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La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) de Florian Henckel von Donnersmarck.

“Estoy pensando en lo que Lenin dijo de la Appassionata de Beethoven: ‘Si sigo escuchándola, no podría acabar la revolución’. ¿Puede alguien que haya escuchado esta música... que la haya escuchado de verdad... continuar siendo una mala persona?”

República Democrática Alemana, 1984. Al capitán Hauptmann Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), eficiente oficial al servicio de la Stasi, policía secreta del régimen socialista de la RDA, le encomiendan la misión de espiar a la pareja formada por Georg Dreyman (Sebastian Koch), un reconocido escritor, y Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck), una actriz de teatro, con el fin de encontrar en sus vidas cualquier indicio de actividad subversiva.


Das Leben der Anderen es la notable ópera prima del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck. La cinta, ganadora del Óscar a la Mejor película de habla no inglesa, entre otros muchos premios internacionales, constituye un brillantísimo thriller de espionaje que aborda temas como la falta de libertad, la violación de la intimidad, la soledad o la función del artista en un contexto de extrema constricción policial y política.


Si La vida de los otros se eleva por encima del thriller de espías medio, es gracias a su magnífico guión, donde no sobra ni falta nada, su sobria puesta en escena, y a la excelente labor desempeñada por todo su reparto, en el que sobresale el malogrado Ulrich Mühe, quien moriría tan sólo un año después del estreno de la película a consecuencia de un cáncer de estómago. El filme se inicia con el personaje del capitán Wiesler interrogando a un sospechoso de traición al régimen. Como se verá enseguida, en realidad se trata de una grabación sonora que Wiesler reproduce ante un grupo de alumnos que se preparan para convertirse en miembros de la Stasi. El objetivo de éste es mostrarles cómo se debe realizar un buen interrogatorio. El del realizador, por su parte, es otro bien distinto: exponer algunos rasgos de la personalidad del protagonista. Un tipo frío, calculador, huraño y sin escrúpulos. Donnersmarck alterna las escenas del aula con las de la sala de interrogatorios, anticipando el que va a ser su principal recurso para estructurar el relato: el montaje paralelo. Más adelante, alternará lo que ocurre en el domicilio de Georg Dreyman, el escritor, con las reacciones de Wiesler ante esos hechos que escucha mediante la colocación de micrófonos a lo largo y ancho del apartamento. Hechos, situaciones y emociones, que terminarán desmoronando progresivamente la concepción del mundo que tiene el capitán, sus ideales políticos y vitales, viéndose influido de manera decisiva por esa “vida de los otros” de la que toma detallada nota en sus informes.


Concluyo la reseña aludiendo a mi secuencia favorita de la película. Me refiero, claro está, al triste final, en el que, pasados unos años, una vez derribado el Muro de Berlín, los destinos de Wiesler y Dreyman vuelven a cruzarse en el escaparate de una librería. Difícil de olvidar.


El viento se levanta (Kaze tachinu, 2013) de Hayao Miyazaki.

“Los sueños poseen un elemento de locura, y ese veneno no debe ser ocultado. El anhelo de algo demasiado hermoso puede destruirte. Bordear la belleza tiene un precio”.

(Hayao Miyazaki)

Jirō Horikoshi sueña desde niño con convertirse en ingeniero aeronáutico para diseñar aviones.


El viento se levanta, testamento cinematográfico de Hayao Miyazaki, es una especie de biografía animada de Jirō Horikoshi, ingeniero aeronáutico japonés que diseñó algunos de los cazas que su país utilizó durante la Segunda Guerra Mundial. Probablemente se trate de la película más realista y convencional del autor de El viaje de Chihiro (aquí la fantasía queda reducida a las ensoñaciones del protagonista, en las que siempre aparece Giovanni Battista Caproni, su ídolo y uno de los padres la ingeniería aeronáutica moderna), y está destinada a un público más adulto que el de buena parte de su filmografía anterior.


