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El Rey Lear (Korol Lir, 1971) de Grigori Kozintsev.

El anciano rey Lear (Yuri Yarvet) se siente cansado y decide repartir su reino entre sus tres hijas. Goneril (Elze Radzinya) y Regan (Galina Volchek) lo adulan con palabras para conseguir una mayor tajada, mientras que la hija menor, Cordelia (Valentina Shendrikova), se limita a decir lo que siente; sin adornos, provocando la ira del rey.

Tras realizar Hamlet (Gamlet, 1964), probablemente la mejor adaptación cinematográfica de Shakespeare, Grigori Kozintsev volvió a retomar al dramaturgo de Stratford-on-Avon para configurar una nueva obra maestra.

 El cineasta soviético escribió el guión a partir de la traducción al ruso que realizó Boris Pasternak en 1949. La puesta en escena austera, casi desnuda, se vale del polvo, la niebla, el viento, los nubarrones y la lluvia para crear una tragedia telúrica y sombría.

Este relato acerca de la ingratitud filial se sustenta en la avaricia, el egoísmo, la crueldad y la lujuria de unos personajes abocados hacia el caos. La locura y la muerte se manifiestan como las únicas salidas posibles frente a ese torrente de emociones insanas y febriles que provocan no sólo la destrucción de una familia, sino también la de todo un reino.


El estonio Yuri Yarvet lleva a cabo una brillante y dolida interpretación de ese arrugado y desencantado rey que acaba perdiendo el juicio ante los acontecimientos que se suceden tras su equivocada decisión. Será el precio que tenga que pagar por su prepotencia y excesos anteriores, en un sufrimiento que se verá culminado por la muerte de la única que tiene el corazón limpio en esta historia, la dulce Cordelia (en la secuencia del reparto del reino es la única que lleva un vestido claro, como metáfora de la pureza de su alma).

No menos excelente resulta el trabajo de Oleg Dal como el Bufón del monarca, un loco lúcido que parece ser el primero en darse cuenta del error cometido por su amo. Su presencia en pantalla resulta impagable.

De forma paralela a la caída de la familia de Lear, asistimos a las conspiraciones contra el Conde de  Gloucester fraguadas por Edmund (Regimantas Adomaitis), hijo bastardo y desagradecido, que enemistará a éste con su primogénito Edgar para conseguir el poder.


Contribuyen a la redondez final del filme la gran fotografía en blanco y negro de Jonas Gritsius y la formidable partitura de Dmitri Shostakovich.

 En conclusión, nos encontramos ante la mejor adaptación al cine de esta inmortal obra. Incluso por encima de la famosa Ran (ídem, 1985) de Akira Kurosawa.

Horror en el cuarto negro (The Black Room, 1935) de Roy William Neill.


En la Austria del siglo XIX, la baronesa de Berghman trae al mundo a los gemelos Gregor y Anton (Boris Karloff), acontecimiento que entristece a su padre, el barón, ya que una antigua profecía predice que la familia se terminará con el nacimiento de gemelos, y con el asesinato del mayor de éstos a manos de su hermano en el cuarto negro. Para evitar que tal predicción se cumpla, el barón decide tapiar el cuarto.


Deliciosa y poco conocida pieza de horror gótico que supone uno de los mejores trabajos del gran Boris Karloff, que interpreta aquí dos papeles que en realidad son tres, ya que uno de los gemelos acabará haciendo del otro.

Gregor, el primogénito, es un tipo rudo, desagradable y mal encarado; mientras que Anton, el pequeño, es educado, amable y sofisticado, además de tener el brazo derecho paralizado. Karloff cambia la expresión de su rostro, sus ademanes, e incluso su voz, en función de si hace de uno u otro. Tras el asesinato de uno de ellos, el homicida tendrá que imitar a su hermano, surgiendo así un personaje lleno de matices que mezcla ambos caracteres.


