Clásicos del western: Sin perdón (Unforgiven, 1992) de Clint Eastwood.


William Munny (Clint Eastwood) es un ex pistolero que dejó atrás sus correrías delictivas de juventud, al contraer matrimonio con su esposa, ahora muerta. Las dificultades económicas para sacar adelante a sus dos hijos y a su mísera granja, le llevarán a aceptar un último trabajo consistente en asesinar al tipo que marcó la cara de una prostituta en el pueblo de Big Whiskey, en donde el alguacil Little Bill Daggett (Gene Hackman) impone la ley. En la tarea le acompañarán su viejo amigo Ned (Morgan Freeman) y un joven inexperto que se hace llamar Schofield Kid (Jaimz Woolvett). 


Veinte años después de su estreno, nadie duda ya de que Sin perdón, cumbre ineludible del cine norteamericano de las últimas décadas, se ha convertido, a todos los efectos, en un auténtico clásico. Clint Eastwood sublimó aquí algunos de los hallazgos de puesta en escena que ya se encontraban en sus westerns previos. El tenebrismo y la fantasmagoría alcanzaban en la obra que ahora nos ocupa, unas cotas de sapiencia y pericia cinematográfica difícilmente comparables. ¿El resultado? El resultado es historia. 

El filme, de tono desmitificador y crepuscular, ahonda en los efectos nocivos que genera el empleo de la violencia. “Es duro matar a un hombre. Le quitas todo lo que tiene y todo lo que tendrá”, le dice el personaje de Eastwood al joven aspirante a pistolero que se siente abatido tras haber cometido su primer asesinato.


En Unforgiven, el salvaje oeste carece de cualquier tipo de glamour. La primera vez que vemos a su personaje principal, éste aparece hundido en el fango mientras trata de separar a los cerdos de su corral. Poco después, cuando pone a prueba su puntería, advertimos que su vista le falla. Finalmente, su caballo lo arrojará al suelo al intentar montarlo. No hay héroes de ficción. Sólo tipos de carne y hueso, envejecidos y desencantados, que hasta enferman cuando les cae encima un buen chaparrón.

Del guión de David Webb Peoples (coguionista de Blade Runner), resulta admirable la ambigüedad y falta de maniqueísmo de la que hace gala en la definición de caracteres. Como veremos a lo largo del metraje, ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos. Se dice que Eastwood, tras comprar los derechos del texto original, esperó durante nueve años hasta envejecer lo suficiente para dar vida a su personaje.


Más allá de esa poética y fordiana estampa en la que el protagonista parece pedir disculpas ante la tumba de su santa esposa por lo que está a punto de hacer, la secuencia verdaderamente inolvidable de la película no puede ser otra que la del tiroteo final. En ella, William Munny, rifle Spencer en mano, emerge de entre las sombras y la tormenta, cual aparecido de ultratumba, para vengar la muerte de su amigo. “He matado a mujeres y a niños. He matado a casi todo lo que camina o se arrastra. Y aquí estoy para matarte, pequeño Bill. Por lo que hiciste a Ned”. Sólo Eastwood podía conseguir que amásemos tanto a este jodido hijo de puta. A sus pies, maestro.


Frenesí (Frenzy, 1972) de Alfred Hitchcock.


La ciudad de Londres se está viendo atemorizada por un maníaco sexual que estrangula a sus víctimas con una corbata después de haberlas violado. Richard Blaney (John Finch), un ex piloto en precaria situación económica, es el principal sospechoso de los crímenes.


Hitchcock regresó a Inglaterra tras veinte años para filmar esta brillantísima adaptación de la novela Goodbye Piccadilly, Farewell Leicester Square de Arthur La Bern. Frenesí no sólo es la última gran película del maestro británico, sino que también supone uno de los trabajos más oscuros de su extraordinaria filmografía.