Aun siendo una delicia visual, cosa que no se discute, el filme que nos ocupa carece de la magia y creatividad de los mejores trabajos del realizador japonés. La acción transcurre a lo largo de varios años, desde que Jirō es sólo un niño que sueña con ser piloto primero y, debido a su miopía, ingeniero después, hasta que entra a formar parte de la empresa Mitsubishi para diseñar aeroplanos para el ejército. Su metraje es excesivo, algo ya habitual en Miyazaki, con un desarrollo a ratos tedioso y un final precipitado. Bajo mi punto de vista, se redunda demasiado en las secuencias oníricas, obviando ahondar en uno de los temas más interesantes que la trama propone: el desarrollo tecnológico puesto al servicio de la actividad militar. En cambio, sí que se tiende a subrayar el resobado tema de la lucha del individuo por la consecución de sus sueños como principal motor del relato. La historia de amor entre Jirō y Nahoko, joven a la que conoce durante el Gran terremoto de Kanto de 1923, tampoco destaca por su originalidad, resultando melodramática en su tópico tratamiento. Lo mejor de la cinta, al margen de las bellas imágenes que la componen, son su narrativa clásica y la música de Joe Hisaishi.


Kaze tachinu, con sus defectos y virtudes, constituye un meritorio, que no ideal, cierre a la trayectoria profesional de un creador que ha sabido dotar al cine de animación de unas cotas de expresividad y autoría impensables hace tan sólo unas décadas.

Hasta siempre, maestro.


Soundtracks: La novia de Frankenstein (1935) de Franz Waxman.

Por Antonio Miranda


‘’Yo quiero muertos; odio vivos’’.

Mucho ha cambiado la concepción artístico-musical sobre las películas de terror. El arte, la escenografía, los argumentos, los medios. No obstante, el apartado musical, al cual nos ceñimos, siempre ha sido, en su genérica idea, muy parecido. Aportemos, eso sí, los potentes efectos de sonido o la electrónica musical de la actualidad, que dotan a las imágenes de una fuerza aplastante que años atrás no se podía conseguir. El compositor de antaño, así comparadas ambas épocas, otorgaba a toda escena, o incluso detalle, una ‘’artística musical’’ que, aun queriendo simplemente describir un golpe, caída o instante, lo hacía adornando el momento de una belleza orquestal que ahora ya no existe. Gran parte de este cine estaba influenciado, como la obra que tratamos, por el sinfonismo de autores como Saint-Saëns, Smetana, Debussy o Strauss, todos ellos dando forma al preludio artístico de la música de cine: el poema sinfónico.


Waxman describe las intenciones del filme ya desde la primera secuencia; los créditos iniciales son el ejemplo y luego la escena de la charla entre los dos hombres y la dama. No esperemos atmósferas tensas ni atronadoras escenas, la película no lo exige. Nos adentramos en una exquisita concepción tragicómica de la obra, uniforme y sin picos absorbentes que alteren el estado de ánimo de forma brusca. Incluso cuando el monstruo se presenta por vez primera, el compositor acude a tales circunstancias; sólo golpea con su orquesta nítidamente antes de aparecer el rostro de Frankenstein. Una sutil e inteligente muestra de cómo va a ser su composición: narrativa (breve y ejemplificador es el caso del doctor y su esposa, cuando aquel ya se recupera y ésta le indica la presencia de algo que se acerca a por él, ambos en la cama de la habitación) pero con ese toque descriptivo, directo y potente, usado en contadas y estudiadas ocasiones.

La llegada del doctor Pretorius es magnífica; igual resulta la descripción de Waxman. El personaje es todo un símbolo de fuerza filosófica, en todos los sentidos, y la música que el artista asocia al hombre siniestro y embaucador es, como fue a la hora de presentar a Frankenstein, simple y rectilínea para crear esa sensación de temor y respeto. Usa cuatro notas aderezadas con graves y poco más, recurso genialmente explotado por los grandes clásicos de la música de cine. La aparición de Pretorius contrasta con quien le recibe, la criada, el lado extravagante y creativo de la escena, al cual Waxman también le da cabida entre esas cuatro notas que se balancean acariciando al doctor: los vientos, ligeros y suaves, quieren tildar de una ligera comicidad a esta extraordinaria llegada del personaje a la morada del doctor Frankenstein. Reflejan la presencia, aunque pobre y ensombrecida por Pretorius, de la criada. Incluso Franz va más allá y, al preguntar la mujer el nombre nuevamente del doctor y éste reafirmárselo, la orquesta cambia de tonalidad y entran entonces los vientos a ser el instrumento principal, intentando luchar contra las cuerdas, sin conseguirlo. Pretorius es demasiado firme y poderoso como para ser superado por la locura creativa del personaje de la criada.  Si nos damos cuenta, en definitiva, aquí se resume maravillosamente el argumento y sentido global de la banda sonora. En qué poco espacio de tiempo y con qué pocas y claras notas musicales. Exquisito.

Franz Waxman.