La película contiene todos los elementos que caracterizan al relato gótico clásico: castillos, pasadizos ocultos, escaleras sombrías, cementerios, iglesias, imágenes religiosas… El excelente y cuidado diseño de producción parece remitirnos a una novela de Ann Radcliffe. 

El filme cuenta con una magnífica fotografía y con una puesta en escena de luces y sombras de clara influencia expresionista.   

El peso de la profecía se muestra evidente a lo largo de toda la cinta, afectando sobremanera al personaje de Gregor, ya que según la misma, debería ser asesinado por su hermano menor, de ahí que no dude en tomar medidas extremas para evitarlo, aunque al final no pueda escapar de su destino.


The Black Room es una película a redescubrir que a buen seguro satisfará a los degustadores del buen cine de terror. 

         

Faraón (Faraon, 1966) de Jerzy Kawalerowicz.

El joven príncipe Ramsés XIII (Jerzy Zelnik) desea coger las riendas del poder para hacer frente a la intromisión política de la casta sacerdotal y declarar la guerra a Asiria.


Esta soberbia película polaca supone el acercamiento más realista y meticuloso que el cine haya dedicado jamás a la antigua civilización egipcia. Se basa en una novela de Boleslaw Prus, seudónimo de Aleksander Glowacki, y sus exteriores se filmaron en Luxor (Egipto) y Bujara (Uzbekistán).

El filme reflexiona acerca del enfrentamiento que se establece entre el poder político y el religioso, exponiendo el sinfín de conspiraciones con las que cada una de las partes pretende someter a la otra. Ya la primera imagen de la película, en la que dos escarabajos se disputan una bola de estiércol en medio del árido desierto, nos anticipa a modo de metáfora esa lucha de la que vamos a ser testigos. Precisamente los coleópteros, sagrados en el Antiguo Egipto, serán la causa del primer choque entre el joven heredero y los poderosos sacerdotes, ya que estos obligan al ejército, que realiza maniobras en el desierto, a dar un inmenso rodeo por temor a pisarlos. Se trata de una secuencia introductoria muy inteligente con la que Kawalerowicz nos muestra la pugna que surge entre el futuro faraón y la influyente casta.


La puesta en escena se caracteriza por una sobriedad que se aleja de la pompa y el cartón piedra de las producciones hollywoodienses de este tipo. La ambientación resulta hiperrealista, destacando un vestuario parco y liviano claramente influido por los frescos de la época y una banda sonora que se limita a determinados cánticos rituales.

La minuciosidad histórica con la que se recrea tal período se contrapone a su ficción argumental, puesto que nunca existieron los personajes de los que se nos habla (no hubo por tanto un Ramsés XIII, ya que el último de su dinastía fue Ramsés XI), dándose además ciertos anacronismos que, no obstante, no empañan la sensación que tiene el espectador de verse trasladado al Antiguo Egipto. Y es que tal y como señala Rafael de España “Lo que hace un buen filme histórico no es seguir los acontecimientos con el manual en la mano, sino reinterpretar su esencia dentro de un concepto moderno”.

La cinta emana un cierto mensaje anticlerical muy en consonancia con el contexto político de su época de filmación, como era el de la Polonia comunista de la década de los Sesenta.


De entre las muchas secuencias notables que habitan el filme, destaca la del eclipse, donde se muestra de forma magistral cómo los resortes de poder han ido utilizando los avances en el campo del conocimiento para la manipulación de un populacho ignorante y supersticioso.

Faraón es una excelente película, tanto por su brillantez visual como por su densidad intelectual; una obra imprescindible para los amantes del buen cine. Casi una obra maestra.

Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961) de Ingmar Bergman.


Una familia vive unos días de asueto en una apartada isla. El padre (Gunnar Björnstrand) es un escritor que se ha distanciado de sus dos hijos tras la muerte de su esposa. La hija mayor (Harriet Andersson) está casada con un médico (Max von Sydow) y sufre una enfermedad mental incurable, mientras que su hermano (Lars Passqard) es un adolescente que lamenta su escasa comunicación con su progenitor.


