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Twixt (ídem, 2011) de Francis Ford Coppola.


“Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño”. (Edgar Allan Poe)

Hall Baltimore (Val Kilmer) es un escritor de novelas de misterio que llega a un pequeño pueblo para promocionar su último libro. Allí conoce al viejo y algo estrafalario alguacil Bobby LaGrange (Bruce Dern), quien le muestra el cadáver de una niña que ha sido recientemente asesinada con una estaca, y le propone escribir una historia de vampiros.


Extraña, sugestiva, paródica y, por momentos, embriagadora fantasía de terror con la que Coppola, basándose en un cuento escrito por él mismo, ahonda en el proceso de creación literaria a partir del contacto del individuo con la realidad que lo rodea; realidad que alimenta una ficción que termina por proyectarse sobre ella misma, difuminándose de este modo las fronteras entre una y otra.

Twixt es un filme visiblemente influido por las obras de Stephen King, aunque su espíritu, que gravita en torno a la ausencia femenina (en este caso la de la hija del protagonista, fallecida en un trágico accidente, que hace las veces de Berenice, Ligeia o Eleonora), rinde culto a la figura de Edgar Allan Poe, por lo que los admiradores del escritor de Boston sabrán apreciarlo en mayor o menor medida. Quede claro que no se trata, ni por asomo, de una película redonda; tiene defectos, algunos de los cuales pueden parecer risorios (el flojo final), cuando no ridículos (la troupe de adolescentes góticos acampada al otro lado del lago). En cualquier caso, el conjunto resulta bastante satisfactorio, tanto que me atrevería a afirmar, aun a riesgo de equivocarme, que nos encontramos ante la cinta más interesante del autor de El padrino desde su particular adaptación de Drácula. O lo que es lo mismo, el mejor Coppola en veinte años.   


La película se inicia con la llegada de Hall a Swan Valley; una voz en off, la de Tom Waits, describe el lugar incidiendo en sus aspectos más siniestros, como la existencia de una torre con un reloj de siete caras, cada una de las cuales marca una hora diferente, o la alusión a una terrible matanza pasada de la que ya nadie quiere hablar. Después de conocer al sheriff, visitar la morgue y acudir a las ruinas de un viejo hotel donde supuestamente se hospedó Poe, Hall se instala en un motel barato en busca de inspiración. Ésta sólo le llegará sumido en sueños, casi siempre inducidos por la ingesta de alcohol, medicamentos o a consecuencia de algún que otro golpe inesperado. En ellos conocerá a Virginia (Elle Fanning), el inocente espectro de una niña muerta, y al mismísimo Edgar Allan Poe (Ben Chaplin), quien lo guiará a través de los bosques y senderos de un mundo onírico-fantasmal teñido de un azul oscuro y gris. De su mano, Hall descubrirá secretos concernientes a sí mismo, al arte de escribir y al macabro pasado del pueblo.

La realización de Coppola sigue la línea experimental de Tetro, su anterior y fallido filme, destacando el uso de angulaciones extremas, la abundancia de picados y contrapicados, el contraste entre texturas cromáticas y la división de la pantalla en dos cuando hay personajes que charlan por teléfono o webcam.


Con todo lo dicho, podemos asegurar que el director estadounidense continúa estando vivo (cinematográficamente hablando, se entiende); es un "no-muerto", un fantasma cuyo inmarcesible talento tras las cámaras aún puede llegar a cautivarnos.

Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1974) de Rainer Werner Fassbinder.


“Tener con quien llorar aminora el llanto de muchos”. (Vittorio Alfieri)   

Emmi (Brigitte Mira), mujer viuda de unos sesenta años de edad, y Ali (El Hedi ben Salem), inmigrante marroquí veinte años más joven que ella, inician, casi por casualidad, una relación amorosa que pronto desencadena las habladurías y el rechazo dentro de su entorno.


Todos nos llamamos Alí (el título original significa algo así como “el miedo se come el alma”) constituye uno de los mayores cantos a la tolerancia legados por el arte cinematográfico, una oda al mestizaje racial y al amor libre; pero, sobre todo, una conmovedora historia de sentimientos entre dos seres solitarios de los que nadie se ocupa. Y es que como dijo el literato francés Guy de Maupassant: “nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad”.


