Especial Halloween: Las mejores (o menos malas) películas sobre hombres lobo.


- El lobo humano (Werewolf of London, 1935) de Stuart Walker.


Se trata del primer filme verdaderamente apreciable sobre hombres lobo. En él, un experto en botánica interpretado por Henry Hull, es mordido por un licántropo durante una expedición al lejano Tíbet (ni más ni menos). A su regreso a Londres, se percatará de que su aspecto y carácter se trastocan cuando hay luna llena. Como curiosidad, cabe señalar que entre los aficionados al cine de terror, se conoce a esta película como la del “hombre lobo Elvis”, por el lustroso tupé que luce su trágico personaje cuando se transforma.



- El hombre lobo (The Wolf Man, 1941) de George Waggner.


Probablemente se trate del más mítico y famoso largometraje sobre hombres lobo, lo cual no significa que sea, ni mucho menos, el mejor. De hecho, es inferior a cualquiera de los otros clásicos que la Universal fue dedicando a los diferentes monstruos (Drácula, Frankenstein, La momia…). Es, en cualquier caso, una película muy estimable, en la que destaca su conseguida atmósfera noctívaga y neblinosa, además del ya icónico maquillaje de Jack Pierce (aunque, y que me perdone el maestro, parecía más un jabalí que un lobo). Huelga decir que, a pesar de sus defectos, es infinitamente superior al penoso remake perpetrado recientemente por Joe Johnston con Benicio del Toro y Anthony Hopkins como cabezas del reparto.



- Los colmillos del lobo (The Werewolf, 1956) de Fred F. Sears.


Este desconocido filme de serie B, que mezcla el terror con la ciencia ficción, es, a mi parecer, una de las incursiones más interesantes y singulares del cine en el subgénero licántropo. Aquí, el hombre lobo es una simple víctima de unos extraños experimentos científicos (el protagonista recibe una transfusión de sangre de lobo tras sufrir un accidente), y sólo cambia de aspecto cuando se enfada, ya sea de día o de noche. Sin duda, una rareza a reivindicar.



- La maldición del hombre lobo (The Curse of the Werewolf, 1961) de Terence Fisher.


Tenían que ser el maestro Fisher y la productora británica Hammer, quienes alumbrasen el que es, indiscutiblemente, el mejor filme jamás realizado sobre la licantropía. Es más una tragedia romántica que una película de terror al uso, muy bien narrada y con una elegante, ajustada y colorista puesta en escena marca de la casa. Oliver Reed interpreta de manera espléndida y dolida al protagonista. El trabajo de maquillaje es muy destacable, creando al único hombre lobo albino de la historia.



- Aullidos (The Howling, 1981) de Joe Dante.


Interesante película en la que su protagonista, una popular presentadora de televisión que sufre una crisis nerviosa aguda como consecuencia del constante acoso de un perturbado, decide trasladarse al campo junto con su marido para superar la situación. Allí se encontrará con toda una comuna de hombres lobo… Lo mejor de todo es el espectacular y terrorífico maquillaje de los monstruos, un logro del genial Rick Baker.



- Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981) de John Landis.


Comedia negra, bastante gamberra por momentos (las apariciones del amigo zombie en un estado cada vez más putrefacto), que combina de manera adecuada el humor con el terror. Muy recomendable para ver en compañía de amigos y pasar un buen rato. Además, el maquillaje de Rick Baker nos regala la mejor transformación de la historia del cine. Eso sí, no os acerquéis a los páramos y ¡cuidado con la luna!



- En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984) de Neil Jordan.


Sombrío cuento que se vale del mito del hombre lobo para exponernos una especie de metáfora sobre el despertar sexual femenino. Destaca su lograda y onírica atmósfera, en verdad muy atrayente. Estáis advertidas chicas, haced caso a la abuelita y nunca os fiéis de un hombre que sea cejijunto.


Million Dollar Baby (ídem, 2004) de Clint Eastwood.

"Mo chuisle"

Frankie Dunn (Clint Eastwood), viejo cascarrabias y entrenador de boxeo, regenta un humilde gimnasio en el que su amigo Scrap (Morgan Freeman), un ex púgil fracasado, se encarga de la limpieza del establecimiento. Maggie Fitzgerald (Hilary Swank), por su parte, es una joven boxeadora que se gana la vida como camarera. Ella cree que si Frankie la prepara, podrá aspirar a ser campeona del mundo, de modo que, a pesar de la oposición del viejo a entrenar a chicas, insista incesantemente en ello hasta que lo consiga.