A partir de la presencia más continuada del monstruo, desde que es perseguido y atrapado, el ámbito musical se convierte en un interesante poema sinfónico, ya con cuerpo absoluto, con el que se narran episodios varios en el devenir del personaje. Los principales temas musicales ya fueron presentados en el inicio de la película. Pequeños apuntes descriptivos, como por ejemplo en los inicios de las apariciones de Frankenstein, coincidiendo casi siempre con la imagen del rostro en primer plano. Sin embargo, Waxman opta por la narración musical y da rienda suelta a toda su creatividad; es aquí cuando hemos de estudiar, captar la esencia de estas partes prolongadas y llenas de fragmentos y arreglos de corte clásico. La culminación la podemos escuchar durante la crucifixión del monstruo; sencillamente genial, un tema a recordar dentro de la música de cine de toda la historia.

 El tema de Pretorius se hará más presente avanzando hacia el final. El personaje se convierte en el Ser principal que resuelve, manda y piensa. Waxman se centrará entonces en convertir su narración sinfónica en una descripción suave, llegando al detalle de percutir y simular el latido del corazón, arrítmico, experimentado por los doctores cuando estos descubren que cobra vida. Este pequeño y machacón ritmo divergente que origina el compositor, arriesgada apuesta, por cierto,  sirve de base a la estancia final en el laboratorio. Todo es tensión, los episodios se suceden, pero Waxman consigue que pasen desapercibidos y nuestra idea quede martilleada por el constante y embriagador ‘’latido’’, concluyendo la obra con la magistral composición, dramática y romántica, del tema de la novia y el final del filme.


En conclusión, una magistral obra de Franz Waxman que roza los grandes niveles artísticos del sinfonismo alemán.


Ida (ídem, 2013) de Pawel Pawlikowski.

“El pasado es un cubo lleno de cenizas”.
(Carl Sandburg)

Polonia, años sesenta. Poco antes de tomar los votos para convertirse en monja, la joven Anna/Ida (Agata Trzebuchowska) visita a su tía Wanda (Agata Kulesza), a la que no conoce, y descubre sus orígenes.


Avalada por sus premios en diferentes festivales como Varsovia (Mejor película), Toronto (Premio internacional de la crítica), Gijón (Mejor película, guión, actriz y dirección artística) o Londres (Mejor película), Ida, del realizador polaco Pawel Pawlikowski, constituye un magnífico trabajo que sigue la tradición del mejor cine europeo de autor. Ambientada en la Polonia socialista de los años sesenta, el filme, cuyo punto de partida resulta idéntico al de Viridiana, de Buñuel (una novicia que visita a su único pariente antes de tomar los votos), reflexiona acerca del pasado histórico, las raíces familiares y las heridas sin cicatrizar.


Ida es una película formalmente brillante, caracterizada por una austera puesta en escena de resonancias bressonianas (o dreyerianas), una cuidada composición de planos, unos encuadres donde se “vacía” la parte superior del campo, y una extraordinaria fotografía en blanco y negro rica en texturas. Al igual que el Rublev de Tarkovsky, nuestra protagonista, también religiosa, debe salir de su “cascarón”, el convento, para tomar conciencia de la humanidad previo paso a la aceptación de su lugar en el mundo. El contacto con el mal (las huellas del Holocausto), con su pasado familiar (no es quien creía ser ni proviene de quien creía provenir), y con las tentaciones carnales (el personaje del joven músico), le harán replantearse sus convicciones existenciales. Pawlikowski narra de manera pulcra, concisa (la cinta apenas supera los ochenta minutos de metraje), omitiendo lo superfluo y sin necesidad de recurrir a la música extradiegética, excepción hecha de la sublime Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ, de Johann Sebastian Bach, en la escena final. El contraste de caracteres entre las dos mujeres (“Yo soy la puta y tú la pequeña santa”, como le dice Wanda a su sobrina en un momento determinado del filme), que se irán aproximando emocionalmente a lo largo de la trama, sirve al director para articular su sobrio relato. Cabe resaltar, en ese sentido, la labor interpretativa llevada a cabo por Agata Kulesza, que está enorme.


Una obra cinematográfica notable, en definitiva, esta Ida. Su mayor o menor relevancia dependerá, como es habitual, de cómo le sienten el paso del tiempo y los sucesivos visionados.


Enemy (ídem, 2013) de Denis Villeneuve.

“El caos es un orden por descifrar”.

Un profesor de Historia (Jake Gyllenhaal) ve cómo su rutinaria existencia se trastoca cuando descubre en una película a un actor de idéntico físico al suyo.