El espléndido guión de Anthony Shaffer, autor de la exitosa obra teatral La huella, indaga en el hitchcockiano tema del falso culpable a través de un libreto que, pese a su extremada sordidez, no pierde en ningún momento su irónico y cínico sentido del humor. Valga como ejemplo la genial secuencia de apertura, en la que mientras un político declama un discurso en el que presume de limpieza fluvial, varios de los allí presentes advierten la aparición del cadáver de una mujer desnuda flotando sobre el Támesis con una corbata fuertemente atada al cuello.


Durante los primeros minutos del filme, el autor de Psicosis juega con el espectador, al que trata de confundir mostrándole al protagonista como un tipo fácilmente irritable y con problemas económicos que bien podría ser el asesino. De hecho, en su primera aparición lo vemos frente a un espejo anudándose una corbata idéntica a la que portaba la mujer hallada en el río. La duda permanecerá hasta que asistamos a uno de los crímenes. Curiosamente, el que entonces se nos revela como el verdadero psicópata (Barry Foster), es un personaje que con anterioridad había sido presentado como un zalamero y próspero hombre de negocios que vive junto con su madre. Bien sabía el director que las apariencias engañan…

Debido a la lógica relajación de la censura en los años setenta, Hitchcock se muestra más explícito que nunca en las escenas de sexo y violencia. En cualquier caso, en ningún momento abusa de ello, optando casi siempre por “mostrar” lo que acontece en off. Eso es precisamente lo que hace en la que, bajo mi punto de vista, es la mejor secuencia de toda la cinta: la del asesinato de la novia de Blaney. En ella Hitchcock hace un uso magistral del travelling hacia atrás, con el que va alejándose de la puerta del apartamento al que acaban de acceder víctima y asesino, desciende lentamente las escaleras de la vivienda, retrocede a través del vestíbulo, llega hasta el exterior, cruza la calle y acaba captando un plano general del edificio. No hemos visto nada, pero el escalofrío que provoca es mucho mayor que si lo hubiésemos hecho.


El magnífico reparto (qué actor tan desaprovechado el shakesperiano John Finch), la conseguida ambientación y la excelente música hacen el resto en este soberbio ejercicio cinematográfico. Casi una obra maestra.


Un método peligroso ( A Dangerous Method, 2011) de David Cronenberg.


Carl Jung (Michael Fassbender) recibe en su clínica psiquiátrica de Suiza a Sabina Spielrein (Keira Knightley), una joven paciente de inclinaciones masoquistas con la que pondrá en práctica los métodos psicoanalíticos de Sigmund Freud (Viggo Mortensen), y a la que acabará convirtiendo en su amante. 


El cineasta canadiense David Cronenberg parece haber emprendido en los últimos años un camino que lo aleje de su fama de rara avis y lo acerque a una posición de mayor reconocimiento por parte de la crítica. En A Dangerous Method adapta una obra teatral de Christopher Hampton basada en una serie de hechos reales relativos a las vidas de los ilustres Carl Gustav Jung y Sigmund Freud: los padres de la psicología moderna.   

El filme, decepcionante en términos generales, no deja de ser un trabajo demasiado académico y convencional si tenemos en cuenta que lleva la firma del autor de cintas tan turbadoras como Vinieron de dentro de…, Videodrome, La mosca, Inseparables o Spider.


Cronenberg opta por la sobriedad estética en este drama psicosexual de época carente de fuerza, sobrado de pretensiones y cuyo desarrollo resulta ciertamente rutinario. Su verborrea psicoanalítica es excesiva para el espectador no ducho en la materia, quien por momentos puede sentirse perdido entre tanto término especializado y tanta interpretación onírica. Tampoco facilita la digestión de la película la abundancia de intercambio epistolar entre personajes, en lo que parece un recurso más bien facilón ante la falta de pericia narrativa.  

La acción se vertebra a partir de la doble relación que Jung entabla con su mentor y con su amante. Siendo mucho más interesante la primera que la segunda, gracias a esa confrontación teórica entre el determinismo reduccionista de uno (Freud) y el posibilismo del otro (Jung). De esa relación también se puede extraer una lectura histórico-política que anticipa el futuro enfrentamiento entre arios y judíos en el continente europeo. No en vano, Cronenberg alude en varias ocasiones a sus respectivas procedencias étnicas.