Tras los títulos de crédito iniciales, Fassbinder sitúa a los espectadores en el interior de un bar de barrio. En él, envueltos por los acordes de música árabe, un grupo de trabajadores marroquíes, entre los que se encuentra Ali, se divierte después de la dura jornada laboral. De repente, una mujer mayor entra en el local, y, con aire titubeante, se ubica en la mesa más cercana a la puerta. Es Emmi, que busca refugiarse de la lluvia del exterior. Todos se quedan mirándola con una expresión de asombro. ¿Qué hace aquí una mujer de su edad? Parecen preguntarse en silencio. La camarera se acerca para saber qué va a tomar; la respuesta de Emmi evidencia que hace mucho tiempo que no frecuenta lugares así. Finalmente opta por pedir una coca-cola. Al instante, una amiga de Ali a la que éste ha rechazado con anterioridad, quizá despechada, lo reta a que invite a bailar a la recién llegada. Ali, ni corto ni perezoso, lo hace; y Emmi acepta. Una vez terminado el baile, se ofrece para acompañarla hasta su casa. Allí, en la escalera del edificio, Emmi propone a su acompañante que suba a tomar un café… 

De ese modo tan sencillo y natural como el descrito, comienza la relación de una de las parejas más peculiares del séptimo arte. Luego vendrán los problemas: el rechazo por parte de los hijos de Emmi, que no aceptan la unión de su madre con el extranjero, los cotilleos de las envidiosas vecinas, el mal gesto de las compañeras de trabajo, la xenofobia del encargado de la tienda de comestibles, las dudas del propio Ali, etc. Evidentemente, no les resultará fácil seguir adelante en una sociedad tan intransigente como la alemana de los años setenta, donde las huellas del pasado nazi eran aún demasiado recientes para permanecer olvidadas.


El autor de Lola construye una puesta en escena sobria y teatral, acentuando el contraste cromático de los blancos y grises de los fondos, con los llamativos rojos, naranjas y amarillos del mobiliario y el vestuario de los personajes. Los encuadres son perfectos y arquitectónicos, y los movimientos de cámara, sutiles y precisos. Puro Fassbinder.

Todos nos llamamos Alí, además de ser uno de los mejores trabajos del cineasta alemán, supone una oportunidad ideal para adentrarse por vez primera en la filmografía de su fascinante hacedor.

Munich (ídem, 2005) de Steven Spielberg.


“Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego”. (Mahatma Gandhi)

Tras la masacre de Múnich, que supuso el asesinato de varios atletas del equipo olímpico israelí a manos del grupo terrorista palestino “Septiembre negro”, un comando del Mosad, servicio secreto israelí, dirigido por el agente Avner (Eric Bana), recibe el encargo de encontrar y acabar con la vida de los principales responsables de la matanza.


En 1947 se fundó el Estado judío de Israel, la tierra prometida por Moisés varios milenios atrás. Palestina, bajo mandato británico desde 1918, quedaba dividida territorialmente en dos partes. Al pueblo árabe palestino se le atribuyó la franja de Gaza, la zona al oeste del Jordán con centro en Jerusalén, que se internacionalizaba, y una porción al norte fronteriza con el Líbano. Los judíos, por su parte, se apropiaron del resto, con la franja mediterránea y los puertos de Jaifa y Jaffa, casi todo el Néguev y el norte del Jordán, junto a Siria. Se inicia entonces un conflicto mantenido hasta nuestros días, una violenta e irresoluble lucha entre dos naciones que ha vuelto a copar recientemente las cabeceras de los informativos televisivos y las portadas de la prensa escrita de todo el mundo.


Munich adapta un libro de George Jonas basado en hechos reales que se publicó en 1984 bajo el título de Venganza: la verdadera historia de una unidad israelí de contraterrorismo. El mensaje que trata de transmitir el filme, no por obvio resulta menos válido: la violencia sólo genera más violencia. O como decía Juan Pablo II: “la violencia jamás resuelve los conflictos, ni siquiera disminuye sus consecuencias dramáticas”.

