genio de Welles da rienda suelta a su imponente estilo visual para conformar una de sus obras mayores. Sólo un cineasta de su inigualable talento podía transformar en arte la modesta novela Badge of Evil de Whit Masterson.

Se trata de una enmarañada y sórdida historia de corrupción, crimen y traición puesta al servicio del admirable barroquismo formal de su autor.

Mediante una recargada y expresionista puesta en escena, el realizador nos conduce por un sombrío universo de tugurios, moteles baratos, alcohol y drogas, en el que el idealismo ingenuo de unos se confrontará con la desencantada mezquindad de otros, sin esperanza de que pueda dilucidarse cuál de las dos partes tiene razón.


El propio Welles, que se puso nariz postiza y relleno para aparentar más peso, interpreta de forma extraordinaria al ambiguo Hank Quinlan: uno de los caracteres más fascinantes y amargos del cine norteamericano; despreciable en sus formas, en cierto modo justificadas por una tragedia del pasado, pero profundamente íntegro en su fondo. Ante la titánica presencia wellesiana, ya hace bastante el resto del reparto con mantener el tipo, destacando la composición de Heston como improbable ciudadano mexicano, y la de Janet Leigh como su sufrida mujer. Mención aparte merece el magnético rostro de la Dietrich, que aquí regenta un local de mala muerte del que emanan los acordes de una vieja pianola.   

La película comienza con el ya célebre plano secuencia que, a día de hoy, sigue constituyendo una de las escenas más complejas en cuanto a elaboración y ejecución de la historia del cine. No le van a la zaga otros momentos de la cinta, como el también plano secuencia en el que se registra el apartamento del principal sospechoso, o el pesadillesco y alucinado tramo final en el que Welles experimenta con la imagen y el sonido.

 
La música de Henry Mancini, que combina rock and roll, jazz y sonidos latinos; y la fotografía de claroscuros de Russell Metty, contribuyen a redondear esta imprescindible, y todavía moderna, obra maestra.


Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959) de Otto Preminger.


Paul Biegler (James Stewart) es un antiguo fiscal que se encarga de la defensa de Frederick Manion (Ben Gazzara), teniente del ejército acusado de asesinar a un hombre después de que, presuntamente, éste violase a su mujer (Lee Remick).


Excelente ejercicio fílmico de temática judicial que disecciona de forma lúcida y mordaz el sistema jurídico, a la vez que profundiza en algunos de los comportamientos y tabúes sexuales de la sociedad norteamericana de la época. Se trata de la adaptación de una novela de Robert Traver, seudónimo bajo el que se escondía John D. Voelker, miembro del Tribunal Supremo de Michigan y perfecto conocedor del mundo de la jurisprudencia en Estados Unidos.

Probablemente sea la última gran película de Otto Preminger (Laura, Cara de ángel, Carmen Jones, El hombre del brazo de oro…), resultando memorable desde sus brillantes títulos de crédito iniciales diseñados por Saul Bass, hasta su irónico y no menos conseguido final.

El guión de Wendell Mayes es un derroche de talento e ingenio, plagado de brillantes y ácidos diálogos; y de no pocas dosis de humor que recubren de tono ligero el fondo dramático de la historia. Suscitó cierta polémica en el momento de su estreno por ser el primero en utilizar en la gran pantalla palabras como bragas, penetración o esperma.


Una de las grandes bazas del filme es su ambigüedad, mantenida hasta el final, y que sitúa a los espectadores en la misma posición en la que se encuentra el jurado popular que debe emitir un veredicto a favor o en contra del teniente Manion. De ese modo, asistimos a las versiones de cada una de las partes e implicados, sin que nunca sepamos con exactitud lo que realmente ha sucedido.

La dirección de Preminger es colosal, dotando de dinamismo a la narración y haciendo un uso notable del plano secuencia y la profundidad de campo, principalmente en las escenas que se desarrollan en el interior de la sala del tribunal.

James Stewart realiza una de las interpretaciones más destacadas de toda su carrera, manteniendo duelos antológicos con el ayudante del fiscal encarnado de forma magnífica por George C. Scott. También son reseñables los trabajos de una sensual Lee Remick, y el de un espléndido Arthur O'Connell como el amigo borrachín de Biegler. 


Mención aparte merece la jazzística y absolutamente disfrutable banda sonora del célebre Duke Ellington, que aparece en una escena de la película compartiendo las teclas de un piano con un divertido Jimmy Stewart.  

Anatomía de un asesinato es tan sumamente buena, que el cinéfilo no puede evitar sentir un “impulso irresistible” que le obliga a visionarla una y otra vez.
 

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