“Cualquier
preponderancia de la fantasía sobre la razón es un grado de locura”.
(Samuel
Johnson)
Galicia,
siglo XIX. Benito Freire (José Luis López Vázquez) es un humilde buhonero que sufre
ataques de epilepsia durante los que cree ser un hombre lobo y asesina a sus
víctimas.
Manuel
Blanco Romasanta fue un criminal español del siglo XIX, acusado de matar a
trece personas, que tras su captura declaró ser un lobishome (hombre lobo en gallego) a causa de la maldición de una
bruja. Su caso inspiró la novela El
bosque de Ancines, de Carlos Martínez-Barbeito, adaptada al cine por el
realizador bilbaíno Pedro Olea en El
bosque del lobo, una conseguida mezcla de drama psicológico y terror rural, que analiza el mito de la licantropía desde una perspectiva patológica (licantropía clínica). La
película se rodó en excelentes localizaciones exteriores de Santa Baia de Bolo,
Celanova, Verín y Tui, principalmente.
José
Luis López Vázquez, hasta entonces conocido por sus trabajos en el ámbito de la
comedia ligera, lleva a cabo una brillante interpretación como el atormentado
Benito Freire; a la vez verdugo y víctima, como el Hans Beckert de Peter Lorre
en M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931). El guión, escrito al alimón por
el propio Pedro Olea y Juan Antonio Porto, enfatiza el contexto de miseria, superstición y religiosidad de la época. Mediante una serie de flashbacks que salpican la narración, asistimos al origen de la patología
de Freire cuando era niño, acentuada por ese clima de ignorancia y creencias
irracionales de la región. Olea opta por el uso de una cámara nerviosa en los
ataques de Benito a sus víctimas cuando se adentra con ellas en el bosque,
subrayando así la tensión del momento.
La
cinta se beneficia de una muy buena ambientación, un competente reparto y de los mencionados exteriores naturales. En definitiva, un atípico clásico dentro de nuestra
cinematografía.
Una producción de la década de
los años veinte, muda y rebosante de sensaciones no podría haber pecado,
inicialmente, del empleo burdo de cualquier tipo de partitura, alma de este
tipo de películas. El filme en sí no portaba música alguna, fue Hans Erdmann el
compositor encargado de crear un trabajo que únicamente acompañaría a la
proyección en directo en el estreno de la película. Hoy día, por suerte,
podemos disfrutar de imagen y notas formando un todo. Quince primeros minutos
magníficos que cierran una introducción cuidada y global, con el empleo de los
graves para enfatizar el matiz siniestro de la historia y el contraste con el
romanticismo del matrimonio Hutter. Unos minutos que, siendo claramente
melódicos, no podrían haber asentado su vertiente terrorífica sino en los
mencionados graves de una orquesta que, regrabada la composición por la
Filarmónica de Brandemburgo, nos muestran (con toda la fuerza y matices que el
compositor quiso) la futura figura de Nosferatu… Su aparición, de lleno
presencia inmersa en una pieza exquisita de Erdmann, es ligera, nada
ostentosa…inteligente y cauta. La partitura finaliza este acto primero de forma
soberbia mediante la aplicación de una de las piezas más destacables del filme,
una marcha fúnebre a tiempo de vals pausado que, apoyada en la percusión,
sinceramente forma el alma del monstruo, próximo a crecer en la historia.
La
partitura de Hans Erdmann para ‘’Nosferatu’’ (que bebe claramente de la
tradición romántica clásica en la música), no resulta nada fácil para cualquier
inquieto de las composiciones para cine. La temática que trata, adjunta al
terror y la monstruosidad, no es descrita claramente mediante unas notas de tal
dibujo. El compositor, hábil, une a su melódica e importante parte romántica
(la del amor de Hutter por su lejana esposa) una atmósfera no del todo
turbadora y que, de haberlo sido, habría provocado un choque (con aquélla)
demasiado ruidoso. Intentando (y consiguiendo) paliar y amortiguar este
contraste, el músico alemán decide dar un cariz medio a sus fragmentos más
oscuros (incluso detallando instantes importantes sin demasiado espanto, como
el descubrimiento de las señales de la primera mordedura del monstruo, por
parte de Hutter). ¿Nos encontramos, entonces, ante una producción no tan
aterradora como siempre pareció? En absoluto. Agudizando la escucha, el
detalle y atendiendo a las múltiples facetas de un todo global, descubrimos la
importantísima función de lo que ya hemos mencionado: los graves de la orquesta.