Esta película ejemplifica a la perfección las virtudes y los defectos del cine de Steven Spielberg; artesano brillante y autor impotente. La dirección es magnífica (notable uso del zoom) y el pulso narrativo bueno; a pesar de lo reiterado de la trama y su extensa duración. Sin embargo, los personajes son planos y el discurso resulta demasiado ambivalente. Además, a lo largo del metraje hallamos no pocas “spielbergadas”, como las constantes y cansinas referencias a la institución familiar, la alusión a las bondades del judaísmo o la presencia de momentos para nada creíbles, e incluso risorios (véanse, respectivamente, el encuentro entre los dos grupos terroristas y el sufrido coito final). En definitiva, otro quiero y no puedo (uno más) en la carrera del director estadounidense.


Lo mejor, sin duda alguna, la planificación y ejecución de las secuencias de los asesinatos; convincentes y dotadas de las dosis de tensión y suspense adecuadas. Las hubiese firmado el mismísimo Hitchcock. 

Las diez mejores películas de Roman Polanski.






El quimérico inquilino (Le locataire, 1976).



La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968).



El pianista (The Pianist, 2002).



Chinatown (ídem, 1974).



Repulsión (Repulsion, 1965).



El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, 1967).



La venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013).



El escritor (The Ghost Writer, 2010).



Oliver Twist (ídem, 2005).



El cuchillo en el agua (Nóz W. Wodzie, 1962).

Holy Motors (ídem, 2012) de Léos Carax.


Monsieur Oscar (Denis Lavant) se desplaza por las calles de París a bordo de una lujosa limusina que conduce su veterana chófer Céline (Edith Scob). A lo largo de un mismo día, el pasajero irá asumiendo diversas identidades para llevar a cabo fines muy concretos.


¿Qué tienen en común un banquero acomodado, un anciano lisiado e indigente, un actor de captación de movimientos, un hombre salvaje que padece priapismo, un padre de familia preocupado por la vida social de su hija adolescente, un asesino a sueldo, un viejo moribundo, el marido de una chimpancé y unos automóviles parlantes? Efectivamente, lo han acertado: nada. O eso es lo que pensábamos antes de ver Holy Motors, el último filme del cineasta francés Léos Carax que triunfó en el pasado Festival de Sitges. 

Absurda, pretenciosa, grotesca, friki, estúpida, enigmática y, en ocasiones, bella. Así es la película que nos ocupa, un trabajo que contiene todos los ingredientes necesarios para que muchos lo odien y no menos lo adoren. Es lo que suele ocurrir con las obras de corte surrealista, sobre las que rara vez hay consenso. Personalmente no considero que sea ni una obra maestra, como dicen unos, ni un bodrio, como afirman otros; aunque la sitúo más cerca de lo segundo que de lo primero.


Léos Carax, protagonizando él mismo el prólogo, deja claro que se trata de un proyecto personal en el que no ha tenido en cuenta los gustos del público. Es un sueño húmedo, un trabajo para sí mismo. El director despierta, o tal vez sueña, accediendo a través de una de las paredes de su cuarto a una oscura sala de cine donde los espectadores parecen dormitar. Se inicia entonces la caleidoscópica mascarada, el taciturno homenaje al oficio de actor. La limusina sirve de improvisado camerino. Llena de disfraces, pelucas, postizos, prótesis de látex y demás material necesario para transformarse en los diferentes personajes. Oscar va de un sitio a otro, de una identidad a otra; mendiga, corre, secuestra, mata, aconseja, muerde, toca el acordeón… todo vale y cualquier cosa es posible, desde lo refinado hasta lo cutre, pasando por lo esperpéntico. Libertad creativa absoluta y disoluta. Una mierda que a veces huele a vergel.