Enigmático thriller psicológico que adapta la novela El hombre duplicado, del escritor portugués José Saramago, dando a su argumento un enfoque de evidentes resonancias lynchianas (juego de identidades, proyecciones mentales, desdoblamiento de personalidad). Aquí, al contrario de lo que sucedía en la obra literaria, no se abre la puerta a la hipótesis de la clonación, y sí al desquiciado subconsciente de un hombre que trata de recuperar su pasado después de haber huido de él (las arañas simbolizan el miedo a asumir responsabilidades). Enemy se beneficia de una atmósfera turbadora, enrarecida, plagada de claroscuros y tonalidades amarillentas, aunque adolece de profundidad en el desarrollo de personajes (algo planos) y en el de la propia trama (demasiado concisa).


La acción se desarrolla en una gran urbe anónima (en la novela tampoco se alude al nombre de la ciudad). Adam Bell imparte clases de Historia en la facultad. Su día a día se repite de un modo constante, a caballo entre las aulas y su apartamento, donde cada noche mantiene relaciones sexuales con su novia Mary (Mélanie Laurent). Un día, un compañero de trabajo le recomienda una película. Al salir de clase, Adam pasa por el videoclub y la alquila. Para su sorpresa, en la cinta aparece un tipo exacto a él interpretando a un botones. A partir de ahí comienza su obsesión por encontrar a su sosia particular, que, como descubre, se llama Anthony Claire y está casado con Helen (Sarah Gadon). Esta es la premisa argumental de Enemy, bastante similar a la del texto de Saramago. El resto consiste en una interpretación muy particular del mismo, aderezada con ensoñaciones y fantasías arácnidas. Villeneuve se vale del tema clásico del doppelgänger (el doble malicioso) para indagar en la atormentada psique de su protagonista. Jake Gyllenhaal realiza una labor magnífica en su doble rol de Adam/Anthony, dotando a cada uno de los matices expresivos más adecuados a sus respectivas y diferentes personalidades. Adam es tímido, cobarde e inseguro; lo que contrasta con la desinhibición de Anthony, todo un caradura. Podría decirse que el segundo constituye una especie de superyó del primero. Ambos conforman las dos caras de una misma moneda. 


El filme resulta complejo e inquietante, e invita a un largo debate tras su desconcertante visionado.

Una interpretación como otra cualquiera (no leer si no se ha visto la película).

Quisiera terminar la reseña dando mi interpretación personal acerca del filme, aunque creo que da para otras muchas tanto o más válidas que la que me dispongo a exponer. Bajo mi punto de vista, en Enemy no hay dos personajes idénticos (cosa que sí ocurría en la novela), sino uno y la proyección mental del otro. Sólo existe el profesor, que además se llama Anthony y no Adam. Éste ha abandonado a su esposa embarazada (Helen) debido a la aventura sexual que mantiene con la atractiva Mary. Con el paso de unos meses se arrepiente, tomando conciencia de su error y embargándose en un estado de desquiciamiento mental. Al visionar la película que le recomienda su compañero, cree encontrar a un actor de físico igual al suyo, pero probablemente sólo se le parezca, como le dice su madre (la escena con la madre, a la que encarna Isabella Rossellini, me parece reveladora). Es su subconsciente el que crea y proyecta al doble para poder regresar con su mujer. Este doble representa su lado más salvaje, el que lo ha impulsado a tomar a Mary como amante. Por eso es preciso que se enfrente a él y lo haga desaparecer (el accidente). Una vez desaparecido, podrá volver con su esposa, a la que ama, pero de la que había huido por miedo a la responsabilidad (la araña).


Byzantium (ídem, 2012) de Neil Jordan.

“Los seres humanos necesitan contar historias. A través de las historias llegamos a entendernos a nosotros mismos y llegamos a entender el mundo”.

Eleanor (Saoirse Ronan) y Clara (Gemma Arterton) son dos vampiras que van huyendo con su secreto de un lugar a otro. Tras conocer al timorato Noel (Daniel Mays) en una ciudad costera, deciden hospedarse en su domicilio, el descuidado hotel Byzantium. Sin embargo, allí tampoco se mantendrán a salvo durante demasiado tiempo.