El horror del vampiro es resumido en esta faceta de la música: interna,
siniestra, técnica e idealista (en espera del crescendo final). Podemos
comprobar esta teoría, que ahora me atrevo a presentar, en la escena en la que,
tras la primera noche en la residencia del conde, Thomas Hutter pasea y recorre
los lugares durante el día. Erdmann ofrece una visible claridad musical pero,
de fondo y escuchándose durante toda la secuencia de forma obstinada, suenan
las cuerdas graves. La orquesta melódica identifica a Hutter y el día; la
oscuridad de los graves: la presencia de Nosferatu, aún dormitando en su tumba
(igual sucede tras la secuencia de las intuiciones del matrimonio, ejemplo de
cómo el artista une los dos ámbitos de su música, cuando Thomas, alarmado por
los acontecimientos, descubre la tumba del monstruo por vez primera; ahora, el
artista ya no golpea y mantiene constante una nota de graves durante toda la
escena). Él siempre va a estar ahí, claramente en forma de horrorosa idea más
que de presencia descrita, que sucederá más adelante. Una opción brillantísima
por parte del compositor. Final del segundo acto.
El
tercer acto manifiesta una ebullición del compositor hacia el carácter
narrativo absoluto. Con la presencia de Nosferatu (como nuevo capitán del
barco) únicamente a final del fragmento, Erdmann ofrece una versión más clara y
pura del estilo romántico y, más concretamente, del post-romanticismo, con una
mezcla de melodía y detalles atonales que, realmente, comparte toda la
partitura. El final de acto es pletórico, un colofón grandioso a esta pequeña
sinfonía romántica con la presencia de la bestia y sus caracteres más oscuros y
graves.
Los
detalles cuasi-carnavalescos de la música son un aspecto crucial a estudiar. El
uso de la percusión y el xilófono en multitud de secuencias nos lleva a
plantearnos la cuestión antes suscitada: ¿realmente terror? La noción actual
del cine de este género y su expresión musical está muy fijada, incluso
inamovible, en un sector de notas histriónicas y efectos sensacionalistas. La
unión fija entre atonalidad (importante característica del post-romanticismo) y
la única figura deforme, casi ‘’carnavalesca’’, en toda la película, como es la
de Nosferatu, hace que el resultado de esta original fusión mantenga un nivel de
descripción absoluto en la partitura y eleve a lo más alto la dualidad
terror-teatralidad. El resultado, en toda su amplitud y significado artístico:
una auténtica y artística danza macabra.
Cuarto y quinto
actos: desenlace de la historia. Suponen la presencia final y aterradora del
vampiro. Su figura crece, por fin, y lo hace la música girando inteligentemente
hacia una crudeza definitiva, con el empleo (ahora ya constante) de la sección
de graves de una manera hasta poco pudorosa y dejando el sector narrativo de
lado, con lo que el xilófono y detalles percusivos desaparecen. Erdmann
desarrollará hasta el final el cuerpo verdaderamente romántico y funesto de su
obra, como usando pinceles que ofreciesen trazos bruscos y fuertes de un color
negruzco y opresor, atmósfera que Nosferatu adquiere y, él mismo, contagia.
Estos dos últimos actos descubren una estructura poderosa y llamativa, que
encumbrará a la composición hasta niveles altísimos. Tres partes, sin descanso
una tras otra, coincidentes con la historia. Primera: el artista abandona todo
matiz teatral y se centra en un dramatismo de absoluto horror, golpeando la
historia global con una claridad envidiable; segunda: el terror impregnado en
pantalla, a la muerte del monstruo, gira hacia un sentido romanticismo
idealista, unas notas que, si bien todos aguardamos su intenso tenebrismo en
tal instante, Erdmann (y, sin duda, el grandísimo director del metraje, F.W.