En determinadas ocasiones, el cine nos regala historias tan humanas y sentidas, tan honestas y sinceras, que difícilmente podrán abandonar alguna vez ese espacio de nuestra memoria que de manera tan emotiva ocuparon en su momento. Ya han pasado varios años desde la primera vez que vi Million Dollar Baby en una sala de cine, pero al recordarla aún puedo sentir ese placentero dolor que me produjeron sus duras imágenes. Es probable que en el cine actual haya más de un director que posea un talento (sobre todo si, como suele hacerse erróneamente, limitamos el talento a una mera pericia técnica) parejo al de Clint Eastwood tras las cámaras; sin embargo, son pocos  los que pueden presumir de una trayectoria tan constante y sólida como la del autor de Sin perdón. Es por ello que su envergadura como cineasta, ya indiscutible y merecida, supera con creces a la de la mayoría de realizadores de los últimos tiempos.

Como ocurre con sus mejores trabajos, Million Dollar Baby trasciende su apariencia argumental (no es una película sobre el boxeo, como tampoco Bird era una película sobre el jazz), para convertirse en una sabia exposición de sentimientos y experiencias vitales. Eastwood, que se sabe inmerso en el último tramo de su existencia, parece haber tomado verdadera conciencia de las cosas que realmente importan en este mundo, de ahí que buena parte de sus últimos filmes se centren en tres temas principales: la familia (entendida en un sentido emocional, sin necesidad de que medien lazos de consanguinidad), la fe y la muerte. La cinta que ahora nos ocupa es un claro ejemplo de lo que digo, al igual que la posterior y formidable Gran Torino.


Seguramente habría que retrotraerse a grandes autores clásicos como Ford, Walsh o Hawks para encontrar dentro del cine norteamericano a un director que narre de manera tan magistral como lo hace Eastwood. El tempo es siempre el adecuado, sereno y preciso a cada instante, como ajustada es la sobria puesta en escena, que se torna hermosamente tenebrista en las secuencias de interiores. La dirección resulta soberbia, sublimando con sapiencia y buen hacer el ya excelente guión de Paul Haggis. Y luego están los personajes, ¿qué podemos decir acerca de esos inolvidables y entrañables personajes estancados en un constante estado de pérdida? En verdad parecen de carne y hueso (impresionantes composiciones de Swank, Freeman y el propio Eastwood). Nada que ver con los arquetipos superficiales que predominan en el cine de hoy. Están moldeados de forma tan vívida, que no resulta demasiado complicado conocer cuáles son sus motivaciones, sus anhelos, sus dudas y sus temores. Todos rebosan humanidad por los cuatro costados.


Una verdadera lección de cine, de buen cine, del mejor. Así definiría yo a  Million Dollar Baby, un clásico moderno.


Anticristo (Antichrist, 2009) de Lars von Trier.


Un matrimonio en  crisis (Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg) tras la muerte accidental de su hijo, decide trasladarse a una aislada cabaña en medio del bosque para intentar superar la difícil situación. 


No es que me sorprenda viniendo de quien viene, pero a veces me pregunto qué se le debió pasar por la cabeza a Lars von Trier para filmar una película tan ridícula, absurda y chabacana como Anticristo. ¿Qué pretendía? ¿Renovar el mito edénico enfatizando la maldad de Eva y su ninfomanía? ¿Exponer el estudio definitivo sobre los sinsabores de las relaciones de pareja llevados al paroxismo? ¿Explorar el origen del mal en la naturaleza humana? ¿Tratar de explicar el porqué de nuestros miedos mediante el uso de técnicas terapéuticas más propias de un manual de quiosco?

El filme es un sombrío drama psicológico que coquetea con el horror y el fantástico, estructurándose en cuatro capítulos (Tristeza, Dolor, Desesperanza y Los tres mendigos) precedidos por un prólogo y rematados con un epílogo. La influencia de algunas de las obras que Bergman rodó en la isla de Farö (especialmente de La hora del lobo) es evidente, al presentarnos a unos caracteres que deben enfrentarse a sus fantasmas interiores en un marco de absoluto aislamiento.


