Amelia
(Essie Davis), mujer que perdió a su marido en un accidente de tráfico, vive junto
con su hijo Samuel (Noah Wiseman), de siete años de edad. Todo transcurre en
sus vidas con aparente normalidad, hasta que el pequeño comienza a obsesionarse
con el monstruoso personaje de un cuento infantil.
The Babadook,
de la debutante Jennifer Kent, asimismo autora del guión, nos enseña que los
monstruos más terroríficos no habitan bajo la cama o en el interior del
armario, como pensábamos cuando éramos niños (como piensa Samuel, el niño
protagonista), sino en lo más profundo de nuestra mente, esperando la menor oportunidad
para asomar al mundo real e impregnarlo de amenazantes sombras. Si lo que se le
pide a un buen filme de terror es que infunda miedo a quien lo ve, entonces The Babadook lo consigue. Y además con
creces. Pero es que no sólo se limita a asustarnos, como podría hacerlo casi cualquier
otra película del género, también nos obliga a mirar hacia nuestros propios temores,
haciéndonos tomar conciencia de que quizá exista un “señor Babadook” en el
interior de todos nosotros, lo que la hace aún más inquietante. Ganadora del
Premio del Jurado y del Premio a la Mejor actriz en el Festival de Sitges de
2014.
La
realizadora australiana utiliza en su trama elementos que remiten a diversos
clásicos del género como Pesadilla en Elm
Street (A Nightmare on Elm Street,
1984), de Wes Craven, El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick,
o El exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin. Necesita poco para crear
una eficaz cinta de terror psicológico: básicamente dos personajes, una vieja
casa y un cuento infantil desplegable con siniestras ilustraciones. La
descripción psicológica de los protagonistas (marcados ambos por la trágica
muerte del cabeza de familia), la atmósfera pesadillesca y la ambigüedad del
discurso hacen el resto. Sin obviar el acierto que ha supuesto el diseño del
monstruo, una mezcla entre King Diamond y el Cesare de El gabinete del Dr. Caligari (Das
Cabinet des Dr. Caligari, 1920) que apunta a icono del género (atentos a
los disfraces del próximo Halloween), y la aterradora interpretación de Essie
Davis. A Kent, eso sí, se le puede reprochar la abrupta evolución psicológica
del personaje de la madre (sólo justificada en caso de posesión) y un exceso de
parafernalia efectista que empaña el tramo final de la película.
Con
todo, The Babadook ofrece una hora y
media de terror puro, intenso y asfixiante, del que hacía mucho tiempo no disfrutábamos en
una sala de cine. Cien por cien recomendable.
Drama de época y
partitura del mismo calibre para decorar todo tipo de ambientes y detalles de
la Inglaterra del siglo XIX. La música de Patrick Doyle se centra absolutamente
en el ámbito de la imagen y apenas nada en el del argumento. El inicio del
filme así nos lo indica: títulos iniciales y primeras y breves secuencias
marcadas por el tema principal del compositor. Posteriormente, varios minutos
sin aparecer para ya, centrada algo la historia, iniciar sus cuadros delicados
y de gran calidad en los que, evidentemente, sí podremos encontrar lazos
importantes con la historia en sí.
La primera media hora de metraje nos
va presentando ideas y todas ellas muy sugerentes. Nos percatamos que la música
juega la única función, en pantalla, de aparecer para describir paseos entre
parajes preciosos y apoyo a secuencias, pero va mucho más allá. No va a narrar,
ni dirá lo que ocurre o fuera a acontecer. Se adentra en el ‘’más allá’’ de la
película, en el fondo de la historia (que ya cuenta con su excelente
tratamiento de personajes y momentos para avanzar y desarrollar argumento). La
estructura de la partitura es lineal, siempre, nunca presentará cambio de
intensidad. Curioso. Esto, aparte de su exquisita y elegante función
descriptiva, nos lleva a pensar en la composición como un elemento crucial;
pero, ¿en qué sentido? Cuatro son las mujeres, personajes principales de la
obra, en las que tenemos que fijar el contenido del artista: la madre y Elinor
(hermana mayor), que reflejan la quietud, la sensatez, elegancia y tristeza;
Marianne y Margaret (la niña), ambas mucho más enérgicas, vitales y pasionales.
