Páginas

Las diez mejores películas de 2011*.



1. El árbol de la vida (The Tree of Life) de Terrence Malick.




2. El caballo de Turín (A Torinói ló) de Béla Tarr.




3. Cisne negro (Black Swan) de Darren Aronofsky.




4. Valor de ley (True Grit) de Joel y Ethan Coen. 




5. El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo) de Jean-Pierre y Luc Dardenne. 




6. Camino a la libertad (The Way Back) de Peter Weir.




7. Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin) de Asghar Farhadi. 




8. Drive (ídem) de Nicolas Winding Refn.




9. The Artist (L´artiste) de Michel Hazanavicius.




10. Midnight in Paris (ídem) de Woody Allen.




* La lista se ha elaborado a partir de los filmes estrenados en España durante 2011, ya sea en salas comerciales o en festivales de cine.

XXV Aniversario de la muerte de Tarkovsky.


“El cine surge de la observación inmediata de la vida. Éste es para mí el camino cierto de la poesía fílmica. Pues la imagen fílmica es en esencia la observación de un fenómeno inserto en el tiempo”.


Andrei Tarkovsky murió en París la noche del 28 al 29 de Diciembre de 1986, tenía 54 años.


“Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible. La vida está involucrada en esa contradicción, grandiosa, hasta llegar al absurdo, una contradicción que en el arte aparece como unidad armoniosa y dramática a la vez. La imagen posibilita percibir esa unidad, en la que todo se halla contiguo al resto, todo fluye y penetra en lo demás. Se puede hablar de la idea de una imagen, expresar su esencia con palabras. Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta descripción no le hará justicia. Una imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en su sentido racional”.


La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962).


“La creación artística exige del artista una verdadera entrega de sí mismo, en el sentido más trágico de la palabra”.

“Al hombre le ha sido dada una conciencia, que empieza a atormentarle en cuanto su comportamiento es contrario a las leyes morales”.


 Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966).


“Provisionalmente somos tan sólo testigos de la muerte de lo espiritual. Lo meramente material, por el contrario, ya ha establecido su sistema, se ha convertido en la base de nuestra vida, enferma de esclerosis y amenazada de parálisis. Todo el mundo sabe que el progreso material no da la felicidad a la persona. Y, sin embargo, nos encaminamos enloquecidamente a mejorar sus ‘logros’ “.


Solaris (Solyaris, 1972).


“El arte surge y se desarrolla allí donde hay ese ansia eterna, incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al arte”.

“El amor humano es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación sobre la falta de esperanza en nuestro mundo. Lo malo es que también nos hemos olvidado de qué es el amor”.


 El espejo (Zerkalo, 1975).


“Del mismo modo que un escultor adivina en su interior los contornos de su futura escultura sacando más tarde todo el bloque de mármol, de acuerdo con ese modelo, también el artista cinematográfico aparta del enorme e informe complejo de los hechos vitales todo lo innecesario, conservando sólo lo que será un elemento de su futura película, un momento imprescindible de la imagen artística, la imagen total”.

 “La imagen artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por otra, lo mayor por lo menor. Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para poder hablar del infinito, el artista presenta lo finito. Un sustitutivo. Lo infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen”.


Stalker (ídem, 1979).


“La película es más de lo que en realidad parece ser (siempre que se trate de una película en el verdadero sentido de la palabra). Del mismo modo, las ideas que expresa constituyen algo más que lo que el autor de la película ha incluido conscientemente en ella”. 

“La moderna cultura de masas –una civilización de prótesis- pensada para el consumidor, mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual”.


Nostalgia (Nostalghia, 1983).


“Pues una imagen cinematográfica sólo será realmente cinematográfica –entre otras cosas- si se mantiene la condición imprescindible de que no sólo viva en el tiempo, sino que también el tiempo viva en ella, y además desde el principio, en cada una de las tomas”.

 “Para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser consumido como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicar al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante”.


Sacrificio (Offret, 1986).



Todas las citas han sido extraídas de Esculpir en el tiempo.

El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011) de Jean-Pierre y Luc Dardenne.


Cyril (Thomas Doret), un niño de once años, no acaba de aceptar el hecho de que su padre lo haya abandonado en un centro de acogida. Un día, tras intentar fugarse del mismo, conoce de un modo casual a Samantha (Cécile De France), una peluquera con la que pasará los fines de semana.