Cuando todo parecía estar dicho (y filmado) sobre el cine de vampiros, actualmente devaluado “gracias” a la saga Crepúsculo, llega Neil Jordan, autor de En compañía de lobos, con su delicada, hermosa y melancólica Byzantium, y nos devuelve la esperanza de que, tal vez, las enseñanzas legadas en su día por John William Polidori, Bram Stoker, Edgar Allan Poe, Sheridan Le Fanu o Terence Fisher, no hayan sido olvidadas por completo. Lástima que este espléndido trabajo vaya a pasar desapercibido entre la mayoría del público.


Byzantium, cuyo tratamiento visual y narrativo resulta exquisito, refinado como el de algunas obras de la etapa tardía de la Hammer (me viene a la cabeza Las amantes del vampiro, de Roy Ward Baker), es una película que reflexiona acerca del arte de contar historias, el peso del tiempo o la infelicidad que causa en el individuo el hecho de mantener un terrible secreto y vivir en un constante estado de mentira. Su título, más que aludir al nombre del hotel donde se refugian las protagonistas, parece una referencia al origen de la maldición vampírica (el Imperio bizantino). El director estructura su filme en dos épocas diferentes: la actual, en la que Clara y Eleanor tratan de escapar de quien las persigue, y principios del siglo XIX, donde se narran los comienzos de ambas como seres sobrenaturales. Mediante los recuerdos, ensoñaciones y escritos de Eleanor (todo lo que escribe lo arroja al viento para que no sea leído por nadie), pasamos de un período a otro con sutil naturalidad. A veces, incluso se produce una fusión de los dos segmentos temporales bajo la taciturna mirada de la menor de las vampiras. La parte decimonónica remite directamente al Jordan de Entrevista con el vampiro (1994). En ella, al margen de una magnífica ambientación de época, encontramos a personajes tan siniestros y vinculados a la tradición literaria gótica como el que representa el capitán Ruthven (su apellido es un guiño al Lord Ruthven de El vampiro, de Polidori), interpretado por Jonny Lee Miller, germen de todos los males padecidos por Clara y Eleanor. La actual, por su parte, se centra en el contraste de caracteres de las dos protagonistas (tanto Saoirse Ronan como Gemma Artenton están estupendas), y en la relación que la más joven mantiene con un chico enfermo de leucemia (Caleb Landry Jones).


Los amantes del subgénero (entre los que, por supuesto, me incluyo), disfrutarán con el homenaje que Jordan tributa al maestro Fisher en una escena en la que Clara, Eleanor y Noel ven por televisión Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula: Prince of Darkness, 1966).

En definitiva, Byzantium constituye una notable cinta de vampiros en su vertiente más romántica y menos terrorífica.


Soundtracks: La delgada línea roja (1998) de Hans Zimmer.

Por Antonio Miranda.


‘’Si eres listo te preocuparás sólo por ti, no puedes ayudar a los demás’’. Estas palabras resumen contundentemente gran parte de la filosofía de ‘’La delgada línea roja’’. Un superior aconseja al soldado que, reflexivo, apunto está de iniciar el avance hacia los enemigos; anuncia su muerte, es lo que hace, pero, al tiempo, su vida. Silencio. La orquesta (suave, sutil, sin graves) va apareciendo majestuosa y entrañable, casi imperceptible; una melodía hermosa (sin tonos graves, repito) coincide con la que los aborígenes de las tierras donde se escondía al inicio el soldado entonarán al final de la historia, en los títulos de crédito. Un canto a la esperanza, que es la muerte; es comprender cómo la vida sufre, precisamente, viviendo. Se trata de la escena con la que cualquiera que atienda al trasfondo de Malick podrá comprenderlo todo. También aquí se sintetiza la filosofía musical del metraje. Hans Zimmer poblará los momentos con notas infinitas tocadas por chelos y contrabajos. En ellos se apoya, absolutamente, toda la música del compositor alemán para esta película. No lo hace, por otro lado, en la escena nombrada (ni en dos o tres puntos esenciales), donde los graves de las cuerdas no aparecen, desempeñando tal función el entramado de palabras y el rostro contemplativo del soldado, pensamientos y circunstancias que nos vienen dadas. Igual ocurre en la escena en la que dicho soldado fallece. Momento cumbre y extasiante, absoluta belleza descriptiva de director y compositor tratada de la misma forma que el instante reflexivo anteriormente nombrado y con cuyos únicos análisis (necesariamente profundos) podría entenderse la magna trascendencia de esta obra.

Hans Zimmer.