De entre el espléndido reparto (probablemente lo mejor del filme), me gustaría resaltar las composiciones de Michael Fassbender y Vincent Cassel. Este último interpreta a un mefistofélico y seductor personaje del que se podía haber sacado mucho más partido.


Las tres caras del miedo (I Tre volti della paura, 1963) de Mario Bava.


Se narran tres historias de miedo. Correspondiéndose cada una de ellas con un tipo de terror concreto: El teléfono (terror real), Los Wurdalak (terror sobrenatural) y La gota de agua (terror psicológico). 


El teléfono: Rosy (Michèle Mercier), una joven que vive sola en su apartamento, comienza a recibir una serie de inquietantes llamadas en las que un desconocido que parece ver todo lo que hace, amenaza con matarla.


Tras un breve prólogo de presentación a cargo del gran Boris Karloff, que actúa en el segundo de los episodios, nos introducimos en este terrorífico tríptico de la mano de Il Telefono; un hitchcockiano relato en el que encontramos vouyerismo, lesbianismo, engaños, venganza y asesinatos. Su medida puesta en escena, su precisión narrativa y su conseguido sentido del suspense lo convierten en un excelente bocado inicial. A destacar la sensualidad desplegada por la guapa actriz francesa Michèle Mercier.

Los Wurdalak: a un pequeño pueblo de Serbia, llega un joven viajero (Mark Damon) en busca de alojamiento para pasar la noche. Le dará hospedaje una humilde familia de campesinos que se muestra preocupada por la ausencia de su padre (Boris Karloff). Al parecer, éste salió unos días atrás en busca de un bandolero turco que estaba asolando la región con sus crímenes. Gorcha, que así se llama el padre, advirtió a sus hijos que lo esperasen durante cinco días. Pero que, una vez pasado ese tiempo, no lo dejaran entrar en la casa, ya que podría volver convertido en un Wurdalak: un vampiro sediento de la sangre de sus seres más queridos.






Magistral plasmación en imágenes del cuento de vampiros La familia del vurdalak, escrito en 1839 por el literato ruso Alekséi Tolstói. Se trata, sin duda, de la más lograda de las tres historias y, a mi parecer, una de las cumbres del cine de Bava. De alucinante y lúgubre ambientación gótica (cerros escarpados, fantasmal viento, abadías semiderruidas, aullidos, niebla densa, profundos bosques, árboles pelados…), el episodio destaca por estar espléndidamente narrado y por suponer la única vez que Karloff (como siempre enorme) dio vida en pantalla a un vampiro. Una pequeña obra maestra.

La gota de agua: una enfermera (Jacqueline Pierreux) le roba un anillo al cadáver de una anciana espiritista de la que cuidaba. Este pequeño hurto la atormentará de tal modo, que acabará creyendo que la vieja regresa del más allá para vengarse de ella.


Escalofriante (da miedo de verdad) y ambiguo cuento con el que se cierra el filme de manera inmejorable. Partiendo de una decadente y colorista puesta en escena, Bava utiliza brillantemente los efectos sonoros (la gota de agua que cae sin cesar, el zumbido de la inquieta mosca, la tormenta, los chirridos de las puertas) y visuales (esa farola exterior de luz verdosa que centellea de manera intermitente) para crear una atmósfera malsana y desasosegante. ¿Todo es producto de la autosugestión o en verdad la anciana (menudo rigor mortis el suyo) ha vuelto de entre los muertos? Juzguen ustedes mismos. De todos modos, seguro que tras visionar este aterrador episodio, jamás se les pasa por la cabeza la idea de robarle a un muerto. No vaya a ser que…

Harakiri (Seppuku, 1962) de Masaki Kobayashi.