Con un estilo contenido y de renuncia que nos recuerda a los últimos trabajos del cineasta francés Robert Bresson, los hermanos Dardenne, máximos exponentes del cine belga actual, nos ofrecen un hermoso y sencillo filme que ahonda en el desarraigo producido por la falta de amor.

 Filmada con cámara en mano, Le gamin au vélo es una película que se aleja del sentimentalismo y los discursos morales, optando por una visión más realista y distante en la exposición de las relaciones humanas. Lo cual no significa que en ella no encontremos momentos de enorme carga emotiva, que se ven adecuadamente enfatizados con la utilización del Adagio un poco mosso del Concierto para Piano nº5 de Beethoven.


Junto a su fluida narración, otra de las claves del éxito de la cinta es la credibilidad que destilan sus personajes, especialmente el de su protagonista principal (la interpretación de Thomas Doret es un auténtico descubrimiento). Cyril, casi siempre pegado a una bicicleta que es lo único que le queda de su relación con un padre que no quiere saber nada de él, es un ser necesitado de amor y ansioso por establecer lazos emocionales con los que sustituir la dolorosa ausencia paterna. Su estado de indefensión es total, de ahí que sea captado con suma facilidad por el delincuente del barrio a cambio de una falsa comprensión, unos refrescos y unas partidas a la PlayStation.

Menos mal que los Dardenne, haciendo un enorme esfuerzo de optimismo humanista que muchos (con razón) no se creerán, colocan en el relato al personaje de Samantha, una especie de hada madrina protectora y desinteresada, que hará todo lo posible para que el niño no caiga en el pozo de la marginalidad al que parece irremediablemente abocado. Surge de este modo la conmovedora fábula que nos invita a reflexionar sobre la sociedad que tenemos y la que en verdad podríamos tener.


El niño de la bicicleta es un notable ejemplo de lo que debe ser el buen cine social: un ejercicio capaz de causarnos desazón y, a la vez, hacernos sentir que aún estamos a tiempo de reparar lo que hasta ahora venimos haciendo mal.

Oliver Twist (ídem, 2005) de Roman Polanski.


Inglaterra, siglo XIX. Oliver Twist (Barney Clark) es expulsado del hospicio por cometer la “osadía” de pedir más comida, y ofrecido como aprendiz a quien lo quiera contratar. Tras librarse de un bruto deshollinador y ser ayudante en una funeraria, el pequeño acabará deambulando por las calles de Londres, donde será captado por una banda de niños malandrines dirigidos por el viejo Fagin (Ben Kingsley). 


Pese a que no alcance las cotas de brillantez de la adaptación dirigida por David Lean en 1948, el Oliver Twist de Polanski me sigue pareciendo excelente, por mucho que se le haya menospreciado de manera injusta y sistemática desde el momento de su estreno, y aunque carezca de un intérprete carismático (Barney Clark resulta soso) que componga al inolvidable personaje creado por Charles Dickens.

Es cierto que el realizador franco-polaco ya no es, y perdónenme la expresión, aquel jodido genio perturbado que alumbró más de una obra maestra hace unas décadas, pero pocos directores actuales poseen un dominio del lenguaje cinematográfico como el del autor de Repulsión. No es casual que se interesara por llevar a la gran pantalla el texto de Dickens, ya que si hay un cineasta que pueda retratar de un modo fidedigno lo que significan las penurias de la infancia, ese no es otro que el propio Polanski, quien de niño tuvo que huir del Gueto de Varsovia ante la masacre nazi. Se equivocan, por tanto, los que consideran que Oliver Twist no es una obra personal.


El director es fiel al espíritu de la novela, remarcando su carácter de denuncia social frente a la miseria y los desequilibrios generados por la revolución industrial en Inglaterra. No falta en el filme, el dickensiano humor satírico que arremete contra la autoridad y la falta de conciencia de una sociedad que se muestra impasible ante el sufrimiento de los demás.

Siguiendo con el paralelismo entre la experiencia vital del cineasta y la obra literaria, cabe señalar que las condiciones de insalubridad y extrema pobreza de la que hacen gala los hacinados barrios marginales del Londres decimonónico, se asemejan mucho a las que debieron darse en el Gueto de Varsovia, con la única diferencia de que aquí, en lugar de nazis, nos encontramos con burgueses y burócratas que, a su modo, también contribuyen al “exterminio” de una parte de la población.