Murnau) planta sin temores con melodías incluso tristes, ¡mutiladas, junto a
Nosferatu, por la muerte eterna! Es el instante más importante de toda la obra,
no sólo musicalmente hablando. El Romanticismo, con mayúscula y como concepto
de lo filosófico, de lo terrible, del sufrimiento, de la soledad…, ha sido el
fin último de la historia (y así lo muestra el compositor). Tercera: la
secuencia final, con el matrimonio Hutter uniéndose y la pérdida de ella,
supone un golpe más a favor del Romanticismo comentado de la figura única del
vampiro, ya que las notas bajan en intensidad y no prestan mayor ayuda a una
secuencia que, siguiendo la lógica común, tendría que haberse adornado de la
mayor fuerza dramática posible. No es así. La lógica, en definitiva, no
funciona con las obras maestras en el Arte.
En definitiva, un
trabajo que en la actualidad recuperamos y que muestra cómo se trabaja, de
forma seria y estructural, con el único fin de un personaje, tan fuerte y
enigmático como la partitura en sí. De las mejores obras jamás compuestas para
el cine de aquella época.
“Una cabeza sin memoria
es como una fortaleza sin guarnición”.
(Napoleón
I Bonaparte)
1947.
Retirado en una pequeña granja del condado de Sussex, al sur de Inglaterra, el famoso detective
Sherlock Holmes (Ian McKellen), cumplidos ya los noventa y tres años, lucha
contra su alarmante falta de memoria tratando de recordar el último de sus casos. Su
única compañía la constituyen sus abejas, su ama de llaves (Laura Linney) y el
hijo de ésta (Milo Parker).
Casi
dos décadas después de la excelente Dioses
y monstruos (Gods and Monsters,
1998), el realizador Bill Condon y el actor Ian McKellen vuelven a colaborar en
Mr. Holmes, adaptación de la novela A Slight Trick of the Mind, del estadounidense Mitch
Cullin, que retoma al mítico personaje literario creado por Conan Doyle ya en
su etapa de ancianidad. El resultado es, a mi entender, bastante satisfactorio,
suponiendo un entrañable filme al que bien podría definirse como el “hermano
amable” de la citada Gods and Monsters: mucho más grave y patética en su retrato sobre la vejez que la obra que ahora nos
ocupa.
Mr. Holmes
comparte con Dioses y monstruos,
además de director y actor principal, temática (la vejez, el deterioro físico y
mental, la memoria, el paso del tiempo, la soledad) y prácticamente personajes:
el detective Sherlock Holmes en lugar del cineasta James Whale, dos
personalidades notorias venidas a menos que se encuentran en el último tramo de
sus respectivas existencias; la señora Munro en lugar de Hanna, ambas amas de
llaves; y el niño Roger en lugar de Clayton Boone, que, aunque adulto, en
realidad no dejaba de ser también otro niño atrapado en el cuerpo de un
jardinero fortachón. Redundando en el paralelismo entre las dos películas
(demasiado evidente como para obviarlo), tanto en una como en la otra los personajes
de Clayton/Roger sirven para que los de Whale/Holmes recuperen emociones y
sentimientos que creían perdidos y tomen verdadera conciencia de sí mismos para
actuar en consecuencia.
Hay
en la narración de Mr. Holmes tres
líneas temporales. Una principal, en tiempo presente, donde el viejo detective,
aquejado de lo que parece ser principio de alzheimer, trata de reconstruir, con
la inestimable ayuda del pequeño Roger, las piezas del puzzle de su último
caso, acaecido treinta años atrás, y que supone la segunda de las líneas
temporales mencionadas. La tercera, completamente prescindible en mi opinión,
se sitúa sólo unas semanas atrás con respecto a la principal, y en ella se muestra el viaje de Holmes a Japón para obtener una exótica planta con supuestas
propiedades medicinales.
La
cinta, de muy agradable visionado, se beneficia de una bonita fotografía, una
creíble reconstrucción de época y (lo mejor) una extraordinaria interpretación
de Sir Ian Mckellen. Su sola presencia en pantalla ya justifica que dediquemos
parte de nuestro tiempo a este delicioso filme.