Visualmente hablando, pocas cosas se le pueden reprochar a la cinta, que posee una conseguida atmósfera turbadora, salvo quizá el relamido uso del ralentí en determinadas secuencias. Incluso se puede alabar el buen gusto musical de Trier a la hora de seleccionar una pieza tan bella como es el Lascia Ch´io Panga de Händel, utilizada en el prólogo y el epílogo (filmados ambos en un espectacular blanco y negro). Los aciertos terminan con la elección del reparto, ya que tanto Dafoe como, sobre todo, Gainsbourg, están espléndidos en sus respectivos roles.

Todo lo demás, bajo mi punto de vista, es un pretencioso y absoluto despropósito. En lugar de ser sutil y sugerente, el director apuesta por lo explícito y efectista de una manera totalmente gratuita y deleznable. Penetraciones en primer plano, automutilaciones genitales, eyaculaciones sanguinolentas o desagradable violencia cercana al gore, son algunas de las “lindezas” con las que nos encontramos a lo largo de un metraje que se vuelve del todo estúpido y risible en su tramo final. Ni siquiera resulta convincente la progresión psicológica del personaje femenino, demasiado abrupta y extrema como para ser creíble.


Para colmo de males, en los créditos finales observamos, estupefactos, que Trier dedica su película a la memoria de Tarkovsky. No quiero ni tan siquiera imaginar, qué es lo que pensaría el genio ruso de haber visto semejante chorrada.

El hombre de Londres (A Londoni férfi, 2007) de Béla Tarr.


Maloin (Miroslav Krobot) es un trabajador portuario que, durante su turno de noche, asiste por casualidad a un asesinato. Aprovechándose de que nadie lo ha visto, se hace con un maletín que portaba el fallecido, el cual contiene una importante suma de dinero.


Tras la extraordinaria Armonías de Werckmeister, el director húngaro volvió a situarse tras las cámaras para filmar esta libre adaptación de una novela policíaca de Georges Simenon.

Partiendo de una envoltura formal admirable, como no podía ser de otro modo tratándose de quien se trata, Tarr transforma un sencillo relato noir en un drama existencial con resonancias de Dostoievski. Todo el filme, articulado a través largos planos secuencia de magistral planificación, coreografía y ejecución, supone un notable ejemplo de la habitual “visión cósmica” que sobre el mundo tiene el autor de La condena. Y es que, cuando uno se enfrenta a una obra de Béla Tarr, no puede evitar tener la sensación de estar contemplando algo único en la historia del cine. Tenemos suerte de ser contemporáneos a este genial cineasta.


Sobria y depurada es la puesta en escena, en la línea de Dreyer y Bresson, pero con el nivel de detalle de Tarkovsky; brillantemente captada por la espectacular fotografía en blanco y negro de Fred Kelemen. Los escenarios en los que acontece la acción son escasos, reduciéndose a la atalaya desde la que el protagonista trabaja y observa (contempla, como el propio cine de su autor), el apartamento en el que vive con su mujer e hija, la barra del bar de un hotel y los alrededores del neblinoso puerto.


A pesar de que Tarr realiza un retrato psicológico muy interesante del estado de culpa que constriñe a su personaje principal, lo que lo emparenta con algunos nombres de la literatura dostoievskiana, en realidad, al cineasta no parece interesarle demasiado la historia que está contando, y sí, en cambio, la forma en la que lo hace. No olvidemos que el húngaro es uno de los grandes formalistas del Séptimo Arte, y como tal, en su obra siempre se crea a partir de la precisa definición y orquestación del estilo. Un estilo que queda perfectamente ejemplificado en los fascinantes primeros quince minutos de la película. Un lujo al alcance de muy pocos.


Tristana (1970) de Luis Buñuel.


Tras la muerte de su madre, Tristana (Catherine Deneuve) es confiada a don Lope (Fernando Rey), un viejo don Juan venido a menos con el que la joven inicia una relación. Tiempo después, Tristana conoce a Horacio (Franco Nero), un pintor bohemio del que se enamora y con el que acaba huyendo ante la oposición de su celoso tutor.


Buñuel contaba con casi setenta años de edad cuando, a su regreso a España tras Viridiana, rodó esta otoñal y madura obra maestra que adaptaba libremente la novela homónima de Benito Pérez Galdós. Se trataba de un viejo anhelo que el maestro aragonés ya había intentado llevar a buen puerto, sin éxito, en al menos otras dos ocasiones (la primera de ellas en México, con Silvia Pinal y Ernesto Alonso en los roles principales).