Japón, siglo XVII. Un viejo y empobrecido samurái llamado Hanshiro Tsugumo (Tatsuya Nakadai), acude a la casa de su antiguo señor solicitando un lugar digno para suicidarse bajo el ritual seppuku (harakiri si utilizamos el término coloquial). Antes de llevar a cabo su cometido, el desconocido narrará los hechos que le han conducido a tan extrema situación. 


No me parece erróneo ni atrevido, afirmar que Seppuku es la obra maestra del director japonés Masaki Kobayashi (con permiso de la monumental La condición humana) y uno de los mejores filmes sobre samuráis jamás filmados. La película, que adapta magistralmente una novela de Yasuhiko Takiguchi, ha ejercido una notable influencia en cineastas posteriores como Yôji Yamada o Takashi Miike. De hecho, este último rodó recientemente un remake de la misma.

En Harakiri, Kobayashi plasma con crudeza la situación de desamparo e indigencia a la que se vieron abocados miles de guerreros tras el establecimiento del régimen Tokugawa en 1603. Bajo la férrea y centralizada autoridad de este shogunato, el cual se mantuvo en el poder hasta la Restauración Meiji de 1868, Japón entró en un período de paz que puso fin a las intestinas luchas de los señores de la guerra y en el que ya no tenía cabida un elemento belicista como el que representaba la clase samurái.


El realizador también critica la excesiva rigidez y la huera vanidad del código ético del bushido. Su mundo ha quedado relegado a la condición de mero componente tradicional y decorativo dentro de la sociedad nipona, de ahí su interés en preservar lo único que queda del mismo: la apariencia.

El autor de El más allá, espléndido narrador, utiliza de manera brillante el recurso del flashback; introduciendo progresivamente la información que hará que el relato vaya ganando en tensión e interés, hasta desembocar en la inevitable y desigual confrontación final. Cada una de las secuencias parece planificada al milímetro, con una ejemplar puesta en escena en la que destacan la cuidada composición de planos y los medidos movimientos de cámara. 

Es cierto que Tatsuya Nakadai carece de la fiereza interpretativa y el carisma de un Toshiro Mifune, por ejemplo, pero su trabajo aquí como el hastiado guerrero que busca venganza merece ser reconocido.


Seppuku es, en definitiva, una de esas piezas indispensables que conforman la extraordinaria cinematografía del país del sol naciente. Para no perdérsela.  

Un dios salvaje (Carnage, 2011) de Roman Polanski.


El matrimonio Longstreet, formado por Michael (John C. Reilly) y Penelope (Jodie Foster), y el matrimonio Cowan, compuesto por Alan (Christoph Waltz) y Nancy (Kate Winslet), se reúnen una tarde en el apartamento de los primeros, para hablar sobre la pelea que sus hijos protagonizaron días atrás en el parque. Lo que en principio parece un mero trámite cordial y civilizado, acabará por complicarse con el transcurrir de los minutos.


Esta adaptación de una pieza teatral de Yasmina Reza, coautora del guión junto con el propio Polanski, supone una obra fallida y decididamente menor en la trayectoria del director franco-polaco.

Bajo sus ínfulas de estudio psico-sociológico y conductista sobre caracteres que se relacionan en un espacio reducido, no hallamos más que una comedia excesivamente teatralizada, reiterativa, carente de ingenio y de insoportable verbosidad.


A partir de una excusa argumental tan trivial como su posterior desarrollo (el altercado entre los dos menores), Polanski orquesta un ligero combate dialéctico con trazos de humor absurdo (buñueliano), en el que la sangre nunca llega al río y con el que pretende desenmascarar la hipocresía de las convenciones sociales.

 Lo he dicho en alguna otra ocasión, el autor de Repulsión ya no es, para nuestra desgracia, aquel genial y malévolo perturbado que en su momento nos regaló obras maestras del calibre de La semilla del diablo o El quimérico inquilino. A pesar de que su talento se mantiene intacto, con los años se ha ido convirtiendo en un venerable anciano que parece más preocupado por limpiar las faltas de su pasado que por acometer proyectos que se adecuen a su otrora pérfida personalidad.


