“Hacer versos malos
depara más felicidad que leer los versos más bellos”.
(Hermann
Hesse)
Mija
(Jeong-hie Yun), de sesenta y seis años de edad, cuida de su problemático nieto
adolescente, del que su madre parece haberse desentendido. Además, trabaja como
sirvienta de un anciano con problemas de movilidad. Pese a las malas pasadas
que le juega su memoria (padece principio de alzheimer), decide apuntarse a un
taller de literatura para aprender a escribir poesía.
Hermoso
ejercicio cinematográfico el que nos ofrece el realizador surcoreano Lee
Chang-dong en Shi, una película que,
al margen de tratar temas más o menos evidentes como la vejez, la enfermedad,
la creación literaria o las diferencias intergeneracionales, aborda, por encima
de cualquier otra cosa, la búsqueda de la belleza (a través de la poesía en
este caso) como único medio al alcance del ser humano para afrontar/soportar
los reveses de la vida. Lee Chang-dong obtuvo el premio al Mejor guión en la
edición del Festival de Cannes de 2010.
En
la primera clase del taller de literatura al que acude Mija, el profesor, un
poeta local, les dice a sus alumnos que si quieren aprender a escribir poesía,
primero deben aprender a mirar. Esta enseñanza puede extrapolarse al ámbito del
cine. O, al menos, al de un tipo de cine en concreto. Un cine más sereno y
contemplativo en el que se adscribe el filme que nos ocupa. Poesía sólo gustará a aquellos
espectadores que saben mirar. Del mismo modo que la propia Mija se detiene ante
un árbol, unas flores o un melocotón aplastado, apuntando palabras y
reflexiones en una pequeña libreta, el espectador también debe fijar su mirada
en los pequeños detalles que aparecen en la pantalla. En ellos reside la
belleza de la cinta, de la vida en sí, su poesía; y a ellos se aferra la
protagonista, atormentada por el recuerdo de una adolescente que se ha
suicidado, para sobrellevar su dolor. ¿Acaso no es la evasión una de las
principales funciones del arte? Cuando escribimos, leemos un libro, escuchamos
música, vemos una película o visitamos un museo, ¿no estamos, en cierto modo, huyendo
de las carencias de nuestra existencia? ¿No buscamos en esos actos cotidianos y
simples la belleza? (la gran belleza que diría el Jep Gambardella de La grande bellezza, de Paolo
Sorrentino).
La veterana Jeong-hie Yun realiza un trabajo
interpretativo extraordinario, veraz, desgarrador, inmenso. Resulta imposible no empatizar con
su entrañable personaje, una mujer bondadosa y trabajadora, de apariencia
siempre impecable, incapaz de entender que haya mal en el mundo (no concibe que
una adolescente pueda llegar a quitarse la vida). Su emotivo poema final, en
memoria de la joven fallecida, supone un acto de dolorosa aceptación de la
realidad.
Inolvidable.