Probablemente no se haya sido del todo justo con la que es, en opinión de quien suscribe estas líneas, una de las tres o cuatro mejores películas de toda su filmografía. Vista a día de hoy, Tristana se mantiene como una obra excepcional y profundamente personal (esa añeja Toledo que nos muestran sus imborrables imágenes, no difiere mucho de aquella otra que Buñuel frecuentó junto a Dalí y Lorca en sus años de juventud), una cumbre ineludible en la trayectoria del autor de Un perro andaluz.

La malsana y desigual relación que se estable entre Tristana y don Lope, sirve al genio de Calanda como base argumental de un relato en el que, además de sus habituales inquietudes y obsesiones (sexo, posesión, crítica social, sueños, religión,…), tiene cabida una honda y melancólica reflexión acerca del paso del tiempo y del contraste que, inevitablemente, surge entre lo viejo y lo nuevo.


La paleta cromática de grises y ocres que predomina en la fotografía de José F. Aguayo, resulta perfecta para enmarcar las frías y sobrias calles del casco antiguo de Toledo. Buñuel nos ofrece una narración precisa y austera, en la que no sobra ni falta nada, poniendo de manifiesto, una vez más, su maestría en el dominio del tempo y el espacio cinematográficos.

En Tristana hallamos a uno de los personajes más logrados del fascinante universo buñueliano: el honorable caballero don Lope. Representante de la decadente hidalguía castellana, a quien el gran Fernando Rey compone de manera soberbia en la que bien podría ser la mejor interpretación de toda su carrera. Sus contradicciones (padre y amante, liberal a la par que reaccionario, anticlerical y amigo de los curas) no dejan de ser, en cierto modo, las mismas que consumían a la nación española  en los años previos al estallido de la guerra civil. A su lado también brilla la hermosa Catherine Deneuve, que pasará de niña inocente y alegre, a mujer rencorosa y amargada. ¿Alguna otra actriz podría verse tan sensual con muletas y una pierna amputada? Apuesto a que no.  


Aunque son muchas las escenas a recordar en esta magistral película, me gustaría resaltar tres para finalizar el comentario: el encuentro entre Tristana y la escultura yacente del Cardenal Tavera, los sueños de la protagonista en los que la cabeza de don Lope aparece como badajo de una campana, y aquella otra en la que Tristana, desde un balcón, muestra su cuerpo desnudo y mutilado a un joven sordomudo. 

Melancolía (Melancholia, 2011) de Lars von Trier.


Un extraordinario fenómeno astronómico está a punto de acontecer: un planeta llamado Melancolía se aproxima hacia la Tierra con posibilidades de colisionar con ella. Mientras tanto, Justine (Kirsten Dunst), una joven publicista de éxito, celebra su boda en una lujosa mansión. Su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg) y su cuñado John (Kiefer Sutherland) son los encargados de organizar el evento.


Lars von Trier es un director muy dado a plasmar en celuloide sus diarreas mentales de intelectual deprimido. En Melancholia, su último trabajo, nos ofrece un pretencioso filme de temática apocalíptica y vocación existencialista. El resultado, a pesar de su sugerente envoltura visual, no deja de ser un ejercicio plúmbeo y autocomplaciente que bordea con facilidad el ridículo y lo absurdo.

Tras un prólogo, que en realidad es el epílogo, en donde se suceden una serie de hermosas imágenes al ralentí sobre el fin de los tiempos, la película se estructura en dos partes perfectamente diferenciadas: Justine y Claire, en referencia a las dos hermanas protagonistas del relato. 

En la primera de ellas asistimos a la ceremonia de boda de la más joven. Ya se sabe, discursos bonitos y bienintencionados, lloriqueos, bailes y alguna que otra fricción entre familiares. De manera sorpresiva, observamos cómo el personaje de Justine pasa de ser la más feliz y radiante de las novias al principio, a convertirse en una mujer deprimida, atormentada y finalmente enferma. Desconocemos el porqué de tan radical cambio a nivel emotivo. ¿Es quizá la progresiva cercanía del planeta Melancolía la causa? Podría ser. En cualquier caso, al cineasta no parece interesarle demasiado exponer las motivaciones de sus personajes. 