La reconstrucción de la época es inmejorable, aunque el director no se jacta en la filmación de los espectaculares decorados, sino que opta por una sobria, madura y eficaz narración. Polanski, añadiendo un toque personal, convierte la segunda mitad de la película (la más conseguida) en un sórdido y sombrío cuento plagado de atmósferas opresivas y amenazantes que recuerdan a algunos de sus mejores trabajos.


En cuanto al reparto, al margen de la no demasiado acertada elección de Barney Clark, destaca la estupenda interpretación de Ben Kingsley como Fagin, quien aporta a su personaje una serie de matices ambiguos que lo hacen más complejo e interesante.

La música compuesta por Rachel Portman y la fotografía de Pawel Edelman (delicioso el pictórico y bucólico pasaje en el que Oliver se desplaza a través de caminos rurales hasta llegar a Londres), constituyen otros de los elementos a resaltar en esta notable cinta. Ideal para estas fechas y para toda la familia.


Clásicos del western: Río Grande (Rio Grande, 1950) de John Ford.

 
Tras suspender en West Point, el cadete Jeff (Claude Jarman Jr.) se incorpora al destacamento dirigido por su padre, el teniente coronel Kirby Yorke (John Wayne), al que no ve desde que era un niño. Poco después llega al lugar Kathleen (Maureen O'Hara), madre de Jeff y esposa de Kirby, del que se separó quince años atrás por quemar la plantación de su familia durante la Guerra de Secesión.


Río Grande es la tercera entrega de la trilogía que John Ford realizó sobre la caballería estadounidense tras Fort Apache (ídem, 1948) y La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949). Se trata de una amarga, melancólica y desencantada balada en la que el autor de Centauros del desierto, reflexiona con sabiduría y serenidad acerca de las heridas familiares provocadas por los deberes de la guerra, cuyas cicatrices sólo podrán sanar a través de la sinceridad, el amor y el orgullo contenido. 

Priorizando lo íntimo sobre lo épico, Ford se centra en ese proceso de dolorosa y anhelada reconciliación familiar, dejando en un segundo plano la acción militar que el destacamento tiene que llevar a cabo contra los indios rebeldes.


El carácter baladístico del filme, se ve reforzado tanto por la hermosa partitura de Victor Young, como por la adecuada selección de temas del grupo Sons of the Pioneers. En ese sentido, resulta inolvidable el paseo nocturno de Wayne a orillas del Río Grande, cavilando sobre lo perdido y sobre el modo de poder recuperarlo, mientras de fondo se escucha a algunos miembros del regimiento entonar “My Gal is Purple” a la luz de la hoguera. 

La gran fotografía en blanco y negro de Bert Glennon, es utilizada por el director para acentuar esas luces y sombras que pululan por el alma y no la dejan descansar.

Unos espléndidos John Wayne y Maureen O´Hara, encabezan un magnífico reparto en el que encontramos a varios de los habituales secundarios fordianos: Ben Johnson, Harry Carey Jr., Victor McLaglen...


Bella y emotiva obra, de lirismo visual y humano, orquestada con suma maestría por uno de los más grandes.

Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011) de Asghar Farhadi.


Nader (Peyman Moaadi) y Simin (Leila Hatami) deciden divorciarse después de que el primero se niegue a abandonar Irán para poder cuidar de su padre, un anciano enfermo de Alzheimer. Simin quiere llevarse con ella a Termeh (Sarina Farhadi), la hija adolescente de ambos, pero Nader se niega. La contratación de Razieh (Sareh Bayat), una criada doméstica, les causará múltiples problemas.


El realizador iraní Asghar Farhadi se alzó con el Oso de Oro en el pasado Festival de Berlín gracias a este tenso y desgarrador drama familiar y social. La enfermedad, las diferencias ideológicas y de clase, las relaciones socio-patriarcales, el engaño y la dualidad y contradicciones que caracterizan al régimen teocrático iraní, son algunos de los temas tratados a lo largo de esta interesante, aunque quizá algo sobrevalorada película. 