La partitura representa el término medio del comportamiento de las cuatro,
resumido en dos personalidades, la tranquila y triste y la impetuosa y
enérgica. La música nunca llega a tocar ninguna de las dos lindes, de forma
inteligente, y se decanta por el término medio de ambos comportamientos
condensándolos en el carácter melancólico que todas tienen. Interesantísimo.
Apunto de culminar
la primera mitad de la historia, vemos una secuencia delicadamente hermosa y un
ejemplo del papel de la música como punto de unión de todos los comportamientos
y sentimientos de los personajes, ahora ya incluso alcanzando a los varones que
cortejan a las damas. La escena se inicia con Elinor sentada en su cama,
recordando el amor pasado y lejano de Edward y rápidamente se suceden planos
varios que atan rostros, pareceres, sentimientos e historias distintas, pero
todas ellas con ese tono de melancolía y nunca pasión. Como hemos dicho, la
partitura no se decanta por ninguna de las dos tendencias extremas que
representan las mujeres.
La trama avanza en
sentido uniforme. El compositor escocés va desarrollando su trabajo, como hemos
comentado, en esa misma orientación y con una calidad de composición clásica
brillante. Nos encontramos a mitad de la década de los noventa y la música de
cine alcanza niveles altísimos. Son los años del mejor Doyle, enseñándonos en
la mayor parte de sus creaciones ese jugo romántico y clasicista que siempre ha
tenido. La partitura para Sentido y sensibilidad podría ser, sin problema,
el ejemplo a seguir de esta tendencia tan bien ejecutada y que, por desgracia,
el paso del tiempo y las nuevas tecnologías han hecho que se perdiera en la
siempre exquisita batuta de un grande de la música para la gran pantalla.
Llegamos a otra
secuencia importante. La alocada y enamoradiza Marianne descubre el engaño de
Willoughby durante la celebración de un baile multitudinario. Las piezas
musicales que suenan son de Doyle, detalle a aplaudir por parte del director
Ang Lee quien, siguiendo la fácil y cómoda tendencia de los directores de cine,
podría haber aplicado a este momento una música ya conocida y no de partirura
original. Pero no, la secuencia transcurre abrazada de forma elitista, elegante
y única por dos danzas del artista mientras el drama personal sucede. ¿Por qué
no refleja la música el desazón de la joven? ¿A qué fin mantiene ese tono frío
de las danzas clásicas? Muy sencillo: si fijamos la atención en la escena, la
actitud de la joven no sorprende; lo hace, sin duda, la frialdad de él, de
Willoughby, al verla, manteniéndose distante, seco y ostentoso
(precisamente…¡como la música!). La partitura no apoya la imagen, no suena para
los bailarines incluso (aunque resulte incomprensible este comentario): el
compositor está describiendo la forma de actuar de él. Atendamos a lo
siguiente: si las notas fueran tensas, tristes, inquietas (como podría ocurrir
en una forma de composición lógica), el artista daría a conocer el sentir de la
mujer. Lo verdaderamente sorprendente es la postura del hombre, con lo que
director y compositor prefieren mostrar su distancia y frialdad. Una curiosa
postura dentro de la música para el séptimo arte y aplicada a una escena
arriesgada que ejecutan, ambos, con maestría indudable. A mi entender,
imprescindible trabajo de secuencia para cualquier persona ávida de
conocimientos musicales y artísticos relacionados con el cine.
Patrick Doyle.
Nos adentramos de
lleno en la segunda parte; importante la marcha de la joven Marianne, ella
sola, en su paseo bajo la lluvia. Rápidamente captamos el cambio de la historia
y, si bien la fotografía y los propios actores lo muestran, es la partitura la
que gira bruscamente para reflejo directo de la nueva intención: Doyle comienza
la secuencia adentrándose en los diálogos iniciales, cosa que antes nunca hizo
(si nos damos cuenta, en infinidad de ocasiones es él quien presenta los
episodios en su inicio y poco tarda en dejar de sonar para dar paso a los
nutridos diálogos). Además, la estructura de la pieza varía y se hace
notablemente obscura y amenazante, siempre guardando la unidad con el
clasicismo y elegancia imperantes pero, de forma estudiada y voluntaria,
narrando por primera vez un episodio de la trama. Se cambian ritmos e
intenciones. El contraste es evidente. Afianzado por la partitura, la dulce y
cuidada historia inicia el cambio, próximo el desenlace.