La segunda parte de la cinta transcurre en los días posteriores a la malograda boda, y se centra, fundamentalmente, en el temor que siente la hermana mayor ante la inminente llegada de Melancolía a la atmósfera terrestre. ¿Qué sucederá? ¿Habrá colisión como teme Claire o simplemente el planeta pasará de largo como le asegura su marido? Trier pretende que la tensión vaya in crescendo mientras trata de sacudir nuestros cerebros con unos diálogos más propios de un Bergman de tercera. El final ya se lo pueden ustedes imaginar…


Lo único que merece ser resaltado de este decepcionante y prescindible filme, es la magnífica interpretación de Kirsten Dunst, que fue premiada en el pasado Festival de Cannes. Bueno, la fotografía de Manuel Alberto Claro tampoco está nada mal; pero en una obra de quien se considera a sí mismo como el cineasta vivo más importante, uno espera algo más, ¿no?


Pa negre (2010) de Agustí Villaronga.


Durante la posguerra, en una zona rural de Cataluña, un niño llamado Andreu (Francesc Colomer) encuentra en el bosque los cadáveres de un padre y su hijo. Él cree que el doble asesinato ha sido obra de un fantasma al que llaman Pitorliua, pero pronto las autoridades comienzan a sospechar de su padre.


El filme dirigido por Agustí Villaronga, que supone la enésima incursión de la industria patria en los años posteriores al conflicto civil, se convirtió en el sorprendente (por inesperado) fenómeno cinematográfico del pasado año en nuestro país. No en vano se hizo con nueve Premios Goya, incluyendo los de mejor película y director, y recientemente fue seleccionado para competir por el Oscar. ¿Hay para tanto? No, rotundamente no.

 Es cierto que un contexto tan deprimente como el del cine español actual, cualquier atisbo de calidad y autoría (no negaremos que la cinta de Villaronga posee algo de ambas cosas), se recibe como si de la llegada del Mesías se tratase, y con tanta efusión espontánea, se tiende a estimar lo que se juzga por encima de su verdadero valor.


Pa negre es una película interesante y nada más. Posee un arranque enérgico y prometedor, con cierta querencia por el fantástico (el supuesto fantasma que habita la cueva), pero acaba resultando demasiado rutinaria, convencional y previsible en su desarrollo. El guión no está especialmente conseguido (demasiados intentos de subrayado emocional), la mayoría de los personajes son bastante planos y, para colmo, no logra desprenderse, en ningún momento, de ese tufillo maniqueo habitual en este tipo de producciones y vinculado a un único discurso ideológico que ya resulta, por repetitivo, cansino y poco convincente.

A favor de la cinta cabe reseñar el talento visual de Villaronga en determinadas secuencias, un adecuado diseño de producción para captar la época y el medio en que tienen lugar los acontecimientos, una gran fotografía y un excelente trabajo de su intérprete principal, quien siempre resulta creíble en ese proceso de pérdida de la inocencia y endurecimiento vital al que es sometido su personaje a lo largo del metraje.


Chungking Express (Chong qing sen lin, 1994) de Wong Kar-Wai.


La película narra dos historias que transcurren en Hong Kong: la primera de ellas relata el fugaz encuentro entre un joven policía (Takeshi Kaneshiro) que acaba de sufrir un desengaño amoroso y una misteriosa traficante de drogas (Brigitte Lin). Mientras que la segunda se centra en el romance que surge entre un agente de policía (Tony Leung Chiu Wai) y una camarera (Faye Wong).


Chungking Express es un filme que refleja perfectamente las virtudes y carencias del cine de su autor: siempre asombroso e inventivo en la forma, pero no pocas veces insustancial en el fondo.

A partir de dos historias que tienen como principal nexo de unión un puesto de comida rápida, el director hongkonés articula un relato de personajes solitarios y a la deriva, que se encuentran de forma azarosa en medio del bullicio de la gran urbe.


Lo mejor de la propuesta es, sin duda, su envoltura visual; la cual refleja el afán experimental de Kar-Wai, quien, influido por la nouvelle vague y todavía alejado del barroquismo formal de cintas posteriores como Deseando amar o 2046 (sus dos obras más conseguidas hasta la fecha), juega constantemente con la exposición y velocidad de algunos planos, las angulaciones de la cámara, el vertiginoso montaje, los reflejos y los sobreencuadres. En ese sentido, una parte importante del mérito corresponde al extraordinario director de fotografía Christopher Doyle, un habitual en los trabajos del cineasta.

De las dos historias que se narran, la me parece más interesante es la primera, por su cercanía al noir y por constituir un buen ejemplo de esa mezcla de clasicismo y vanguardismo que caracteriza a los mejores filmes de Kar-Wai. La segunda, aunque simpática y apreciable, no deja de resultar algo redundante en su desarrollo. Los cuatro actores que las protagonizan están espléndidos, sobre todo Tony Leung, del que no me canso de decir que es uno de los mejores intérpretes masculinos de los últimos años.