Remake de la exquisita
‘’Nosferatu’’, de F.W. Murnau, del año 1922. Partiendo de esta premisa, tan
importante a la hora de ver la obra, hemos de centrar la atención en la opuesta
cara que la producción ha elegido para ‘’musicar’’ la vampírica historia. Popol
Vuh, sin tomar referencia alguna de la original (y sobresaliente) partitura
Hans Erdmann, fija su sello propio como banda musical pionera en el uso del
sintetizador y ejemplo visible de la música experimental centrada en la
naturaleza, el hecho divino y religioso en su sentido global. No podemos,
ahora, evitar dicha tendencia a la hora del estudio y comprensión del
‘’Nosferatu’’ que nos ocupa.
La
multitud de aspectos, detalles y estructuras que la composición de la creación
de 1922 presentaba son ahora, literalmente, golpeadas. El director, Werner
Herzog, como tal, sigue un patrón similar pero ‘’Vuh’’ se desvincula
drásticamente de él y se planta en la obra como el elemento clave que da un
sentido distinto a todo. Con una banda sonora minimalista, simple e idealista,
en absoluto narrativa, la banda ofrece ahora una idea del vampiro mucho más
elegante, abstracta y espiritual que la del pasado, arrolladoramente
teatralizada y opaca, poderosa y terrorífica desde el primer minuto, estuviera
en pantalla o no su imagen real. El ejemplo más claro lo vemos comparando las
dos secuencias en las que ambos monstruos aparecen por vez primera en su
castillo, a la llegada del aventurero esposo Jonathan Harker (Hutter en 1922)
para entregar los papeles de compra-venta de la nueva casa del conde. En
1922, Murnau usaba la partitura de
Erdmann para narrarlo todo (evidente en un cine mudo como el de entonces). La
figura de Nosferatu dependía absolutamente de la música. Ahora, Herzog olvida esto
y planta a la bestia en un silencio atronador, tras la escucha del
‘’Rheingold’’ de Richard Wagner como antesala al espeluznante encuentro que ya
conoce el espectador. Un sello, a esta secuencia, insuperable. Un detalle del
que, realmente, no participa la banda pero que, sin duda, estará a la altura en
los siguientes minutos. Sentada ya, definitivamente, la opción planteada en la
que la música juega un papel más abstracto y descriptivo de la idea genérica
del vampiro, su figura, su fuerza y su presencia, en este remake, no dejan
cabida a la música. La secuencia inmediata es otro ejemplo curioso: Harker se
corta con el cuchillo. En 1922, donde la partitura fijaba la figura de
Nosferatu, éste no sale apenas en primer plano durante el acercamiento hacia el
dedo ensangrentado y posterior amenaza al hombre; en 1979, donde la partitura
no suena, Nosferatu aparece en pantalla, pálido fijado su rostro en un momento
espectacularmente tratado. Vemos cómo, en una misma obra o idea, la música
puede jugar papeles tan diametralmente opuestos como interesantes, impregnando
así a la obra genérica de una vertiente distinta.
Teatralidad
y realismo; hipérbole y crudeza… Murnau y Herzog; Erdmann y Popol Vuh.
Conceptos bien asociados a cada una de las dos producciones, la primera vive de
la partitura y la segunda, cuya partitura vive del filme, la emplea para un más
firme concepto filosófico. La primera trataba la relación directa de pareja del
matrimonio como algo banal y más sentimental que romántico (atribuyendo este
concepto, ya al final y en una sucesión de estructura triple maravillosa de la
partitura, a la figura de Nosferatu) y la segunda, ya desde un inicio, deja de
lado el sentimentalismo social y abraza, con la oscuridad de las notas
sintetizadas, la idea suprema y metafísica de este atractivo concepto de vida,
ladeándolo sutilmente fuera de la pareja hacia la idealmente formada por el
monstruo y Lucy, la esposa.