Tras los originales, a la par que sencillos, títulos de crédito iniciales, en los que los actores son presentados a través de sus pasaportes y carnés, el realizador nos introduce de manera inmediata en el elemento central de la trama y  verdadera causa de todo lo que sucederá después: la separación de Nader y Simin (metáfora de la división social existente en Irán, donde la modernidad choca con la tradición). Ambos aparecen sentados frente a la cámara, exponiendo ante un funcionario las razones que les han llevado a solicitar el trámite para su divorcio. La sobriedad de la puesta en escena, no sólo preside esta secuencia inicial, sino que será el principal rasgo estilístico que defina a la totalidad de la obra.


Farhadi, también autor del espléndido guión, narra los acontecimientos de forma sólida, prescindiendo de golpes de efecto, gratuidades estéticas y hasta de la música. El filme va ganando progresivamente en complejidad, gracias a la irrupción de inesperados giros argumentales que demuestran que no todo es lo que parece, ya que las “verdades” siempre dependen del prisma desde el que se miren. Eso sí, quizá la narración se estanque demasiado en el proceso judicial en el que Nader se ve envuelto tras despedir a su criada.

Los personajes están muy bien trazados, además de magníficamente compuestos por todo el reparto, que realiza una gran labor conjunta. La visión humanista y realista de Farhadi en el tratamiento de cada uno de ellos hace el resto.


Grata sorpresa la que nos hemos llevado con el visionado de este trabajo, un claro ejemplo de que se pueden filmar buenas películas sin necesidad de contar con demasiados recursos.


Drive (ídem, 2011) de Nicolas Winding Refn.


Un mecánico (Ryan Gosling) que también trabaja en el mundo del cine haciendo escenas automovilísticas de riesgo, presta sus servicios como conductor nocturno a delincuentes que cometen atracos. En el edificio en el que vive, conoce a Irene (Carey Mulligan) y a su pequeño hijo, iniciando con ellos una relación que le acabará generando problemas con la mafia. 


Interesante ejercicio estilístico, muy a lo Michael Mann, el que nos ofrece el realizador danés Nicolas Winding Refn en este thriller criminal de look ochentero y ciertas pretensiones existencialistas, que adapta una novela de James Sallis. Se alzó con el premio al mejor director en el pasado Festival de Cannes.

La película se beneficia de una envolvente atmósfera, gracias a la banda sonora compuesta a base de sintetizadores electrónicos por Cliff Martínez, antiguo batería de los Red Hot Chili Peppers, y a la noctívaga captación de la ciudad de Los Ángeles (magníficos planos aéreos y cenitales). Su arranque es espléndido, con una tensa secuencia de persecución en la que ya advertimos el carácter frío y calculador del protagonista. En realidad, toda la cinta posee un muy buen ritmo que hará que el espectador, expectante ante lo que sucede, se quede clavado en su butaca desde el primer minuto de metraje.


Ataviado con una cazadora plateada que porta el estampado de un escorpión dorado en la espalda, y sujetando casi siempre un palillo entre los dientes, Ryan Gosling realiza un gran trabajo como antihéroe solitario, retraído y de probable pasado oscuro, que compensa su vacío existencial con una peligrosa afición al riesgo y la velocidad. Sus arrebatos de brutal violencia nos hacen pensar que no siempre ha ejercido como mecánico en un taller.

Lamentablemente, el filme se acaba resintiendo por varias razones: la relación entre el personaje principal (desconocemos su nombre) y su vecina, que constituye el elemento de la trama que desencadena el resto de acontecimientos, carece de verdadera entidad emocional; la descripción que se hace del mundo del hampa resulta simplista y poco original (caracteres como el del matón al que interpreta Albert Brooks aparecen en decenas de películas); y, además, uno siempre tiene la sensación de estar ante un producto algo desequilibrado en el que la forma acaba por someter al fondo.


Pese a ello, Drive, que ya ha recibido por parte de algunos críticos y cinéfilos la etiqueta de cult movie, se eleva claramente por encima de la media, confirmándose como una de las propuestas cinematográficas más atrayentes del año que está a punto de finalizar.


Midnight in Paris (ídem, 2011) de Woody Allen.


Gil (Owen Wilson), escritor norteamericano de guiones cinematográficos, pasa unos días en París en compañía de su prometida (Rachel McAdams) y de los padres de ésta, mientras trata de perfilar la que va a ser su primera novela. Una noche, paseando por las calles parisinas, es transportado a sus adorados años veinte. La experiencia se irá repitiendo, siempre a partir de las doce, durante las noches siguientes. 