Bergman nos enfrenta al abismo del vacío existencial con este excepcional y desasosegante drama en el que trata de profundizar en la necesidad del individuo de tener certezas espirituales para no caer al pozo de un mundo grotesco y sin sentido. 

Como en un espejo es una obra clave dentro de la filmografía bergmaniana, ya que supone un cambio en la concepción de la puesta en escena de su autor, más sobria y desnuda desde entonces, y una acentuación de sus planteamientos escépticos. Fue, además, la primera película que Bergman rodó en la isla sueca de Farö, y la primera en la que renuncia a una banda sonora convencional en favor de la utilización de composiciones clásicas (la Sarabande de la suite en Re menor para cello de Bach en este caso) para enfatizar el drama. Se depura de este modo un lenguaje único y singular que eleva a su autor a los altares de la historia cinematográfica al dotarse de una escritura propia e irrepetible.


El filme es el primero de la que muchos autores han venido a denominar como la trilogía del “escepticismo” o del “silencio de Dios”, que continuaría con El silencio (Tystnaden, 1963) y Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963). Bergman se oponía a tal consideración, aunque es evidente que las tres películas indagan en la angustia y el malestar vital que se derivan de la desazón existencial.

La película se atiene a las tres unidades dramáticas clásicas de tiempo, lugar y acción, lo que refuerza el carácter compacto de una obra que gravita en torno al estado mental de su protagonista (extraordinaria y escalofriante interpretación de Harriet Andersson), estado que se verá agravado durante una de esas noches blancas (magistralmente captada por la fotografía de Sven Nykvist) que caracterizan a una parte del verano del norte de Europa, en las que la oscuridad nunca es completa y que tradicionalmente se han vinculado a alteraciones nerviosas y febriles de algunos individuos.


La incapacidad de comunicación entre personajes, reforzada por el aislado contexto de Farö, a excepción de la incestuosa y afectiva relación que se establece entre los hermanos, es esencial para comprender las carencias afectivas y existenciales de unos caracteres evasivos y egoístas (el padre), enajenados (la hija), dependientes (el marido) y confundidos (el hijo). 

En ese contexto de vacío e incertidumbre resulta necesaria una infalibilidad que no se muestra, y que cuando lo hace es sólo el producto monstruoso de una mente atormentada temerosa de la nada.

            La cinta ganó el Oscar a la Mejor película de habla no inglesa.

Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman, 1967) de Terence Fisher.

El barón Frankenstein (Peter Cushing), junto con la ayuda del Dr. Hertz (Thorley Walters), halla la forma de capturar el alma de un cuerpo sin vida para implantarla en otro. Por otra parte, el joven Hans (Robert Morris), ayudante del barón, está enamorado de Christina (Susan Denberg), una chica deforme cuyo padre se opone a la relación. Tras el asesinato de éste, Hans será injustamente acusado y guillotinado, provocando el suicidio de su amada. Esta situación permitirá a Frankenstein transferir el alma de Hans al cuerpo de Christina.


Infravalorada y singular obra de la Hammer, que supone la tercera entrega de la pentalogía que Fisher dedicó al mito creado por Mary Shelley.

Más compleja que sus predecesoras, la cinta que nos ocupa mezcla con suma lucidez el patetismo y el terror, en una de esas historias de romanticismo trágico que tan bien se le daban al maestro británico.

En el filme se distinguen dos partes claramente diferenciadas: la primera es una hermosa y conmovedora historia de amor entre dos seres marginados; uno por su horrible aspecto, y el otro por su condición de hijo de un ajusticiado. En esta parte, Fisher incide en la desigualdad y los prejuicios sociales como génesis de la posterior tragedia.


Tras la muerte de los enamorados se inicia el segundo acto del filme, en el que tras la intervención de Frankenstein, la “nueva” y sensual Christina, instigada por el alma de su querido Hans, se vengará de los  verdaderos culpables del citado drama.

