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El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea.

“Cualquier preponderancia de la fantasía sobre la razón es un grado de locura”.
(Samuel Johnson)

Galicia, siglo XIX. Benito Freire (José Luis López Vázquez) es un humilde buhonero que sufre ataques de epilepsia durante los que cree ser un hombre lobo y asesina a sus víctimas.


Manuel Blanco Romasanta fue un criminal español del siglo XIX, acusado de matar a trece personas, que tras su captura declaró ser un lobishome (hombre lobo en gallego) a causa de la maldición de una bruja. Su caso inspiró la novela El bosque de Ancines, de Carlos Martínez-Barbeito, adaptada al cine por el realizador bilbaíno Pedro Olea en El bosque del lobo, una conseguida mezcla de drama psicológico y terror rural, que analiza el mito de la licantropía desde una perspectiva patológica (licantropía clínica). La película se rodó en excelentes localizaciones exteriores de Santa Baia de Bolo, Celanova, Verín y Tui, principalmente.

José Luis López Vázquez, hasta entonces conocido por sus trabajos en el ámbito de la comedia ligera, lleva a cabo una brillante interpretación como el atormentado Benito Freire; a la vez verdugo y víctima, como el Hans Beckert de Peter Lorre en M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931). El guión, escrito al alimón por el propio Pedro Olea y Juan Antonio Porto, enfatiza el contexto de miseria, superstición y religiosidad de la época. Mediante una serie de flashbacks que salpican la narración, asistimos al origen de la patología de Freire cuando era niño, acentuada por ese clima de ignorancia y creencias irracionales de la región. Olea opta por el uso de una cámara nerviosa en los ataques de Benito a sus víctimas cuando se adentra con ellas en el bosque, subrayando así la tensión del momento.

La cinta se beneficia de una muy buena ambientación, un competente reparto y de los mencionados exteriores naturales. En definitiva, un atípico clásico dentro de nuestra cinematografía.


Soundtracks: Nosferatu (1922) de Hans Erdmann.

Por Antonio Miranda.


            Una producción de la década de los años veinte, muda y rebosante de sensaciones no podría haber pecado, inicialmente, del empleo burdo de cualquier tipo de partitura, alma de este tipo de películas. El filme en sí no portaba música alguna, fue Hans Erdmann el compositor encargado de crear un trabajo que únicamente acompañaría a la proyección en directo en el estreno de la película. Hoy día, por suerte, podemos disfrutar de imagen y notas formando un todo. Quince primeros minutos magníficos que cierran una introducción cuidada y global, con el empleo de los graves para enfatizar el matiz siniestro de la historia y el contraste con el romanticismo del matrimonio Hutter. Unos minutos que, siendo claramente melódicos, no podrían haber asentado su vertiente terrorífica sino en los mencionados graves de una orquesta que, regrabada la composición por la Filarmónica de Brandemburgo, nos muestran (con toda la fuerza y matices que el compositor quiso) la futura figura de Nosferatu… Su aparición, de lleno presencia inmersa en una pieza exquisita de Erdmann, es ligera, nada ostentosa…inteligente y cauta. La partitura finaliza este acto primero de forma soberbia mediante la aplicación de una de las piezas más destacables del filme, una marcha fúnebre a tiempo de vals pausado que, apoyada en la percusión, sinceramente forma el alma del monstruo, próximo a crecer en la historia.


            La partitura de Hans Erdmann para ‘’Nosferatu’’ (que bebe claramente de la tradición romántica clásica en la música), no resulta nada fácil para cualquier inquieto de las composiciones para cine. La temática que trata, adjunta al terror y la monstruosidad, no es descrita claramente mediante unas notas de tal dibujo. El compositor, hábil, une a su melódica e importante parte romántica (la del amor de Hutter por su lejana esposa) una atmósfera no del todo turbadora y que, de haberlo sido, habría provocado un choque (con aquélla) demasiado ruidoso. Intentando (y consiguiendo) paliar y amortiguar este contraste, el músico alemán decide dar un cariz medio a sus fragmentos más oscuros (incluso detallando instantes importantes sin demasiado espanto, como el descubrimiento de las señales de la primera mordedura del monstruo, por parte de Hutter). ¿Nos encontramos, entonces, ante una producción no tan aterradora como siempre pareció? En absoluto. Agudizando la escucha, el detalle y atendiendo a las múltiples facetas de un todo global, descubrimos la importantísima función de lo que ya hemos mencionado: los graves de la orquesta. El horror del vampiro es resumido en esta faceta de la música: interna, siniestra, técnica e idealista (en espera del crescendo final). Podemos comprobar esta teoría, que ahora me atrevo a presentar, en la escena en la que, tras la primera noche en la residencia del conde, Thomas Hutter pasea y recorre los lugares durante el día. Erdmann ofrece una visible claridad musical pero, de fondo y escuchándose durante toda la secuencia de forma obstinada, suenan las cuerdas graves. La orquesta melódica identifica a Hutter y el día; la oscuridad de los graves: la presencia de Nosferatu, aún dormitando en su tumba (igual sucede tras la secuencia de las intuiciones del matrimonio, ejemplo de cómo el artista une los dos ámbitos de su música, cuando Thomas, alarmado por los acontecimientos, descubre la tumba del monstruo por vez primera; ahora, el artista ya no golpea y mantiene constante una nota de graves durante toda la escena). Él siempre va a estar ahí, claramente en forma de horrorosa idea más que de presencia descrita, que sucederá más adelante. Una opción brillantísima por parte del compositor. Final del segundo acto.