La poesía recitada
por Marianne bajo la lluvia, previo romanticismo a su enfermedad (y que va a
suponer el pico máximo y breve del cambio mencionado), es apoyada por el
compositor con una dulzura exquisita. Ocasión propicia al exceso musical.
Cualquier tipología de dupla director-compositor habría optado por tal camino y
así conseguir en el espectador una emoción sin igual. No es así; el instante es
tremendamente cuidado por ambos y la partitura, como ya hemos indicado antes,
nunca se excede. La belleza con la que Doyle compone y la imagen devastadora de
la joven son la encarnación del romanticismo filosófico absoluto (curiosamente
viniendo de unos comportamientos bastante remilgados, permítaseme la expresión,
de todos los personajes del filme). A mi juicio, tanto musical como
fílmicamente hablando, el momento con más trascendencia intelectual.
El desenlace final
es de un dominio total del compositor sobre la historia. Su labor, cautelosa y
educada, como resulta todo en Sentido y sensibilidad, cambia. Es el momento
de, como he dicho, modificar la orientación y dar un último golpe a esta gran
obra de Ang Lee: el sentido musical termina; comienza la sensibilidad. Una
escena arrolladora de Elinor al conocer los sentimientos de Edward para con
ella lanza un final que, desde nuestro ámbito musical, no presenta carencia
alguna. Es más…: insuperable.
Concluyendo, nos
encontramos ante uno de los compositores más clásicos y exquisitos del panorama
actual y una pieza que roza los límites de la obra de arte. Una partitura para
orquesta con momentos de gran estudio y otros de emociones (los finales)
bellísimos. Un ejemplo de cómo componer para cine.
“Es extraña la ligereza
con que los malvados creen que todo les saldrá bien”.
(Victor
Hugo)
Septiembre
de 1980. Dos policías, Juan (Javier Gutiérrez) y Pedro (Raúl Arévalo), de
diferente orientación ideológica, llegan a un remoto pueblo andaluz, ubicado
junto a las marismas del Guadalquivir, para investigar la desaparición de dos
hermanas adolescentes.
Sólido
thriller patrio que, bajo la aparente
envoltura de un relato criminal convencional, ahonda de manera muy sutil en las
desigualdades sociales y las confrontaciones ideológicas de los primeros años
de democracia en España. Uno de sus dos intérpretes principales, un
sorprendentemente convincente Javier Gutiérrez, recibió la Concha de Plata al Mejor actor durante el Festival
Internacional de Cine de San Sebastián de 2014, certamen en el que el filme que
nos ocupa también se alzó con el Premio del Jurado a la Mejor fotografía.
La
película posee una atmósfera sórdida y sofocante, al estilo Zodiac (ídem, 2007), de David Fincher, o
Prisioneros (Prisoners, 2013), de Denis Villeneuve, gracias a la gran dirección
de fotografía de Álex Catalán. El realizador sevillano Alberto Rodríguez (Grupo 7), imprime nervio a una narración
que nunca se precipita, suministrando adecuadamente los momentos de tensión (con
un último tercio de metraje magnífico), y tomándose el tiempo necesario para
una buena descripción de personajes y ambientes. Lo único que se le puede
achacar a su trabajo, es el uso reiterativo y, a mi juicio, innecesario de
planos cenitales (en su mayoría fotografías aéreas retocadas digitalmente) con
los que se pretende mostrar la singularidad paisajística de las marismas del
Guadalquivir. No obstante, más allá de esa conseguida plasmación atmosférica y de
su efectividad narrativa, lo que hace verdaderamente interesante a La isla mínima es el dibujo de sus dos
personajes principales: los policías Juan y Pedro. Cada uno tiene su ideología
política, en representación de las tradicionales dos Españas (la de derechas y
la de izquierdas), pero las diferencias iniciales entre ambos terminan por
difuminarse en el transcurso de la investigación. No olvidemos que la acción se
desarrolla durante unos días de septiembre de 1980, tan sólo dos años después de la aprobación de
la Constitución de 1978, un período convulso en lo social, lo económico y lo
político (como el de ahora), en donde las bases del Estado democrático y de derecho
aún no se habían consolidado (pocos meses después, en febrero de 1981, se
produciría el fallido intento de golpe de Estado encabezado por el teniente
coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero).