Todo el reparto está a un nivel excelente, no sólo Cushing, que ya es algo habitual, sino también Thorley Walters como doctor borrachín y, sobre todo, Susan Denberg, que se muestra ingenua y delicada, sexual y violenta. 

También merecen ser resaltadas la música de James Bernard y la fotografía de Arthur Grant, habituales colaboradores de Fisher que siempre rayan a gran altura.


En conclusión, un notable y disfrutable preludio de la obra maestra que Fisher conseguiría con El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969).

Principios de verano (Bakushû, 1951) de Yasujiro Ozu.


Bajo un mismo techo conviven una pareja de ancianos, su hija Noriko (Setsuko Hara), su hijo Koichi (Chishu Ryu) y la mujer y los dos hijos pequeños de éste. Noriko tiene ya veintiocho años, y sus familiares y allegados consideran que ya es hora de que contraiga matrimonio.


En Bakushû, el maestro japonés vuelve a poner de manifiesto su sabiduría vital y cinematográfica centrándose, en este caso, en un hermoso e inevitable proceso de desmembramiento familiar derivado del paso del tiempo (tema capital en Ozu).

Tratándose de Ozu, nos encontramos, claro está, ante un shomin-geki o filme de temática cotidiana y contemporánea, género al que dedicó la totalidad de su filmografía a excepción de su primera película, La espada de la penitencia (Zange no yaiba, 1927), que no se conserva en la actualidad, y que se adscribía al jidai-geki o filme de temática histórica.

El eje en torno al cual gira la trama, son los intentos de los familiares de Noriko por encontrarle un buen pretendiente, anécdota que hace que nos remontemos a Primavera tardía (Banshun, 1949), y que se repetirá en buena parte de su obra posterior.


El tono general de la película es el de una comedia ligera que, sin embargo, en su último tramo irá transitando hacia situaciones más tensas que acabarán por desembocar en un conmovedor y hermoso final.

La cámara prácticamente inmóvil de Ozu (tan sólo se dan algunos lentos y bellos travellings), el alarde en la composición de planos y el lirismo humanista habitual de su autor, dan lugar a uno de los filmes más deliciosos e irresistibles de su carrera.

Con la breve visita del abuelo, coincidirán en la misma casa cuatro generaciones de una misma familia. El contraste/enfrentamiento entre las distintas generaciones es uno de los temas esenciales en la obra de Ozu, algo lógico si tenemos en cuenta que él mismo presenció las transformaciones culturales acaecidas en su país tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial.

En este sentido, su posición es clara y se refleja en sus películas, donde los ancianos suelen ser personas sabias y serenas,  mientras que los jóvenes se debaten entre la filiación a sus raíces históricas y la modernidad (debido a la influencia norteamericana), y los niños aparecen siempre como seres egoístas y respondones frente a sus mayores.


 Aquí, los dos hijos pequeños de Koichi se fugarán de casa durante unas horas debido a que no les compran más vías para su tren eléctrico. Esta rebeldía infantil nos hace pensar en su gran obra muda He nacido, pero… (Umarete wa mita keredo, 1932), en la que los niños se enfrentaban a su progenitor al considerarlo un fracasado y un pelele frente a su jefe, y a la posterior e inolvidable Buenos Días (Ohayo, 1959), donde los infantes se negaban a hablar como respuesta a la decisión de su padre de no comprarles un televisor.

No sería justo acabar el comentario sin hacer referencia a la excelente labor realizada por todos y cada uno de los actores que participan en la cinta, destacando a la siempre angelical y encantadora Setsuko Hara. Ozu, al igual que otros grandes directores como Ford o Bergman, siempre trabajaba con su habitual “trouppe”. 

Estamos, en definitiva, ante otra obra maestra del maestro nipón, del que casi todos conocen su inmortal Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953), pero cuya obra va mucho más allá, constituyendo uno de los logros más reseñables de la historia del cine.

La vergüenza (Skammen, 1968) de Ingmar Bergman.

