“La angustia es la
disposición fundamental que nos coloca ante la nada”.
(Martin
Heidegger)
Decidido
a terminar con su vida tras pasar los últimos cuatro meses interno en una
clínica de desintoxicación de Versalles por su adicción al alcohol, Alain Leroy
(Maurice Ronet), casado con una norteamericana que vive en Nueva York, visita
París para despedirse de sus amigos y conocidos.
Aceptar
la mediocridad de la existencia (y de propia la condición humana) es imprescindible para sentirse parte de ella.
Como decía Ingmar Bergman: “La vida es
una ininterrumpida e intermitente sucesión de problemas que sólo se agotan con
la muerte”. Y eso mismo es lo que piensa Alain Leroy, el triste y
angustiado protagonista de El fuego fatuo,
la gran adaptación cinematográfica que Louis Malle llevó a cabo de la novela
corta de Pierre Drieu La Rochelle Le feu
follet (1931), inspirada en el suicidio de su amigo el poeta dadaísta
Jacques Rigaut, quien decidió acabar con su vida disparándose directamente al
corazón.
La
acción se desarrolla a lo largo de cuarenta y ocho horas, como en la novela de La Rochelle.
Dos días enteros. Tiempo suficiente para constatar que la realidad sigue siendo
la misma basura infecta que de costumbre. Porque el personaje de Alain no se
suicida debido a su adicción al alcohol, la cual parece haber superado después
de su tratamiento en la clínica, tal y como le constata el doctor La Barbinais
(Jean-Paul Moulinot), sino por su desafección hacia el mundo, hacia la vida. La
misma desafección que lo llevó precisamente a beber. “Me suicido porque no me quisisteis, porque no os quise. Me suicido
porque nuestras relaciones fueron cobardes, para estrecharlas. Dejaré sobre
vosotros una mancha indeleble”. Estas palabras finales de Alain, escritas
negro sobre blanco, coronan al desolador epílogo que sigue a una serie de
encuentros del protagonista en la ciudad de París. Un París más funesto y gris
de lo que se suele plasmar en la gran pantalla (magnífica fotografía en blanco
y negro de Ghislain Cloquet, uno de los cinematógrafos más importantes del cine
galo de todos los tiempos). Encuentros que abarcan la práctica totalidad del
espectro social de la capital francesa, desde la alta burguesía (el matrimonio
formado por Cyrille y Solange y su amigo Brancion) hasta los sectores más o
menos delictivos (los hermanos Minville), pasando por la clase media (Dubourg) y
la esfera bohemia (el personaje de Jeanne Moreau) parisina.
Malle
opta por un tratamiento más intelectual que emocional del relato, lo que puede llegar
a dificultar la implicación del espectador. Su puesta en escena, de elegante
sobriedad y en la que abundan los espejos, aparece punteada por las hermosas composiciones para piano de Erik
Satie (1866-1925).