Entre los fragmentos que conforman su esquizoide estructura narrativa, me quedo con dos: Eva Mendes siendo secuestrada en plena sesión fotográfica por un individuo salvaje y neandertaloide que se la lleva a las profundidades de la tierra, y el hermoso número musical de Kylie Minogue. Ah, que no se me olvide; qué gusto da volver a contemplar, cincuenta años después de Los ojos sin rostro, a Edith Scob cubierta por una máscara. Gusto cinéfilo, se entiende. 

Bueno, lo mejor es que vayan a verla. O no.


Argo (ídem, 2012) de Ben Affleck.


Irán, 1979. Tras la revolución islámica que ha supuesto el derrocamiento de la monarquía del Sha Reza Pahlevi, refugiado en Estados Unidos, el populacho iraní asalta la embajada norteamericana en Teherán. Los rehenes capturados se cuentan por decenas, y el Ayatolá Jomeini amenaza con retenerlos hasta que el gobierno estadounidense no extradite al odiado sátrapa. Seis miembros de la embajada logran escapar, ocultándose en la residencia del embajador canadiense. Si son descubiertos, serán ejecutados en público. Tony Mendez (Ben Affleck), experto en rescates de la CIA, elabora un plan para sacarlos del país, consistente en simular la producción de una película de ciencia-ficción titulada “Argo”, lo que le permitirá viajar hasta la capital persa en busca de localizaciones para el supuesto rodaje; aunque su objetivo no sea otro que el de rescatar a sus compatriotas.


Hace tan sólo un lustro, nadie hubiera apostado a que Ben Affleck, conocido principalmente por ser uno de los rostros guapos de Hollywood, acabaría convirtiéndose en uno de los directores más interesantes del cine norteamericano actual. El talento advertido en sus dos trabajos anteriores, Adiós pequeña, adiós (2007) y The Town (2010), se confirma ahora con Argo; espléndido thriller político basado en hechos reales, que lleva a la gran pantalla una misión secreta de la CIA desclasificada en 1997.

Antes de entrar a valorar las virtudes y defectos del filme, considero oportuno hacer alusión, aunque sea de un modo breve, al contexto histórico-político en el que se sitúan los hechos narrados: Mohammad Reza Pahlevi ascendió al poder en septiembre de 1941. Apoyado por los Estados Unidos, estableció un régimen despótico asentado en reformas de corte occidental que condujeron a Teherán y sus alrededores a una progresiva industrialización. Tales cambios favorecieron a unos pocos, las clases privilegiadas, mientras que el resto de la población quedó sumida en el atraso, el hambre y el analfabetismo. La explotación y venta de petróleo enriqueció al Sha y a su séquito, que vivían en medio de una pompa y una opulencia más propias de antiguos reyes persas que de monarquías contemporáneas. La oposición política al régimen, encabezada por el líder integrista Jomeini, exiliado en París, aprovechó las circunstancias para abanderar la regeneración iraní y conducir al pueblo fanatizado al destronamiento del tirano. Surge así un movimiento revolucionario de ideología antioccidental y, sobre todo, antiamericana, que acaba dando lugar a una república islámica fundamentalista aún más represora que el régimen anterior. 


Al principio de la película se alternan viñetas de cómic e imágenes de archivo (este último recurso será utilizado a lo largo de todo el metraje, incluidos los títulos de crédito finales, para enfatizar la veracidad de lo expuesto), con las que, de manera sucinta y didáctica, se hace referencia a la historia del país iraní. El posterior arranque con el asalto a la embajada, resulta magnífico y trepidante gracias al hábil uso del montaje. Una vez dispuestas las cartas sobre la mesa, se inicia el juego del que dependen seis vidas. La cinta se estructura a partir de ese momento en dos partes claramente diferenciadas: la planificación de la misión y la ejecución de la misma. Dentro de la primera parte, cuando ya se ha optado por la propuesta presentada por Mendez (“Argo”) en detrimento de las demás, destaca el proceso que se lleva a cabo para que la producción del filme ficticio parezca real, desde la consecución de un productor que aporte el dinero necesario, pasando por la compra de los derechos del guión, hasta la puesta en marcha de toda una maquinaria publicista (pósters, entrevistas, libretos, fiestas…).  Con el desplazamiento de Mendez hacia Teherán, se inicia el segundo tramo de la película, el más intenso y emotivo. Aquí el espectador será partícipe del temor que sacude a unos protagonistas conscientes de que cualquier error cometido, por pequeño que sea, los conducirá a una muerte cruel y humillante. El gran logro de Affleck, que como actor realiza un trabajo sobrio y convincente, es que siempre mantiene el nervio narrativo sin necesidad de artificios ni golpes de efecto.