             Jan (Max Von Sydow) y Eva (Liv Ullmann) son una pareja de músicos que se traslada a una apartada isla para huir de la guerra civil que asola a su país. Allí se creen a salvo, pero el conflicto bélico no tardará en llamar a sus puertas. 



Una de las grandes películas del maestro sueco; sórdida y desgarrada, supone un ejercicio de autocrítica, pues profundiza en la incapacidad del artista a la hora de hacer frente a los problemas reales del mundo. Fue la respuesta de Bergman a quienes lo consideraban un cineasta en exceso metafísico y despreocupado con respecto a la realidad política de su tiempo.

Se trata, además, de una nueva disección de las relaciones de pareja, en la que los verdaderos sentimientos aflorarán como consecuencia del factor bélico externo que los condiciona, enterrando por siempre la complaciente y forzada armonía que parecía reinar en un principio.


Bergman nos muestra el horror de la guerra a través de explosiones, efectos de luz, sonidos de disparos, paisajes desolados y cadáveres por el suelo. Todo ello ubicado en el marco aislado de la isla de Farö, espacio geográfico vinculado a su filmografía desde el rodaje de Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961).

Este alegato antibélico desemboca en un final impactante y sobrecogedor, que nos invita a reflexionar acerca de la mezquindad y la ruina moral que se derivan de toda  conflagración. Un ejemplo de toda esta bajeza es el personaje de Jan, artista cobarde e inseguro, que se ve abocado a sacar a la luz lo peor de su ser para salvar el pellejo.


Sydow, Ullmann y Björnstrand están magníficos; poniéndose de manifiesto, una vez más, la maestría de Bergman a la hora de dirigir a sus actores.

Es importante remarcar el carácter pesadillesco del filme, que se inicia y se cierra con la narración de un sueño por parte de los protagonistas; sueños que aluden a los deseos y anhelos de ambos en medio del caos.

Origen (Inception, 2010) de Christopher Nolan.

Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) y su equipo se dedican a penetrar en los sueños de aquellas personas a las que pretenden robar ideas. Ahora tendrán que llevar a cabo una misión mucho más complicada: introducir una idea en la mente del hijo de un magnate para que destruya el imperio monopolista creado por su padre.


Tras la excitante El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008), el cineasta británico Christopher Nolan nos presenta un ambicioso thriller de ciencia ficción con el que muchos lo auparán a los altares del desolado panorama cinematográfico actual.

Se trata de una interesante aunque sobrevalorada película de complejidad buscada y no conseguida, al quedar lastrada por una excesiva racionalidad que no se corresponde con el asunto primordial sobre el que indaga: el mundo de los sueños. No obstante, es preciso reconocer la capacidad de su autor para aunar el blockbuster con planteamientos más o menos inteligentes. Algo que no suele darse en el Hollywood de hoy en día.


La narración redunda en farragosas y reiterativas explicaciones con las que se intenta dotar de lógica y sentido a lo que se nos está exponiendo, lo que sitúa a la película en las antípodas de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, 1968) de Kubrick, obra con la que Nolan intenta establecer determinados puntos de conexión visual en algunos momentos de su filme. Tal redundancia en aclaraciones no sólo simplifica lo que se nos cuenta, sino que además impide incidir en temas más interesantes que se tratan de forma superficial, como la adicción que provocan los sueños en unos personajes hastiados de la realidad o la romántica idea de crear un mundo alternativo hecho a la medida de dos seres que se aman.

La definición de caracteres resulta pobre, centrándose fundamentalmente en el sentido de culpa de un personaje principal que en sus sueños se ve atormentado por la figura de su esposa fallecida, lo que nos remite a Solaris (Solyaris, 1972) de Tarkovsky y a Shutter Island (ídem, 2010) de Scorsese; de hecho, podría decirse que DiCaprio ha interpretado dos veces el mismo papel en un sólo año.