            El tercer acto manifiesta una ebullición del compositor hacia el carácter narrativo absoluto. Con la presencia de Nosferatu (como nuevo capitán del barco) únicamente a final del fragmento, Erdmann ofrece una versión más clara y pura del estilo romántico y, más concretamente, del post-romanticismo, con una mezcla de melodía y detalles atonales que, realmente, comparte toda la partitura. El final de acto es pletórico, un colofón grandioso a esta pequeña sinfonía romántica con la presencia de la bestia y sus caracteres más oscuros y graves.


           Los detalles cuasi-carnavalescos de la música son un aspecto crucial a estudiar. El uso de la percusión y el xilófono en multitud de secuencias nos lleva a plantearnos la cuestión antes suscitada: ¿realmente terror? La noción actual del cine de este género y su expresión musical está muy fijada, incluso inamovible, en un sector de notas histriónicas y efectos sensacionalistas. La unión fija entre atonalidad (importante característica del post-romanticismo) y la única figura deforme, casi ‘’carnavalesca’’, en toda la película, como es la de Nosferatu, hace que el resultado de esta original fusión mantenga un nivel de descripción absoluto en la partitura y eleve a lo más alto la dualidad terror-teatralidad. El resultado, en toda su amplitud y significado artístico: una auténtica y artística danza macabra.

Cuarto y quinto actos: desenlace de la historia. Suponen la presencia final y aterradora del vampiro. Su figura crece, por fin, y lo hace la música girando inteligentemente hacia una crudeza definitiva, con el empleo (ahora ya constante) de la sección de graves de una manera hasta poco pudorosa y dejando el sector narrativo de lado, con lo que el xilófono y detalles percusivos desaparecen. Erdmann desarrollará hasta el final el cuerpo verdaderamente romántico y funesto de su obra, como usando pinceles que ofreciesen trazos bruscos y fuertes de un color negruzco y opresor, atmósfera que Nosferatu adquiere y, él mismo, contagia. Estos dos últimos actos descubren una estructura poderosa y llamativa, que encumbrará a la composición hasta niveles altísimos. Tres partes, sin descanso una tras otra, coincidentes con la historia. Primera: el artista abandona todo matiz teatral y se centra en un dramatismo de absoluto horror, golpeando la historia global con una claridad envidiable; segunda: el terror impregnado en pantalla, a la muerte del monstruo, gira hacia un sentido romanticismo idealista, unas notas que, si bien todos aguardamos su intenso tenebrismo en tal instante, Erdmann (y, sin duda, el grandísimo director del metraje, F.W. Murnau) planta sin temores con melodías incluso tristes, ¡mutiladas, junto a Nosferatu, por la muerte eterna! Es el instante más importante de toda la obra, no sólo musicalmente hablando. El Romanticismo, con mayúscula y como concepto de lo filosófico, de lo terrible, del sufrimiento, de la soledad…, ha sido el fin último de la historia (y así lo muestra el compositor). Tercera: la secuencia final, con el matrimonio Hutter uniéndose y la pérdida de ella, supone un golpe más a favor del Romanticismo comentado de la figura única del vampiro, ya que las notas bajan en intensidad y no prestan mayor ayuda a una secuencia que, siguiendo la lógica común, tendría que haberse adornado de la mayor fuerza dramática posible. No es así. La lógica, en definitiva, no funciona con las obras maestras en el Arte.


En definitiva, un trabajo que en la actualidad recuperamos y que muestra cómo se trabaja, de forma seria y estructural, con el único fin de un personaje, tan fuerte y enigmático como la partitura en sí. De las mejores obras jamás compuestas para el cine de aquella época.