Ejercicio
cinematográfico estimulante, en definitiva, con el que se demuestra que, también
en nuestro país, y siguiendo al sabio refranero popular, “las cosas bien hechas, bien parecen”.
“Jamás
desesperes, aun estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes
negras cae agua limpia y fecundante”.
(Miguel
de Unamuno)
Antonio
Ricci (Lamberto Maggiorani), casado y padre de dos hijos, es un desempleado de
la Roma de posguerra al que le ofrecen un empleo para fijar carteles. Sin
embargo, para ejercerlo necesita una bicicleta, y él empeñó la suya por
necesidad tiempo atrás.
Ladri di biciclette
constituye, al menos en mi opinión, un buen ejemplo de película que debe su
prestigio más a su carácter de obra fundacional que a sus virtudes
estrictamente cinematográficas. Sin duda se trata de un trabajo entrañable, emotivo,
desgarrador en ocasiones y muy representativo dentro del movimiento
neorrealista italiano (André Bazin la consideraba “cine en estado puro” por ser una historia sencilla, con personajes
sencillos, rodada en localizaciones reales y con actores no profesionales),
aunque su condición de clásico no debe impedirnos advertir también sus
limitaciones y carencias.
La
obra se abre con una multitud que se dirige agolpada a la oficina de desempleo
del barrio. El funcionario de turno, papel en mano, se dispone a citar los
nombres de aquellos afortunados que han sido seleccionados para desempeñar un
trabajo. Antonio Ricci, nuestro protagonista, es uno de ellos. La oferta
consiste en fijar carteles de películas por las calles de Roma. El único
requisito imprescindible es estar en disposición de una bicicleta. Antonio
duda. Necesita el empleo como nadie, pero sabe que empeñó su bicicleta hace un
tiempo para poder dar de comer a su familia. Tras vacilar unos instantes,
acepta; no le queda otra. Ahora toca recuperar la bicicleta. Su mujer, María
(Lianella Carell), decide empeñar las sábanas de la cama para rescatar al viejo
vehículo de dos ruedas que acumula polvo en un Monte di Pietá (uno de tantos en la Italia de la época). Una vez
recuperado, Antonio, con la misma ilusión de un niño que estrena zapatos (él
estrena uniforme), comienza a trabajar. Para su desgracia, y la de los suyos, mientras
fija en un muro el cartel de Ryta Hayworth Gilda,
un malandrín le roba la bicicleta y echa a correr sin que le pueda dar alcance.
El resto del filme, algo plano en su desarrollo, narra la desesperada odisea de
Antonio y de su hijo Bruno (Enzo Staiola) para encontrar la bicicleta pateándose
las calles de Roma. Lo mejor de Ladrón de
bicicletas es precisamente la descripción que hace de esa relación entre
padre e hijo. Llena de gestos de complicidad, emoción, humor y no exenta de algún
que otro enfrentamiento.
De
Sica, en otro de los grandes aciertos de la cinta, y apoyado en la sobria y
cuasi documental fotografía en blanco y negro de Carlo Montuori, utiliza a la
perfección los escenarios reales de las deprimidas calles de la Roma de posguerra, otorgando a su película una autenticidad que debió sobrecoger bastante a
los espectadores de su tiempo. Hoy en día ya no impresiona tal aspereza visual,
ni su realista retrato de la pobreza extrema, pero sigue destacando como un ejercicio de
veracidad cinematográfica de primera línea.
“Da igual. Prueba otra
vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
(Samuel
Beckett)
Andrew
Neyman (Miles Teller) es un joven y ambicioso baterista de jazz que se esfuerza
por mejorar cada día. Tras verlo durante un ensayo, Terence Fletcher (J.K.
Simmons), el profesor más déspota del prestigioso conservatorio Shaffer, decide
enrolarlo en su banda.