No recordar apenas nada sobre ‘’La delgada línea roja’’ (como leí comentar a un espectador) supone pobre atención a esta magnífica creación y todo lo que lleva detrás. Nos encontramos ante un tratado de filosofía; es más, Terrence Malick otorga a la que en aquellos años era la gran figura de la música de cine, Hans Zimmer, el honor de convertir sus reconocidas y reconocibles notas en literatura absoluta. El inicio de la obra ya nos lo aclara: el cocodrilo (símbolo de maldad, daño, poder; incluso del origen de todo lo viviente) se adentra en el río. La naturaleza y el daño de los humanos se unen, aquélla impasible, éste, lento y seguro. Suena la música con un protagonismo hiriente y en la misma línea que lo hará durante todo el metraje: ponderación de largas melodías, notas mantenidas majestuosamente y los graves, ahora sí, como grandes reyes de todo. Precisamente son estos últimos los que, en la primera escena, la describen con magno egoísmo. No suena nada más, varias notas mantenidas en bajos a forma de efecto de sonido. Zimmer nos está presentando, como lo hace también Malick, el esquema fundamental del contenido.

Dos historias son narradas; ‘’La delgada línea roja’’ supone la dualidad, en una misma obra, de dos literaturas distintas, una visual (las escenas, la guerra, los disparos, los diálogos) y otra sonora (la música). Ningún episodio de acción, ni siquiera violento, es sustentado por sonidos épicos, desorbitantes o, incluso, acelerados. Todo lo contrario: Hans Zimmer acaricia las balas, la sangre y la desgracia siempre con su música deliciosa y casi celestial. Es la música la literatura filosófica de la obra a la que le da igual sonar mientras se mata. Ella (la música), impasible al drama, lo encumbra ya, de antemano, hasta la gloria. No vemos: pensamos.


Zimmer no narra episodios o imágenes sino que se dedica a describir etéreamente. Cualquiera de sus composiciones podría usarse para todas y cada una de las partes del metraje. Llega a encadenar múltiples escenas con  una sola e incluso hacerlo mediante su reconocido e imitado ‘’tic-tac’’ durante toda la pieza como base rítmica marcada y repetitiva (magnífica en la parte en la que el grupo viaja desde la costa de la isla a su interior).  La aparición del arpa y el oboe también son muy a tener en cuenta; entre tanta cuerda, ellos son los que balancean largos conceptos musicales y nos adentran en la historia que ocurre, la que se ve,  en los pequeños detalles de la imagen mientras los graves y las cuerdas siguen tejiendo esa continua y delgada línea que sirve de lazo a las escenas y de esencia a la obra.

Parémonos, por último, en un detalle. Muere el sargento Keck. Maravillosa estampa, intensa, llena de matices de todo tipo, artísticos, de cámara, ideológicos y, por supuesto, musicales. Fragmentos así son los que engrandecen el estudio y contemplación de las obras de arte. Vayamos a ello: suena la música. Nada de alteraciones, nada de nervio musical; todo calma, insólita calma melódica al tiempo que el sargento enloquece sintiendo su muerte. El compositor alemán esconde ahora los graves, pero no se oculta él. ¿Por qué? No suena ningún matiz que los ponga al descubierto, ni cuerdas, ni efectos. No obstante, ahí están. La absoluta intensidad de la escena, los diálogos, la muerte cercana, las interrelaciones de los protagonistas, todo eso actúa tomando el cuerpo de los contrabajos y violonchelos. Es un momento intenso, máximo. Se conjuntan las acciones y no los pensamientos, los cuales surgirán de aquellas más tarde, al concluir el desaliento. La música, ahora, cede su poder descriptivo para dejar que la propia imagen sea su narradora. Así ocurre durante varios momentos cumbre del metraje; en ellos, Zimmer abandona los graves de la orquesta para ceder el protagonismo a quien lo requiere: la acción, incluso el discurso filosófico (siempre que este no sea partiendo de imágenes sin palabras, en cuyo caso la orquesta suena en todo su potencial). Curioso: el compositor alemán, maestro de la acción, compone música lenitiva para cualquiera de los momentos trepidantes.


Concluyendo, un trabajo exquisito del compositor alemán dentro de su línea melódica pero que, sin duda, fue un salto adelante por encima de cualquier otro antes compuesto tanto por su concepción como por la adaptación musical a la imagen. Auténtica filosofía musical y exquisito trabajo compositor-director.


Noé (Noah, 2014) de Darren Aronofsky.

“Dijo, pues, Dios a Noé: ‘He decidido acabar con todo ser viviente, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos’”.