Mr. Holmes (ídem, 2015) de Bill Condon.

“Una cabeza sin memoria es como una fortaleza sin guarnición”.
(Napoleón I Bonaparte)

1947. Retirado en una pequeña granja del condado de Sussex, al sur de Inglaterra, el famoso detective Sherlock Holmes (Ian McKellen), cumplidos ya los noventa y tres años, lucha contra su alarmante falta de memoria tratando de recordar el último de sus casos. Su única compañía la constituyen sus abejas, su ama de llaves (Laura Linney) y el hijo de ésta (Milo Parker).


Casi dos décadas después de la excelente Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998), el realizador Bill Condon y el actor Ian McKellen vuelven a colaborar en Mr. Holmes, adaptación de la novela A Slight Trick of the Mind, del estadounidense Mitch Cullin, que retoma al mítico personaje literario creado por Conan Doyle ya en su etapa de ancianidad. El resultado es, a mi entender, bastante satisfactorio, suponiendo un entrañable filme al que bien podría definirse como el “hermano amable” de la citada Gods and Monsters: mucho más grave y patética en su retrato sobre la vejez que la obra que ahora nos ocupa.


Mr. Holmes comparte con Dioses y monstruos, además de director y actor principal, temática (la vejez, el deterioro físico y mental, la memoria, el paso del tiempo, la soledad) y prácticamente personajes: el detective Sherlock Holmes en lugar del cineasta James Whale, dos personalidades notorias venidas a menos que se encuentran en el último tramo de sus respectivas existencias; la señora Munro en lugar de Hanna, ambas amas de llaves; y el niño Roger en lugar de Clayton Boone, que, aunque adulto, en realidad no dejaba de ser también otro niño atrapado en el cuerpo de un jardinero fortachón. Redundando en el paralelismo entre las dos películas (demasiado evidente como para obviarlo), tanto en una como en la otra los personajes de Clayton/Roger sirven para que los de Whale/Holmes recuperen emociones y sentimientos que creían perdidos y tomen verdadera conciencia de sí mismos para actuar en consecuencia.

Hay en la narración de Mr. Holmes tres líneas temporales. Una principal, en tiempo presente, donde el viejo detective, aquejado de lo que parece ser principio de alzheimer, trata de reconstruir, con la inestimable ayuda del pequeño Roger, las piezas del puzzle de su último caso, acaecido treinta años atrás, y que supone la segunda de las líneas temporales mencionadas. La tercera, completamente prescindible en mi opinión, se sitúa sólo unas semanas atrás con respecto a la principal, y en ella se muestra el viaje de Holmes a Japón para obtener una exótica planta con supuestas propiedades medicinales.


La cinta, de muy agradable visionado, se beneficia de una bonita fotografía, una creíble reconstrucción de época y (lo mejor) una extraordinaria interpretación de Sir Ian Mckellen. Su sola presencia en pantalla ya justifica que dediquemos parte de nuestro tiempo a este delicioso filme.


Los diez mejores péplums de la historia.


1. Faraón (Faraon, 1966), de Jerzy Kawalerowicz.




2. Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), de Cecil B. DeMille.




3. Espartaco (Spartacus, 1960), de Stanley Kubrick.




4. Cleopatra (ídem, 1963), de Joseph L. Mankiewicz.




5. Intolerancia (Intolerance: Love´s Struggle Throughout the Ages, 1916), D.W. Griffith. El espisodio correspondiente a la caída de Babilonia.




6. Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts, 1963), de Don Chaffey.




7. Julio César (Julius Caesar, 1953), de Joseph L. Mankiewicz.




8. Ben-Hur (ídem, 1959), de William Wyler.




9. Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, 1955), de Howard Hawks.




10. La caída del imperio romano (The Fall of the Roman Empire, 1964), de Anthony Mann.


Soundtracks: Nosferatu, vampiro de la noche (1979) de Popol Vuh.

Por Antonio Miranda.


            Remake de la exquisita ‘’Nosferatu’’, de F.W. Murnau, del año 1922. Partiendo de esta premisa, tan importante a la hora de ver la obra, hemos de centrar la atención en la opuesta cara que la producción ha elegido para ‘’musicar’’ la vampírica historia. Popol Vuh, sin tomar referencia alguna de la original (y sobresaliente) partitura Hans Erdmann, fija su sello propio como banda musical pionera en el uso del sintetizador y ejemplo visible de la música experimental centrada en la naturaleza, el hecho divino y religioso en su sentido global. No podemos, ahora, evitar dicha tendencia a la hora del estudio y comprensión del ‘’Nosferatu’’ que nos ocupa.