Intenso
drama sobre la enfermiza obsesión de un joven dispuesto a derramar sangre,
sudor y lágrimas (literalmente) con tal de convertirse en una leyenda del jazz
a la altura de un Buddy Rich o un Charlie Parker. El título de la película (latigazo
en español) alude al nombre de una composición del famoso saxofonista estadounidense
Hank Levy, la cual escuchamos a modo de leitmotiv
en varios momentos del metraje. El joven realizador Damien Chazelle, amante del
jazz, consiguió financiación para el proyecto a partir del exitoso estreno en
el Festival de Sundance de 2013, de un cortometraje suyo en el que se reproducía
un extracto del guión original del filme que nos ocupa.
Grosso
modo, Whiplash es la historia de dos
locos unidos por una misma y única pasión: la música; y más concretamente el
jazz. Por un lado tenemos a Andrew, quien, a falta de una madre, que lo
abandonó cuando era un bebé, ha crecido junto con su padre y con un par de
baquetas en las manos. Posee talento, perseverancia y espíritu de sacrificio. Aparta
de su camino todo aquello que le pueda suponer una distracción de su objetivo. Que
alcance el éxito es sólo una cuestión de tiempo. Por el otro tenemos al
profesor Fletcher, un psicópata hijo de puta cuyo principal método de enseñanza
no es otro que el de infundir temor a sus alumnos. No duda en humillarlos y
maltratarlos si a cambio obtiene lo mejor de ellos. Su vehemencia recuerda en
ocasiones a la del sargento Hartman de La
chaqueta metálica (Full Metal Jacket,
1987), de Stanley Kubrick. Ambos personajes están magníficamente interpretados,
en especial el segundo, un J.K. Simmons para el recuerdo; si bien es cierto que
el dibujo de su personaje resulta algo exagerado.
Pero
lo mejor de Whiplash, al menos desde
mi punto de vista, es su tensión narrativa (máxima en ese “duelo” final sobre el
escenario entre profesor y alumno). Chazelle ha sabido dotar a su película de trepidante
pulso, gracias, en parte, al brillante montaje de Tom Cross.
Un
buen guión, pese a no ser demasiado original, una buena realización y unos buenos personajes. Tan fácil (y difícil)
como eso. Muy superior a la media.
“No,
el éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que a los alpinistas, que
se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? Bajar, o tratar de
bajar discretamente, con la mayor dignidad posible”.
(Gabriel
García Márquez)
Tras
alcanzar el estrellato interpretando a un superhéroe para la gran pantalla
durante la década de los noventa, Riggan Thomson (Michael Keaton) es ahora un
actor en decadencia que trata de revitalizar su carrera en Broadway con la adaptación de una obra de Raymond Carver.
Artificiosa
e irritante. Hueca y ampulosa. La última película del realizador mexicano
Alejandro González Iñárritu (Amores
perros, 21 gramos, Biutiful) constituye un dechado de
formalismo vacuo en pos del lucimiento personal del camarógrafo Emmanuel
Lubezki. El virtuosismo injustificado, el que es fruto del capricho y no se
sustenta sobre una buena base argumental, no hace sino acentuar la falta de
ideas y contenido. Iñárritu, como su compatriota Alfonso Cuarón en la también
sobrevalorada Gravity (ídem, 2013), ha
buscado el elogio complaciente obviando que algunos espectadores tenemos la
manía de rascar bajo la superficie para ver si tras ésta se esconde algo. Y siento
decir que no es el caso. Porque, lo pinten como lo pinten, y digan lo que
digan, Birdman no deja de ser otro
filme más acerca del fracaso que, no pocas veces, sigue la estela del efímero
éxito.