Hubiese sido de agradecer una concepción más arriesgada y personal de las secuencias oníricas, que se reducen aquí a meras estampas de acción filmadas de un modo demasiado convencional. Al menos Nolan no abusa de los efectos especiales ni cae en vacuos ejercicios de onanismo visual, a pesar de que sobra la utilización de algún toque efectista y relamido a lo Matrix.

Muy destacable es la banda sonora de ese magnífico compositor llamado Hans Zimmer.

Origen es, en definitiva, y a pesar de su pretenciosidad y numerosos defectos, un estimable título que se sitúa por encima de la media de lo que cada semana llega a nuestras carteleras.


El color de la granada (Sayat Nova, 1968) de Sergei Paradjanov.

Subyugante y atípica biografía del poeta armenio del S.XVIII Sayat Nova (Melkon Aleksanyan, Sofiko Chiaureli, Vilen Galstyan y Giorgi Gegechkori).


Sayat Nova es la obra cumbre del cineasta armenio Sergei Parajanov, un filme de puesta en escena minimalista caracterizado por su carácter críptico y simbólico, además de por su portentosa belleza.

La película se divide en distintos capítulos que se corresponden con las diferentes etapas de la vida del protagonista, así como con determinados y significativos hechos que se producen en la misma.

No hay diálogos, tan sólo una voz en off que recita puntualmente algunas estrofas de los versos del poeta. La ausencia de los mismos se debe a la importancia que adquiere el lenguaje corporal en el cine de Parajanov, claramente influido por el teatro kabuki.


Se trata de una reflexión mística acerca de la eterna lucha que se establece entre la carne y el espíritu; entre la vida y la muerte. La carne se asocia al color rojo, al amor, a la comida, a la danza y al sexo. El espíritu, por su parte, se vincula con los tonos negros y grises, con la oración, con el estudio de los escritos bíblicos y con la austeridad monacal.

En cierto modo, y al igual que ocurre en otras películas de su autor, Sayat Nova es una historia de amor. El poeta se enamora de una princesa, su musa, a la que renuncia por su vida en el monasterio, pero a la que nunca olvida.

Resulta fascinante la forma en la que Parajanov nos muestra el amor entre ambos, utilizando a la actriz Sofiko Chiaureli para interpretar a los dos amantes en su juventud. Es un amor puro, no son dos almas sino una, no son dos cuerpos sino uno.


La película fue censurada por su sensualidad y, sobre todo, por su abundante iconografía cristiana. El tiempo ha puesto en su lugar a esta obra de arte nacida de la visión poética de un autor que se atrevió a ser libre dentro un régimen autoritario. Parajanov fue encarcelado años después, nunca se le perdonó que defendiera a las culturas no rusas dentro de la Unión Soviética.

Su cine ha sobrevivido como uno de los hitos más singulares y profundamente artísticos de la historia del cine.
           

Las diez mejores películas de los Años 80.

1.  Sacrificio (Offret, 1986) de Andrei Tarkovsky.


  La última película de Tarkovsky es también su obra más hermosa, extrema y compleja. Un filme de una profundidad insondable y misteriosa; radical en sus planteamientos estéticos y de puesta en escena. Nunca el cine llegó tan lejos. Mi película favorita de todos los tiempos.


2.  Ran (ídem, 1985) de Akira Kurosawa.


  Shakespeare visto a través de la mirada inigualable del "emperador". Son muchas las razones que convierten a Ran en una de las obras más importantes de su director. Resultaría infructuoso tratar de describir con palabras una perfección que sólo puede ser captada por el alma.


3.  Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) de Ingmar Bergman.


  Bergman anunció que se retiraba del cine con esta película, que supone un memorable compendio de todos los temas e inquietudes que recorren su filmografía. Es de agradecer que no cumpliera su palabra y años más tarde filmara Saraband (ídem, 2003), obra clave de la última década. 


4.  Nostalgia (Nostalghia, 1983) de Andrei Tarkovsky.


  Otra de las obras de arte del genio ruso; un místico y trascendental paseo por una Italia brumosa e inolvidablemente poética. Ojalá todos fuésemos tan locos como para querer atravesar una piscina con una vela encendida...