Veinticinco
minutos de metraje permanece dormida la música, los mismos que en pantalla el
conde Drácula. Durante la estancia en el castillo, la composición no suena. El
vampiro forma toda estructura requerida, como venimos diciendo. Es emprender el
viaje en barco, desaparecer su imagen y de nuevo Herzog encomendar a ‘’Vuh’’ la
pintura de un paisaje dramático que se mueve, tan vivo como muerto, cercano a
las notas religiosas de una época medieval para dar paso, durante la estancia
del monstruo ya en tierra, al tono de unos matices melódicos finales cual
réquiem sintetizado y dramáticamente concebido, en absoluto estridente y sí
serio, firme y etéreo, como ha sido todo el cuadro que la música se ha dedicado
a describir.
En
definitiva, obra interesante por su arriesgada propuesta experimental sobre una
idea (la del vampiro) que portaba ya una partitura clásica sobresaliente en la
entrega de ‘’Nosferatu’’ de 1922. Equilibrada, uniforme y totalmente
descriptiva, le falta haber sido insertada y completada en los instantes
importantes en los que el director optó por piezas clásicas (incluido el final,
donde con el empleo del fragmento clásico ‘’Sanctus’’ de la Misa de santa
Cecilia, de Gounod, el director cierra el carácter místico de su personaje).
“Es una miseria el
saber que alguien no se lamenta después de su muerte”.
(Giacomo
Casanova)
Siglo
XVIII. Casanova (Vincenç
Altaió) inicia un último viaje junto a su nuevo sirviente (Lluís Serrat) que lo
lleva hasta la inhóspita región de los Cárpatos, donde habita Drácula (Eliseu
Huertas).
El
siglo dieciocho o Siglo de las Luces, supuso un fuerte desarrollo del
racionalismo, el espíritu crítico, el anticlericalismo y la idea de la búsqueda
de la felicidad como objetivo primordial a la hora de organizar la sociedad.
Fue el siglo de los ilustrados Voltaire, Montesquieu o Rousseau, entre otros. Y
también el de Giacomo Casanova, nuestro protagonista, quien personifica (al
menos en esta película) los valores de la Ilustración europea. Frente a este
movimiento cultural e intelectual, surge a finales de la centuria otro movimiento
no menos importante: el Romanticismo. Los románticos anteponen los sentimientos
a la razón, y la subjetividad del yo interior a la objetividad de la nueva
ciencia. Història de la meva mort,
del inclasificable director gerundense Albert Serra, cuenta de un modo más
simbólico que narrativo el tránsito de una época a otra; el progresivo paso de
la luz a las tinieblas, a través de dos personajes a caballo entre el mito y la
realidad como son Casanova y Drácula. El filme se alzó con el Leopardo de Oro a
la mejor película en el Festival Internacional de Cine de Locarno de 2013.
La
particular propuesta de Serra, intencionadamente alejada de cualquier canon
comercial, se mueve siempre sobre el impreciso filo que separa al tedio de la
fascinación. Con un naturalismo visual cercano al del primer Herzog, la “trama”
discurre a fuego lento, muy lento, avanzando desde el drama histórico hasta el
relato fantástico con la aparición del personaje de Drácula. Una cámara casi inmóvil,
con predominio de planos fijos de larga duración, retrata los hábitos
cotidianos de un Casanova maduro y poco glamouroso (interpretado por el poeta y
ensayista catalán Vincenç
Altaió) al que vemos leer, comer, beber, tirar de anecdotario, fornicar y hasta
cagar. Unos cuidados encuadres y la hermosa fotografía a base de luz natural al
estilo Barry Lyndon (1975), de
Stanley Kubrick, otorgan al conjunto un carácter pictórico. El pintoresco dúo
que conforman aquí Casanova y su orondo sirviente Pompeu, recuerda mucho a los
Quijote y Sancho de Honor de Cavalleria, la obra con la que Serra se dio a conocer internacionalmente en 2006. De
hecho, Pompeu y Sancho están interpretados por el mismo actor.
Historia de mi muerte,
cuyo título alude irónicamente al de las memorias del propio Casanova (Historia de mi vida), requiere de un
espectador paciente y predispuesto que sepa apreciar las cualidades de uno de
los trabajos más singulares del cine español de los últimos años.