La
cinta está rodada en un solo (y falso) plano secuencia. En realidad, se trata
de una concatenación de planos secuencia en la que se “camuflan” los cortes
entre uno y otro para transmitir la sensación de ser uno solo. Un gran plano
secuencia. Nada novedoso. Alfred Hitchcock ya hizo algo similar y sin trucos de
ordenador en La soga (Rope, 1948). Si bien es cierto que
dichos planos están muy bien planificados y ejecutados, tanta floritura en
movimiento termina por convertirse en un mareante ejercicio de onanismo visual más
propio de un trabajo de fin de carrera que de un cineasta consolidado. Michael
Keaton (lo mejor de la película) interpreta brillantemente al ídolo caído que
intenta sobreponerse al peso del personaje que lo hizo famoso. Un personaje, el
de Birdman, que lo atormenta a modo de esquizofrénica conciencia que le habla
en los momentos de mayor abatimiento. La primera vez que vemos el demacrado
rostro de Riggan, frente a un espejo en el interior de su camerino, la sombra
de Birdman aparece tras él en forma de póster vigilante. Creo que se trata del
plano más significativo y valioso de todo el metraje. Después llegan los
tópicos sobre el mundo del cine y el teatro en tono de tragicomedia: divismo, frivolidad, intereses, lucha
de egos, temor a las críticas, miedo a fracasar de nuevo, etc. Icluso se alude
(faltaría más) a los problemas familiares que la fama mal llevada causó al
protagonista principal: divorciado, semialcohólico y con una hija (Emma Stone)
con la que no mantiene una relación especialmente fluida. Junto a Keaton, el
resto del reparto raya, asimismo, a una gran altura, destacando al siempre
estupendo Edward Norton.
Pero
lo peor de Birdman es, al margen de
sus desmesuradas pretensiones, la risoria y “peterpanesca” secuencia en la que
Riggan, creyéndose su antiguo personaje, sobrevuela las calles de Nueva York en
uno de sus frecuentes delirios de grandeza birdmaniana.
La delicadeza como bandera del
drama. La partitura de La lista de Schindler deambula durante pocos
instantes por entre los amasijos trágicos de la historia, incluso se separa de
la intención de participar de lleno en ella, bien narrando o bien describiendo
situaciones. Sucederá en un par de ocasiones, que más tarde mencionaremos,
secuencias clave, no ya en el devenir del argumento sino, más bien, en la
sensación transmitida por ellas dentro del cuerpo global de la obra (al tiempo
que cuentan, esta vez sí, lo que vemos en pantalla). Serán las dos cumbres de
la composición, temas magistrales que, junto a la no menor grandeza del resto,
guardarán siempre una línea equilibrada con la pretensión casi única de
transmitir sentimientos.
El primer tercio de metraje
posiciona la tragedia. Williams aparece un par de veces y siempre tras algún
suceso importante, ya sea el inicio de la andadura de Schindler en su negocio o
el apurado rescate de su secretario de un vagón de judíos. Tras el clímax de
estos dos momentos suena la partitura y lo hace delicada, siempre
manteniendo el llanto de la desgracia
que viene y, por tanto, apoyando la imagen del pueblo judío en contraposición a
la música incidental que ha empleado el director hasta ahora, que describe el
mundo alemán del lujo y la vida cómoda con temas tradicionales y clásicos. Nada
de excesos, ningún aspaviento del gran compositor y sí la inteligencia de dos
artistas en pro de la desgracia que se quiere transmitir.
La llegada de las primeras matanzas
en masa, en el gueto de Cracovia, responde directamente a las preguntas que, durante ya más de una
hora de cinta, nos hacemos: ¿cuándo tomará Williams el mando de los
acontecimientos? ¿Cómo será la narración que el genio estadounidense hará sobre
alguno de los asesinatos? ¿Qué grado de intensidad y cuál será la forma de sus
temas basados en la acción? Absolutamente nada de esto va a ocurrir. Director y
compositor han tomado la decisión arriesgada de no describir ni narrar ningún
episodio trascendental del filme. Como digo, arriesgado. Entonces, ¿cuál es la
función de la música en La lista de Schindler? Desde el comienzo mantiene
una línea idéntica, sin florituras, sin excentricidades e inyectando
directamente su figura en un personaje: Itzhak Stern. Resultará sorprendente mi
afirmación, pero así es. La partitura se dispara, sutilmente, hacia dos blancos
directos: el mencionado personaje y, por otro lado, la situación de la sociedad
actual con respecto a aquellos años. La explicación es muy sencilla a la par
que su decisión acertadísima. Ningún personaje representa como Stern la
posición intermedia entre el desvalido mundo judío y el prepotente ámbito
alemán. Él se encuentra en un término medio, ni en la acción ni en la
pasividad. Mas su comportamiento, mezcla de toda esta confusión intermedia,
refleja un pensamiento constante, una idea proyectada más allá de la realidad
que vive (nos percatamos de todo esto en seguida de ver sus gestos,
movimientos, palabras o formas). Es una figura que vive pero que siente la
trascendencia de todo lo que va a ocurrir. Por otro lado, la situación de la
sociedad de hoy en día respecto a aquellos momentos es clara y rotunda, unánime
y, tras presenciar la catástrofe y recordarla, triste. Las notas de Williams no
se paran a contarnos nada, sencillamente lo recuerdan. Y lo hacen con tanta
dulzura que su ligereza hace llorar. Ni siquiera la aparición de la conocida secuencia
de la niña del abrigo rojo deambulando entre balas y muertes, con su inocencia
expuesta a la miseria de las armas, es descrita o narrada por la partitura. El
artista se limita, hábilmente, a introducir los coros infantiles a su
composición y mantener la misma cruda (y tierna a la vez) orientación de
siempre. El tema que oímos no cuenta nada, repito; sólo nos dice: la niña murió.