Woody Allen plasma en esta evocadora y nostálgica fantasía escapista de tono divertido y relajado, cómo las insatisfacciones del presente nos conducen, de manera literal en este caso, a la idealizada rememoración de un pasado que siempre nos parece mejor por el mero hecho de no ser nuestro tiempo vivido. Midnight in Paris, que no es una gran película pero sí un estimable ejercicio de evasión, supone además una carta de amor a París; a sus calles, edificios y gentes. De ahí ese prólogo en el que, a través de una sucesión de planos fijos a modo de estampas, se muestran los rincones más emblemáticos de la Ville lumière.

El autor de Manhattan rueda la historia con elegante sencillez, sin adornos y alejándose de cualquier tipo de pretensión. Sus señas de identidad se manifiestan en algunos rasgos de la personalidad del protagonista, en los ingeniosos diálogos y en determinados momentos de delicioso surrealismo.


Lo mejor del filme son los ¿imaginarios? paseos nocturnos del personaje principal por el París bohemio de los años veinte, en los que se topará con varias de las personalidades artísticas más importantes de la época como Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Pablo Picasso, Luis Buñuel o Salvador Dalí entre otros. Estos encuentros le servirán de inspiración a la hora de rematar su novela, y también para tomar verdadera conciencia del estado en el que se encuentra su vida, impulsándolo a tomar las decisiones adecuadas.

Owen Wilson está espléndido en su rol de enajenado y romántico soñador, pero quien brilla con luz propia es una encantadora y preciosa Marion Cotillard (nos creemos que pudiera ser la amante de Modigliani, de Braque, de Picasso o de quien hiciese falta).


En conclusión: una película entrañable e inteligente que se disfruta sin esfuerzo. Muy recomendable.

13 asesinos (Jûsan-nin no shikaku, 2010) de Takashi Miike.


Japón, siglo XIX. La estabilidad política y la paz social del país, se están viendo enturbiadas por la violenta y psicótica actitud de Lord Naritsugu (Gorô Inagaki), hermanastro del shôgun. Es por ello que Sir Doi (Mikijiro Hira), responsable de administrar justicia, decide encargar al samurái Shinzaemon (Kôji Yakusho) la misión de acabar con la vida del tirano antes de que este entre a formar parte del shogunato. Shinzaemon reunirá a un grupo de valientes guerreros para llevar a cabo su cometido. 


El controvertido cineasta nipón Takashi Miike, rinde un interesante homenaje a la obra maestra de Akira Kurosawa Los siete samuráis en este remake de la película homónima que en 1963 dirigió Eiichi Kudo. El filme, que combina la apariencia clásica con un tratamiento más crudo y realista de la violencia, hará las delicias de los amantes del cine de acción y de samuráis.

Toda la película parece encaminada a ensalzar los códigos éticos y de comportamiento del bushidô, sin que por ello deje de criticarse su excesivo rigor y anquilosamiento (el personaje del ladrón, una especie de sucedáneo del que interpretase en su día el gran Toshirô Mifune en la mencionada obra de Kurosawa, es un perfecto contrapunto a ese mundo). Miike acentúa el carácter épico del relato, situándose en las antípodas de la visión crepuscular de obras de temática similar realizadas por su compatriota Yoji Yamada.


La narración es bastante pulcra, aunque en determinados tramos de la primera parte de la misma, el espectador puede sentirse algo confuso ante tantos y tan complicados nombres de personajes y clanes; la cámara se desplaza con serena fluidez, evitando vacuos ejercicios de funambulismo formal; y la reconstrucción de la época está muy conseguida. Poco se le puede reprochar a una cinta cuyo único objetivo es el entretenimiento y la liberación de adrenalina, si acaso cierto déficit en la perfilación de los caracteres.

La batalla final, paroxístico baño de sangre y barro de casi tres cuartos de hora, es la verdadera razón de ser tanto del propio filme como de las vidas de sus protagonistas. De violentísima concepción y coreografiada ejecución, supone uno de los momentos más espectaculares que el cine nos ha regalado este año.


De entre el numeroso reparto, merece ser resaltado el imponente trabajo llevado a cabo por el veterano Kôji Yakusho.