(Génesis 6:13)

En un mundo asolado por la maldad humana, Dios ha decidido castigar a los hombres enviándoles un diluvio. Noé (Russell Crowe), descendiente de Set, y su familia, son los únicos elegidos para sobrevivir al apocalipsis e iniciar un nuevo comienzo.


No creo que Darren Aronofsky sea el director más adecuado para realizar una epopeya bíblica de gran presupuesto (Mel Gibson hubiese sido, de largo, la mejor elección), pero tampoco me parece que el resultado final sea tan desdeñable como sus detractores se afanan en afirmar estos días. De hecho, Noé cumple a la perfección con los dos requisitos fundamentales de cualquier adaptación bíblica filmada en Hollywood desde los tiempos de DeMille: entretenimiento y espectáculo. Otra cosa bien diferente, es que viniendo del autor de Réquiem por un sueño, todos esperásemos una visión algo más personal de los acontecimientos expuestos en el Génesis. En ese sentido, Noah no supera la prueba, al tratarse de la obra más comercial/convencional de su talentoso director.


En lugar de optar por una plasmación realista de la conocida historia de Noé y su Arca, que sería lo previsible, Aronofsky prefiere plegarse a los cánones del género fantástico. De otro modo, no se habría entendido la tan criticada presencia en el relato de los Nefilim, una serie de ángeles caídos prisioneros de un gigantesco armazón de piedra que ayudan al protagonista en la construcción del Arca, pese a que en el texto bíblico se haga referencia expresa a ellos. Con diferentes connotaciones, eso sí. Tampoco hubiera tenido cabida el hecho de dotar a Matusalén (Anthony Hopkins) de poderes mágicos. La decisión del realizador de adscribirse a dicho género (que nadie espere un filme histórico), guste o no, debe ser aceptada por el espectador, quien, en consecuencia, difícilmente podrá reprocharle la aparición de elementos más o menos inverosímiles a lo largo de la trama, puesto que sería igual de absurdo que asombrarse por la existencia de orcos, elfos, trolls o dragones en una adaptación de El señor de los Anillos. De lo que sí se puede acusar a Aronofsky y a Ari Handel, autores del libreto, es de haber cometido el tremendo error de incluir en la película a un villano tan prescindible como Tubalcaín (Ray Winstone), símbolo del mal y descendiente de Caín. Esta concesión, muy de Hollywood, sobra por completo; pero claro, había que engordar el guión de alguna forma para que pudiera extenderse durante más de dos horas de metraje.


El mayor interés de Noé, a mi entender, radica en la encrucijada moral en la que se ve envuelto su personaje principal, un estupendo Russell Crowe que debe elegir entre la humanidad y lo que él ha creído interpretar del mensaje de Dios; entre los suyos y el genocidio divino. Resulta curioso verlo deambular, completamente enajenado, por el interior del Arca del mismo modo en que Jack Torrance lo hacía por las estancias del hotel Overlook en El resplandor. Ese oscuro dilema es lo más aronofskyano que encontramos en toda la cinta.


Cabeza borradora (Eraserhead, 1977) de David Lynch.

“Todas mis películas son acerca de mundos extraños, mundos a los que nunca podrías ir a menos que los construyas y los reproduzcas en una película”.
(David Lynch)

Henry Spencer (Jack Nance) es un joven tímido e inseguro que debe hacer frente al hecho de convertirse en padre de un “bebé” repugnante.