La mitad de la producción acoge una
secuencia escalofriante y, no obstante, enternecedora. Evidentemente hablamos
de varios sucesos en uno, la combinación de una de las matanzas más frías con
la exposición, por vez primera, de la bondad y buena intención de Schindler al
indicar a Stern los nombres de los padres de una mujer que previamente visitó
su despacho, suplicándoselo. Tras los disparos y la sangre y la discusión entre
Stern y Schindler, éste pronuncia los nombres del matrimonio y John Williams
aparece, tras muchos minutos agazapado, con su primer toque de guitarra,
entonando el tema principal del filme. Exquisito. La guitarra es un instrumento
del pueblo y, precisamente, Schindler comienza la ayuda para con él. La música
pretende lo que explicamos, son intenciones nada complejas y muy directas y
marcadas y su grado de consecución es máximo, sublime y de la mano de uno de
los genios actuales del Arte. Williams, embriagador maestro de la composición y
los arreglos, ralentiza su visión de la música hasta hacerla blanca frente al
negro intenso de la sangre que sale de las cabezas de los judíos. El contraste
que provocan sus notas junto a la barbarie que se enseña es sobrecogedor e
intensísimo.
La partitura nos prepara una grata
sorpresa; breve y repentina surge la composición más ‘’mortífera’’ de la obra,
reflejo del nuevo giro, si cabe otro, aún más trágico que se produce: la
búsqueda e incineración de los cadáveres previamente enterrados. El suceso,
corto, es incluido de forma ligera pero firme en la historia y así suena el
‘’Réquiem’’ que Williams compone para la ocasión, una pieza coral que estremece
el momento y consigue el pico de dramatismo de todo el filme y de la
composición por sí misma y que compartirá con un episodio inmediato. Ha sido
una especie de reclamo al presente, a lo que vemos, una llamada, a través de la
música, de que está ocurriendo lo que se ve y no recordando lo que pasó.
Pequeños guiños que se escapan de la idea del conjunto pero que, meditada,
consigue aumentar el ritmo lineal del resto de las piezas compuestas. Es el
inicio del último tercio de filme y Williams vira ligeramente hacia los matices
más tensos hasta ahora ofrecidos. La incineración de los cadáveres es el punto
de partida del pequeño cambio y, seguidamente, la conversación ‘’de despedida’’
(que hará pensar seriamente a Schindler) con su amigo Stern. Esto nos adentra
en la oscuridad más auténtica de la obra y da de lleno con el otro instante
mencionado, clímax dramático y, a juicio de quien esto escribe, uno de los
momentos cinematográficos más desgarradores de la historia del séptimo arte. No
es conseguido (permítaseme esta opinión) por la imagen, ni el color, ni los
ángulos de cámara o las acciones planteadas, no; todo lo acaricia terriblemente
el trágico violín de Itzhak Perlman que se basta por sí solo para dibujar un
horror que debiera ser recordado a niveles máximos en la música para la gran
pantalla. Se trata de la entrada de las mujeres a las duchas del campamento de
Auschwitz. Si nos damos cuenta, estamos en el desenlace de la obra. Director y
compositor, hábilmente, han ofrecido pequeñas gotas de dramatismo real entre
numerosas muestras de apesadumbrada nostalgia. Ahora es el momento de golpear
argumento y espectador con la sutileza que John Williams, sólo él, es capaz de
disfrazar en forma de tragedia directa. El compositor, por fin, narra
absolutamente lo que estamos viendo y lo hace, precisamente, con los
acontecimientos finales.