A la obra le falta profundidad en la descripción de caracteres (no bastan cuatro apuntes sobre la difícil situación sentimental del protagonista) y le sobra altisonancia en determinados diálogos (¿por qué los altos mandos norteamericanos son siempre tan capullos, malhablados y arrogantes?), lo que no impide reconocer su calidad conjunta. Por cierto, qué genial y divertido es el personaje al que da vida Alan Arkin. 


La banda sonora de Alexandre Desplat, magnífica y bien adaptada al contexto, se complementa a la perfección con algunos temas de Dire Straits, Rolling Stones o Led Zeppelin.

Creo que disfrutarán de Argo, un producto entretenido y muy bien hecho. Casi excelente.

Antes que el diablo sepa que has muerto (Before the Devil Knows You're Dead, 2007) de Sidney Lumet.


Ojalá estés en el cielo media hora antes que el diablo sepa que has muerto”. (Dicho popular irlandés)

Andy (Philip Seymour Hoffman) y Hank (Ethan Hawke) son dos hermanos de clase burguesa necesitados de dinero por distintas razones. El primero de ellos urde un plan que, en principio, parece perfecto: asaltar la joyería de sus padres. Sin embargo, el golpe no saldrá tal y como esperaban.


Cuando uno termina de ver este soberbio y negrísimo thriller, la última película que dirigió un por entonces octogenario Sidney Lumet (Doce hombres sin piedad, Punto límite o Serpico), le queda la impresión de haber asistido a una sucesión de estampas que reflejan lo más mezquino de la condición humana: la traición, el robo, la mentira, el asesinato, la infidelidad, el rencor, la venganza, el chantaje. Y lo peor de todo es que nada de lo aquí expuesto nos sorprende, por horrible que pueda llegar a resultar, ya que estamos acostumbrados a convivir con ello a diario. El filme, rodado en formato digital, cuenta con una compleja y minuciosa estructura narrativa a base de saltos temporales y diferentes perspectivas, que por su nivel de precisión recuerda a Atraco perfecto de Stanley Kubrick; obra con la que también comparte un desesperanzador sentido fatalista. Lejos del mero virtuosismo narrativo a lo Pulp Fiction, lo que se busca no es otra cosa que ampliar el punto de vista, desdoblándose determinadas escenas y aportando al relato un sinfín de detalles que no podrían revelarse mediante una narración convencional.


Antes que el diablo sepa que has muerto es, en realidad, un drama familiar que se vale de la envoltura clásica del thriller para ahondar en la psicología de unos personajes insatisfechos y a la deriva. La cinta se abre con una escena de cama bastante explícita en un hotel de Río de Janeiro que, además de mostrar el impresionante físico del que goza Marisa Tomei, deja claro que la relación matrimonial de ésta con su marido (Andy) no atraviesa el mejor de los momentos. He aquí una de las dos motivaciones que impulsarán al personaje de Philip Seymour Hoffman a conformar su amoral plan; la otra, su adicción a las drogas. Las de Hank, el hermano pequeño, mucho más débil, menos inteligente y un verdadero fracasado, se limitan a la necesidad de dinero para afrontar el pago de la pensión de manutención de su hija después de haberse divorciado. Tras esa primera escena se nos conduce directamente al día del atraco. Lo que no debía ocurrir ocurre y el golpe se va al traste. A partir de ahí se suceden una serie de saltos temporales (casi siempre hacia atrás con respecto al fatídico día) desde la perspectiva de cada uno los tres personajes principales: Hank, Andy y Charles (Albert Finney), el padre de ambos. Pese a recurrir al reciente pasado, la trama avanza de manera constante, enriqueciéndose con múltiples detalles acerca de los hechos y de las personalidades de quienes los llevan cabo. Lumet mantiene el pulso narrativo durante dos horas de metraje en las que no caben los tiempos muertos y donde todo queda atado y bien atado. 