Eraserhead supuso el mítico debut como realizador de largometrajes de David Lynch. Pese al tiempo transcurrido desde la época de su estreno, continúa siendo para mí una película inclasificable y difícil de valorar. Un trabajo a caballo entre la genialidad primeriza y la más absoluta de las bazofias. No sé si me gusta o no. Ni siquiera sé si es buena o mala. Hay cosas en ella que me fascinan, mientras que otras me repelen. Lo único que tengo claro es que se trata de una obra única, la rara génesis del universo lynchiano. No posee una trama bien definida como tal, sino más bien un esbozo de la misma. Henry es un joven timorato que reside en una zona fuertemente industrializada. Su novia, Mary (Charlotte Stewart), la cual vive en compañía de sus extraños padres y de su abuela, ha tenido un “bebé” prematuro, de aspecto horrendo y viscoso, del que nuestro protagonista debe hacerse ahora responsable. Este es, grosso modo, el argumento de Cabeza borradora. También podríamos hablar del planeta que sale al principio, del demiurgo tumoroso que parece manejar los hilos (palancas mecánicas en este caso), de la seductora vecina de Henry, o de la diminuta chica de carrillos hinchados que canta sobre un escenario que hay detrás del radiador de su apartamento; pero no, no lo vamos a hacer. Aun a costa de simplificar, preferimos centrarnos en lo evidente. Entiendo Eraserhead como una metáfora del tránsito hacia la vida adulta. Sí, esa terrible etapa vital en la que uno debe asumir, de repente, un montón de obligaciones y responsabilidades, como conseguir un empleo estable, vivir con una pareja o tener hijos. Vamos, todo un fastidio. Una auténtica pesadilla. Es por ello que Lynch la filma en un blanco y negro expresionista, “caligariano”, como si de un sombrío mundo onírico se tratase. No sabemos si lo que sucede es real o el fruto de una febril ensoñación; aunque poco importa, lo fundamental es dejarse llevar por su enrarecida atmósfera (sin duda, lo mejor de la cinta). Si lo consigues, disfrutarás de una experiencia alucinante; si no, lamentarás haberte puesto a ver semejante majadería. Yo, de momento, sigo sin decidirme. ¿Y ustedes?


Nymphomaniac. Volúmenes I y II (ídem, 2013) de Lars von Trier.

“Mi nombre es Joe, y soy ninfómana”.

Una lluviosa noche de invierno, Seligman (Stellan Skarsgård), un hombre viejo y solitario, encuentra tirada en un callejón a una mujer visiblemente magullada (Charlotte Gainsbourg) a la que decide llevar hasta su casa, donde le ofrece una taza de té caliente. Allí, Joe, que así dice llamarse la desconocida, le habla de su experiencia vital, marcada por una severa ninfomanía.


Pese a que por razones estrictamente comerciales, el último trabajo del controvertido realizador danés Lars von Trier, dado su extenso metraje (unas cuatro horas), se estrenara en las salas de cine dividido en dos volúmenes, he optado por realizar un único comentario, ya que entiendo que se trata de una sola película cuyo análisis parcial resultaría tan arbitrario como insatisfactorio. Hecha esta aclaración, entremos en materia: Nymphomaniac me parece la obra más equilibrada de su autor en años. Vale que es provocadora, pretenciosa y obscena, como no podía ser de otro modo viniendo de quien viene; pero, al mismo tiempo, no deja de ser también compleja, lírica, reflexiva e incluso, a ratos, serena. Creo que, en este caso concreto, el equilibrio entre lo que se pretende y lo que se logra, está bastante más conseguido que en filmes anteriores. 


La apertura de la cinta, con una cámara de movimientos lentos que recorre los rincones y texturas de un sombrío callejón en el que la protagonista se halla tirada, recuerda al cine de Tarkovsky. El estallido de Führe Mich, de los Rammstein, marca la entrada en escena del personaje de Seligman. Tras el encuentro entre ambos, la acción se traslada al sobrio apartamento de éste, donde los dos charlarán durante el resto de la noche. A partir de ahí, la película se estructura en ocho capítulos (La completa ira, Jerôme, Señora H, Delirio, La pequeña escuela de órganos, La Iglesia Oriental y Occidental [el pato silencioso], El espejo, La pistola), en los que Joe relata a su atento interlocutor, las experiencias sexuales que ha tenido, a caballo entre el misticismo unas y el masoquismo otras, desde que era una niña hasta el día de hoy. Los capítulos se van acotando e interrumpiendo por diálogos que giran en torno a temas como el sexo (evidentemente), la música, la religión, la sociedad, la moral, la filosofía o la literatura. A lo largo del filme, advertimos que Joe no es una narradora demasiado fiable. Sus incongruencias, sumadas al hecho de que para cada capítulo tenga que inspirarse en alguno de los objetos presentes en el apartamento de Seligman, nos hacen dudar acerca de la veracidad de lo que está contando. A esa duda contribuye, también, el irónico final.


Lo mejor de Nymphomaniac, a mi entender, son sus brillantes soluciones narrativas. Lo peor, que su reiterativa fórmula le termina pasando factura durante sus, a todas luces, excesivas cuatro horas de duración.

Se trata, en cualquier caso, de una obra monumental, en la que la insatisfacción existencial se traduce en insatisfacción sexual, y en donde el sentimiento de culpa que azota a su protagonista, debería hacer (o eso es, al menos, lo que pretende Trier) que nos replanteásemos nuestra visión sobre la conducta sexual del individuo en la sociedad contemporánea.