John Willliams.
En definitiva, hemos presenciado la
evolución de una de las partituras más exquisitas que existen en función de la
historia que se quiere contar. Excelente visión del artista distribuida con
delicadeza en las dos vertientes anunciadas: la nostálgica, que parece dominar el
argumento por completo y la dramática, que astutamente el artista ensambla en
la parte final de la obra con un resultado sorprendente. La unidad de la banda
sonora no puede cuestionarse, su calidad compositiva está fuera de toda duda y
la aplicación a la imagen, sin grietas. Concluyendo: una de las más grandes
creaciones para la música de cine de toda la historia.
“En la guerra como en
el amor, para acabar es necesario verse de cerca”.
(Napoleón
Bonaparte)
Abril
de 1945, Segunda Guerra Mundial. Un pelotón militar estadounidense encabezado
por el veterano sargento Don “Wardaddy” Collier (Brad Pitt), atraviesa
territorio alemán a la espera de la finalización del conflicto. A bordo del
carro de combate “FURY”, además del
citado sargento, van otros cuatro soldados: Boyd “Bible” Swan (Shia
LaBeouf), Trini “Gordo” García (Michael Peña), Grady “Coon-Ass” Travis (Jon
Bernthal) y Norman Ellison (Logan Lerman).
Aunque
pueda parecer algo lejano, en realidad no hace tanto tiempo que los campos de
media Europa estaban atestados de cadáveres, pedazos humanos, ceniza y ruina
material. La Segunda Guerra Mundial, el conflicto bélico más sangriento de la
historia, produjo entre cincuenta y setenta millones de muertos. Una cifra
escandalosa que nos define (y no precisamente bien) como especie. En Abril de
1945, la guerra estaba ya decidida en favor de los Aliados. Tropas
estadounidenses y soviéticas avanzaban por suelo alemán acabando con los
últimos focos de resistencia nazi. Hitler, refugiado en su búnker, terminaría
suicidándose junto a sus acólitos más fieles el último día de ese mismo mes. En
este contexto histórico se ubica Corazones
de acero, del especialista en thrillers
de acción David Ayer (Vidas al límite,
Dueños de la calle, Sin tregua), la enésima incursión de
Hollywood en la guerra más cinematográfica de todos los tiempos.
La
trama gravita en torno a la tópica relación intergeneracional que se establece
entre el sargento Don Collier y el jovencísimo y recién llegado Norman Ellison.
El primero, que lleva combatiendo a los alemanes desde comienzos de la guerra,
está de vuelta de todo. Es un tipo estricto, valiente, capaz y con un alto
sentido de la responsabilidad. Entiende que su deber es el de matar enemigos y
punto. No se cuestiona el porqué: sólo le preocupa el cómo. Ello no le impide
conservar ciertos códigos éticos ajenos a muchos de sus compañeros. El segundo,
en cambio, no ha combatido nunca. Es un simple mecanógrafo al que matar le
plantea serios problemas de conciencia. La guerra le supone un auténtico suplicio. Como
se puede observar, se trata de un tipo de relación bastante trillada. Y el
director, también guionista, no aporta ninguna novedad. El guión es pobre y reiterativo, el desarrollo resulta previsible, el
tratamiento dramático peca de convencional, y los personajes no van más allá
del mero estereotipo. Con todo, la película, bien facturada, se sigue con
agrado; y en ella encontramos buenos momentos de acción bélica, destacando el tenso
enfrentamiento a campo abierto entre el tanque de los protagonistas (casi un
personaje más de la trama) y un poderoso carro de combate alemán.
El
reparto cumple, con un solvente y maduro Brad Pitt a la cabeza cuya
interpretación recuerda a algunas de las que John Wayne ofreció en los westerns de John Ford.
No
pasará a la historia del género, pero sirve para pasar el rato.