           La multitud de aspectos, detalles y estructuras que la composición de la creación de 1922 presentaba son ahora, literalmente, golpeadas. El director, Werner Herzog, como tal, sigue un patrón similar pero ‘’Vuh’’ se desvincula drásticamente de él y se planta en la obra como el elemento clave que da un sentido distinto a todo. Con una banda sonora minimalista, simple e idealista, en absoluto narrativa, la banda ofrece ahora una idea del vampiro mucho más elegante, abstracta y espiritual que la del pasado, arrolladoramente teatralizada y opaca, poderosa y terrorífica desde el primer minuto, estuviera en pantalla o no su imagen real. El ejemplo más claro lo vemos comparando las dos secuencias en las que ambos monstruos aparecen por vez primera en su castillo, a la llegada del aventurero esposo Jonathan Harker (Hutter en 1922) para entregar los papeles de compra-venta de la nueva casa del conde. En 1922,  Murnau usaba la partitura de Erdmann para narrarlo todo (evidente en un cine mudo como el de entonces). La figura de Nosferatu dependía absolutamente de la música. Ahora, Herzog olvida esto y planta a la bestia en un silencio atronador, tras la escucha del ‘’Rheingold’’ de Richard Wagner como antesala al espeluznante encuentro que ya conoce el espectador. Un sello, a esta secuencia, insuperable. Un detalle del que, realmente, no participa la banda pero que, sin duda, estará a la altura en los siguientes minutos. Sentada ya, definitivamente, la opción planteada en la que la música juega un papel más abstracto y descriptivo de la idea genérica del vampiro, su figura, su fuerza y su presencia, en este remake, no dejan cabida a la música. La secuencia inmediata es otro ejemplo curioso: Harker se corta con el cuchillo. En 1922, donde la partitura fijaba la figura de Nosferatu, éste no sale apenas en primer plano durante el acercamiento hacia el dedo ensangrentado y posterior amenaza al hombre; en 1979, donde la partitura no suena, Nosferatu aparece en pantalla, pálido fijado su rostro en un momento espectacularmente tratado. Vemos cómo, en una misma obra o idea, la música puede jugar papeles tan diametralmente opuestos como interesantes, impregnando así a la obra genérica de una vertiente distinta.


          Teatralidad y realismo; hipérbole y crudeza… Murnau y Herzog; Erdmann y Popol Vuh. Conceptos bien asociados a cada una de las dos producciones, la primera vive de la partitura y la segunda, cuya partitura vive del filme, la emplea para un más firme concepto filosófico. La primera trataba la relación directa de pareja del matrimonio como algo banal y más sentimental que romántico (atribuyendo este concepto, ya al final y en una sucesión de estructura triple maravillosa de la partitura, a la figura de Nosferatu) y la segunda, ya desde un inicio, deja de lado el sentimentalismo social y abraza, con la oscuridad de las notas sintetizadas, la idea suprema y metafísica de este atractivo concepto de vida, ladeándolo sutilmente fuera de la pareja hacia la idealmente formada por el monstruo y Lucy, la esposa.

        Veinticinco minutos de metraje permanece dormida la música, los mismos que en pantalla el conde Drácula. Durante la estancia en el castillo, la composición no suena. El vampiro forma toda estructura requerida, como venimos diciendo. Es emprender el viaje en barco, desaparecer su imagen y de nuevo Herzog encomendar a ‘’Vuh’’ la pintura de un paisaje dramático que se mueve, tan vivo como muerto, cercano a las notas religiosas de una época medieval para dar paso, durante la estancia del monstruo ya en tierra, al tono de unos matices melódicos finales cual réquiem sintetizado y dramáticamente concebido, en absoluto estridente y sí serio, firme y etéreo, como ha sido todo el cuadro que la música se ha dedicado a describir.


           En definitiva, obra interesante por su arriesgada propuesta experimental sobre una idea (la del vampiro) que portaba ya una partitura clásica sobresaliente en la entrega de ‘’Nosferatu’’ de 1922. Equilibrada, uniforme y totalmente descriptiva, le falta haber sido insertada y completada en los instantes importantes en los que el director optó por piezas clásicas (incluido el final, donde con el empleo del fragmento clásico ‘’Sanctus’’ de la Misa de santa Cecilia, de Gounod, el director cierra el carácter místico de su personaje).