 ¿Se imaginan ustedes cómo habría sido Carnage si la hubiese dirigido el Polanski de los años sesenta o setenta? Yo, que soy muy dado a alimentar la hoguera de mi imaginación, sí que lo hago. Y no veo ese final entre amable y ridículo de la película de 2011 (el plano del hámster es lo peor que el director haya filmado nunca), sino que imagino un apartamento completamente destrozado en el que, previamente y tras un in crescendo hacia la locura y la histeria más salvajes, el personaje de Kate Winslet ha acabado por ahogar en la bañera al de Jodie Foster como pago a su insufrible histerismo, y John C. Reilly le ha aplastado violentamente el cráneo con una maceta al pesado de Christoph Waltz por no dejar de hablar a través del celular. Ejem, ejem… disculpen, probablemente he imaginado demasiado, pero es que el filme no da para más.


La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) de Martin Scorsese.


Jesús de Nazaret (Willem Dafoe) es un carpintero mal visto en su tierra por fabricar las cruces en las que los romanos crucifican a sus compatriotas judíos. Lo que los demás no saben, es que lo hace para despertar el odio de Dios y así alejarse de su condición de elegido.


Una vez pasado casi un cuarto de siglo desde su polémico estreno, considero que es un buen momento para valorar en su justa medida este espléndido filme de Martin Scorsese que adaptaba la novela homónima del escritor y filósofo griego Nikos Kazantzakis. Visto a día de hoy, uno no acaba de entender las radicales reacciones que su producción generó, ya que, en lo sustancial, la visión que ofrece de la figura de Jesucristo apenas se aparta de la ortodoxia católica. Algo que no debe sorprender si tenemos en cuenta que fue escrito por un calvinista estricto y dirigido por un sacerdote frustrado. A nivel personal y aun reconociendo sus imperfecciones, siempre me ha parecido uno de los trabajos más interesantes, tanto en la forma como en el contenido, de la carrera del autor de Taxi driver.

El eje dramático en torno al cual gravita toda la película, no es otro que la irresoluble lucha que se establece entre el cuerpo y el alma a través de la doble naturaleza (humana y divina) de Cristo. ¿Qué habría sucedido si Jesús hubiese optado por abandonar su misión mesiánica en favor de llevar una vida plenamente humana? ¿Acaso nunca se vio tentado y atormentado por ello? ¿Por qué a veces se olvida que el nazareno fue también un hombre con sus consecuentes temores y debilidades? Cuestiones como estas son las que se abordan a lo largo de la obra que ahora nos ocupa.


La plástica austera, ocrácea y polvorienta de la cinta, que fue rodada íntegramente en Marruecos, se aleja por completo de la estética colorista y monumental de las incursiones hollywoodienses previas sobre este mismo tema. Del mismo modo que la maravillosa banda sonora de Peter Gabriel, se acerca más a la música árabe y oriental que a las composiciones clásicas y grandilocuentes que suelen envolver a este tipo de producciones.

Es cierto que su metraje puede resultar excesivo, que Harvey Keitel está horrible en su encarnación de un Judas activista y zelote, y que presentar al Bautista como si de un botarate cabecilla de una comuna de rastafaris se tratase, no parece demasiado acertado. Sin embargo, todo ello no impide admirar el innegable poder que poseen algunas de sus imágenes, así como la belleza de determinados pasajes; en especial, el que se corresponde con la última tentación, que está tratado y filmado con gran sensibilidad y sin ningún tipo de interés morboso. También ha de ser destacada la interpretación del singular Willem Dafoe, que realiza aquí el que probablemente sea el trabajo más inspirado de toda su trayectoria.


Este es, en definitiva, el Scorsese que nos gusta, el más personal. Y no el que simplemente se dedica a dilapidar grandes presupuestos en artificios pueriles de escaso interés.


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