Es cierto que nos encontramos ante una película un tanto sobrevalorada, quizá por su atrayente y esmaltada apariencia; sin embargo, esto no debe impedir reconocerle un buen puñado de aciertos que hacen muy recomendable su visionado.


Las diez mejores interpretaciones de la pasada década.




1. Heath Ledger por El caballero oscuro (2008, Christopher Nolan).





2. Mickey Rourke por El luchador (2008, Darren Aronofsky).





3. Forest Whitaker por El último rey de Escocia (2006, Kevin MacDonald).





4. Daniel Day-Lewis por Gangs of New York (2002, Martin Scorsese).





5. Erland Josephson por Saraband (2003, Ingmar Bergman).





6. Javier Bardem por No es país para viejos (2007, Joel y Ethan Coen).





7. Sean Penn por Mystic River (2003, Clint Eastwood).





8. Naomi Watts por Mulholland Drive (2001, David Lynch).





9. Tony Leung Chiu Wai por Deseando amar (2000, Wong Kar-Wai).





10. Clint Eastwood por Gran Torino (2008, Clint Eastwood).



Deseos humanos (Human Desire, 1954) de Fritz Lang.


Tras combatir en la Guerra de Corea, Jeff Warren (Glenn Ford) vuelve a su antiguo empleo de maquinista ferroviario. A su misma compañía pertenece Carl Buckley (Broderick Crawford), quien al perder su puesto de trabajo, pide a su atractiva esposa Vicki (Gloria Grahame) que interceda por él ante un pez gordo con el que la joven mantuvo una relación años atrás. Lo que Carl no imagina, es que Vicki tendrá que mantener relaciones sexuales con su antiguo amante para lograr su propósito. Una vez enterado de lo que realmente ha sucedido, Carl, acompañado de su mujer, asesina al viejo ricachón en el interior de un tren. Casualmente, en ese mismo tren viaja Jeff, que al toparse con Vicki  se queda prendado de ella.


Este extraordinario y oscuro melodrama, adaptación de una novela de Émile Zola que ya había sido llevada al cine por Jean Renoir en La bestia humana (La bête humaine, 1938), supone uno de los títulos más sórdidos y brillantes de la carrera del cineasta austríaco, quien muestra, una vez más, su pesimista concepción de la naturaleza humana.

Lang se vale de una compleja trama para relatarnos magistralmente una historia de deseo, sexo, celos, posesión, mentiras y asesinatos; y lo hace trabajando nuevamente con la pareja de protagonistas que tan buenos frutos le había dado en la anterior Los sobornados.


Al inicio de la película, el director plasma a través del personaje de Warren, la sensación de desarraigo que invade a todos aquellos combatientes que han permanecido fuera de casa durante años. Sus existencias se detuvieron en el mismo momento en el que partieron, situación de la que sólo toman verdadera conciencia cuando regresan y ven cómo han evolucionado las vidas de los demás. A pesar de todo, Warren se siente feliz de poder volver a su antigua ocupación y de residir como inquilino en la casa de un viejo amigo cuya hija, una niña cuando se marchó, es ahora una preciosa mujer que le profesa admiración. “Sólo quiero trabajar, pescar y, de vez en cuando, ir alguna noche al cine”. Estas son las únicas aspiraciones de nuestro honrado protagonista; sin embargo, todo cambia para él cuando conoce a Vicki, mujer fatal y víctima (de su marido) a la vez, que lo enredará en una telaraña de medias verdades con el objetivo de que acabe con la vida de su esposo.

El autor de La mujer del cuadro, haciendo gala de su maestría en la captación de atmósferas turbias, maneja de forma admirable unos espacios casi siempre reducidos y claustrofóbicos (los pasillos y compartimentos del tren, el bar, las distintas habitaciones…), en los que los personajes se atormentan y debaten en torno a sus inconfesables pulsiones. También utiliza metáforas visuales, como las imágenes de vías de tren que se cruzan (destinos entrecruzados) o la entrada en oscuros túneles, anticipando de este modo lo que le va a acontecer a Warren.


Espléndidas composiciones del trío principal, y una lograda y expresionista fotografía en blanco y negro, son otros puntos a destacar en esta convincente e inolvidable obra maestra. 

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