Historia de mi muerte (Història de la meva mort, 2013) de Albert Serra.

“Es una miseria el saber que alguien no se lamenta después de su muerte”.
(Giacomo Casanova)

Siglo XVIII. Casanova (Vincenç Altaió) inicia un último viaje junto a su nuevo sirviente (Lluís Serrat) que lo lleva hasta la inhóspita región de los Cárpatos, donde habita Drácula (Eliseu Huertas).


El siglo dieciocho o Siglo de las Luces, supuso un fuerte desarrollo del racionalismo, el espíritu crítico, el anticlericalismo y la idea de la búsqueda de la felicidad como objetivo primordial a la hora de organizar la sociedad. Fue el siglo de los ilustrados Voltaire, Montesquieu o Rousseau, entre otros. Y también el de Giacomo Casanova, nuestro protagonista, quien personifica (al menos en esta película) los valores de la Ilustración europea. Frente a este movimiento cultural e intelectual, surge a finales de la centuria otro movimiento no menos importante: el Romanticismo. Los románticos anteponen los sentimientos a la razón, y la subjetividad del yo interior a la objetividad de la nueva ciencia. Història de la meva mort, del inclasificable director gerundense Albert Serra, cuenta de un modo más simbólico que narrativo el tránsito de una época a otra; el progresivo paso de la luz a las tinieblas, a través de dos personajes a caballo entre el mito y la realidad como son Casanova y Drácula. El filme se alzó con el Leopardo de Oro a la mejor película en el Festival Internacional de Cine de Locarno de 2013.


La particular propuesta de Serra, intencionadamente alejada de cualquier canon comercial, se mueve siempre sobre el impreciso filo que separa al tedio de la fascinación. Con un naturalismo visual cercano al del primer Herzog, la “trama” discurre a fuego lento, muy lento, avanzando desde el drama histórico hasta el relato fantástico con la aparición del personaje de Drácula. Una cámara casi inmóvil, con predominio de planos fijos de larga duración, retrata los hábitos cotidianos de un Casanova maduro y poco glamouroso (interpretado por el poeta y ensayista catalán Vincenç Altaió) al que vemos leer, comer, beber, tirar de anecdotario, fornicar y hasta cagar. Unos cuidados encuadres y la hermosa fotografía a base de luz natural al estilo Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick, otorgan al conjunto un carácter pictórico. El pintoresco dúo que conforman aquí Casanova y su orondo sirviente Pompeu, recuerda mucho a los Quijote y Sancho de Honor de Cavalleria, la obra con la que Serra se dio a conocer internacionalmente en 2006. De hecho, Pompeu y Sancho están interpretados por el mismo actor.


Historia de mi muerte, cuyo título alude irónicamente al de las memorias del propio Casanova (Historia de mi vida), requiere de un espectador paciente y predispuesto que sepa apreciar las cualidades de uno de los trabajos más singulares del cine español de los últimos años.


Las 10 mejores películas de los años 20. Lista de 2015.


1. La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d´Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer. Francia.




2. Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans, 1927), de F.W. Murnau. USA.




3. El gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), de Robert Wiene. Alemania.




4. Nosferatu el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), de F.W. Murnau. Alemania.




5. La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), de Charles Chaplin. USA.




6. El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, 1925), de Sergei M. Eisenstein. Unión Soviética.




7. El viento (The Wind, 1928), de Victor Sjöström. USA.




8. El maquinista de La General (The General, 1926), de Clyde Bruckman y Buster Keaton. USA.




9. Fausto (Faust: Eine deutsche Volkssage, 1926), de F.W. Murnau. Alemania.




10. Metrópolis (Metropolis, 1927), de Fritz Lang. Alemania.


Las 10 mejores películas de los años 30. Lista de 2015.


1. Luces de la ciudad (City Lights, 1931), de Charles Chaplin. USA.




2. La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935), de James Whale. USA.




3. M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931), de Fritz Lang. Alemania.




4. L´Atalante (ídem, 1934), de Jean Vigo. Francia.




5. Vampyr, la bruja vampiro (Vampyr, 1932), de Carl Theodor Dreyer. Alemania/Francia.




6. Alexánder Nevsky (Aleksandr Nevskiy, 1938), de Sergei M. Eisenstein. Unión Soviética.




7. Historia del último crisantemo (Zangiku monogatari, 1939), de Kenji Mizoguchi. Japón.




8. Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939), de Raoul Walsh. USA.




9. Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934), de Josef von Sternberg. USA.




10. La parada de los monstruos (Freaks, 1932), de Tod Browning. USA.