5. Fitzcarraldo (ídem, 1982) de Werner Herzog.

     Hubo un tiempo en el que Werner Herzog era uno de los cineastas más singulares y arriesgados del panorama cinematográfico mundial. Un tiempo en el que el genio alocado de este cineasta legó a la historia del cine joyas tales como Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre der Zorn Gottes, 1972), Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) o la cinta que nos ocupa, que probablemente sea la obra más conseguida de su irregular filmografía.


6.  El sur (1983) de Víctor Erice.


    Segundo filme y segunda obra maestra del, para nuestra desgracia, poco prolífico Víctor Erice, director de una sensibilidad poética irrepetible. El sur es una de las más enigmáticas y hermosas películas de la historia del cine español.


7.  La leyenda de la fortaleza de Suram (Ambavi Suramis tsikhitsa, 1984) de Sergei Paradjanov.



  La represión y las rejas no pudieron oscurecer el brillo de uno de los cineastas más singulares e importantes de la historia del cine. Folclore y leyendas georgianas puestas al servicio del genio incomparable de Paradjanov.


8.  El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) de David Lynch.


  Doloroso y trágico tratado humanista, que bebe tanto del expresionismo alemán como de las cintas de terror de la Universal y la Hammer, y con el que David Lynch se consolidó como uno de los cineastas esenciales del cine norteamericano de las últimas décadas. El patetismo que desprende la presente obra la hace insoportablemente bella.


9.  Toro salvaje (Raging Bull, 1980) de Martin Scorsese.


  Virtuoso y brutal ejercicio fílmico con el que Scorsese consigue la que es, probablemente, su mejor película. La magistral y violenta interpretación de De Niro tolera pocas comparaciones. Imprescindible.


10.  Bird (ídem, 1988) de Clint Eastwood.


  Ninguna película refleja mejor el significado y las consecuencias de la autodestrucción. Forest Whitaker realiza aquí un performance de las que se ven sólo cada veinte años. Brillante y tenebrista título que sigue constituyendo una de las mejores obras de Eastwood.

El diablo es una mujer (The Devil is a Woman, 1935) de Josef von Sternberg.


La acción transcurre en la Andalucía de comienzos del S. XX, durante la semana de Carnaval. Antonio Galván (César Romero), exiliado revolucionario que acaba de regresar de París, queda prendado de los encantos de Concha Pérez (Marlene Dietrich). Antonio también se topa con su viejo amigo Pascual (Lionel Atwill), que le advierte de los peligros de dicha fémina, quien años atrás arruinó su vida.


The devil is a woman fue la última colaboración  entre Sternberg y Dietrich. Adapta la novela francesa La femme et le pantin (La mujer y el pelele) de Pierre Louÿs, también llevada al celuloide por Luis Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977).

 Nos encontramos ante una magnífica cinta en la que Sternberg plasma, una vez más, su obsesión por la fascinante Dietrich. Se trata de un filme artificioso y estilizado, en el que el expresionismo de su director transita hacia un barroquismo de puesta en escena sobrecargada (horror vacui).  


La película fue boicoteada por el gobierno de la Segunda República, al considerarla baladí, exigiendo a la Paramount que destruyera todas las copias existentes. Sin embargo, la Dietrich, que siempre la consideró su favorita, guardó una copia en su casa; copia que sacó a la luz en 1959.

Resulta impagable ver a la actriz alemana, más cínica y hermosa que nunca, jugando con todos los hombres que la rodean. Su mascarada (no es casual que la historia se desarrolle durante la celebración del Carnaval) aligera, en cierto modo, la tragedia de unos personajes masculinos abocados a la perdición. Lionel Atwill y César Romero  están perfectos en sus roles de hombres embrujados por la femme fatale.


No obstante, en un filme del dúo Sternberg/Dietrich, las estrellas siempre son el delirio estilístico de uno y el magnetismo irrepetible de la otra.