La sofisticada puesta en escena, precisa y sin adornos, y la extraordinaria labor del reparto (el talento interpretativo de Seymour Hoffman es un escándalo), sumadas a lo anteriormente comentado, hacen de Before the Devil Knows You're Dead una de las películas más intensas de la pasada década. Una joya.

Grandes esperanzas (Great Expectations, 2012) de Mike Newell.


"¡Ámala, ámala, ámala! Si te complace, ámala. Si te hiere, ámala. Aunque te rompa el corazón, y a medida que envejezca y se endurezca se te desgarrará más, ¡ámala, ámala, ámala!". (Grandes esperanzas de Charles Dickens)

Pip (Toby Irvine/Jeremy Irvine) es un niño huérfano que vive junto con su hermana y el marido de ésta, un humilde herrero. Después de ayudar, en secreto y bajo amenaza, a un convicto (Ralph Fiennes) a liberarse de sus grilletes, es enviado a la vieja mansión de la Señorita Havisham (Helena Bonham Carter), una extravagante mujer que se encarga de la educación de su altanera sobrina Estella (Helena Barlow/Holliday Grainger). Pip queda prendado de la pequeña diablesa, aunque sabe que, por diferencias de clase, jamás podrá aspirar a conseguir su amor. Cierto día, la Señorita Havisham decide prescindir de los servicios del chico, que empieza a ser instruido en el oficio de herrero por su cuñado, hasta que, transcurrido un tiempo, un abogado llegado desde Londres, le informa de que un misterioso benefactor desea sufragar sus estudios para que se convierta en caballero.


Con motivo del segundo centenario del nacimiento de Charles Dickens, se ha llevado a cabo en Reino Unido una nueva adaptación de Grandes esperanzas, la que para muchos constituye la mejor obra del afamado novelista inglés. El resultado, aun contando con una impecable factura visual y pese a atenerse por completo al texto original, no deja de ser un pelín académico y rutinario, bastante alejado de las excelencias cinematográficas que poseía la versión dirigida en 1946 por David Lean, y que aquí recibió el título de Cadenas rotas.

Bajo mi punto de vista, la cinta incurre en dos errores que terminan lastrándola: el primero tiene que ver con el desequilibrio que presenta su estructura temporal, demasiado extensa en su primera parte y precipitada en un tramo final donde la abundancia de información y situaciones, acaban por enmarañar el relato hasta confundir al espectador. El segundo es la inadecuada elección de los dos actores principales; tan guapos como faltos de carisma en pantalla. Sobre todo si los comparamos con unos secundarios de la talla de Ralph Fiennes o Helena Bonham Carter (cada día más “burtonizada”, por cierto), cuyas sólidas composiciones aportan notoriedad y hacen suyas todas las escenas en las que aparecen. De hecho, la película pierde mucho cuando ellos no están. 


A lo largo de sus más de dos horas de metraje, el filme trata algunos de los habituales temas del universo dickensiano, como la desigualdad social, la pobreza, la educación o el maltrato infantil. El sentido del humor de la obra literaria y sus episodios más sórdidos (que los hay) también están presentes. Amén de una espléndida reconstrucción de época y una bonita fotografía que envuelven al conjunto.


Lo mejor: las secuencias que tienen lugar en el interior de la decadente y sombría mansión Havisham, con una magnífica Bonham Carter a lo “novia cadáver”. No tienen desperdicio.

Las diez mejores películas de Martin Scorsese.





Taxi driver (ídem, 1976).



Toro salvaje (Raging Bull, 1980).



Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990).



La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993).



La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988).



Casino (ídem, 1995).



Shutter Island (ídem, 2010).



Gangs of New York (ídem, 2002).



New York, New York (ídem, 1977).



El último vals (The Last Waltz, 1978).