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Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) de Jacques Tourneur.


Betsy (Frances Dee) es una joven enfermera que viaja hasta San Sebastián, una recóndita isla ubicada en las Antillas. Allí ha sido contratada por un rico terrateniente llamado Paul Holland (Tom Conway), para que cuide de su esposa Jessica (Christine Gordon), que padece una extraña enfermedad mental. En la villa también habita Wesley (James Ellison), hermano menor de Paul, con el que éste mantiene una tensa relación por un hecho del pasado.


Misteriosa y poética película, una de las cimas del cine de Tourneur y ejemplar exponente de las producciones de Serie B alumbradas por la RKO y Val Lewton durante la década de los cuarenta.

I Walked with a Zombie nos introduce en un enigmático y primitivo mundo en el que la ciencia aún parece plegarse a la superstición, un mundo cuyos dioses todavía descienden a la tierra ante la llamada de tambores y cánticos rituales, un mundo en donde lo inexplicable se hace posible por el mero hecho de que no necesita rendir cuentas a la razón.


Resulta difícil olvidar algunos de los momentos que conforman este extraordinario y singular filme: el encuentro inicial entre Betsy y Paul en la cubierta de un barco que navega sobre aguas plateadas a la luz de las estrellas, la exaltada primera toma de contacto de la enfermera con su nueva paciente o, muy especialmente, el hipnótico paseo nocturno de ambas a través de altas cañas de azúcar mecidas por un cálido viento.

La sensible y reflexiva voz en off de la protagonista, guía al espectador a lo largo de un relato ambiguo dirigido con suma elegancia y sutileza por parte del autor de Retorno al pasado, quien deja nuevamente constancia de su maestría en el tratamiento de las sombras y en la captación de atmósferas turbadoras y amenazantes.

En el apartado actoral, sobresalen el refinamiento de Tom Conway (el "George Sanders" de las B Movies), la frágil delicadeza de Frances Dee y la evanescente presencia de la ¿zombie? Christine Gordon.


Qué gusto produce volver de cuando en cuando a estas viejas películas faltas de pretensiones y sobradas de inspiración. Magnífica. 

La invención de Hugo (Hugo, 2011) de Martin Scorsese.


París, años 30. Hugo Cabret (Asa Butterfield) es un niño huérfano que vive oculto en el interior de una estación ferroviaria, en donde se dedica a arreglar relojes. Su única compañía es un viejo autómata estropeado que le recuerda a los tiempos de feliz convivencia junto a su padre. Allí conocerá a un apesadumbrado juguetero (Ben Kingsley) y a su ahijada Isabelle (Chloë Grace Moretz), una chica amante de la literatura. 


En Hugo, adaptación de la exitosa novela infantil de Brian Selznick, Martin Scorsese rinde un sentido, que no inspirado, homenaje a los orígenes del cine en general y a la figura de Georges Méliès en particular. El autor de Taxi driver reivindica el cine como fantasía evasiva, ilusión y fábrica de sueños; tal y como en su momento lo hicieron Albert Lamorisse, Segundo de Chomón o el mismo Méliès entre otros. 

El filme destaca (y engaña) por su deslumbrante envoltorio visual: extraordinario diseño de producción, deliciosa fotografía y agradable banda sonora. No obstante, si el lector me permite establecer un paralelismo con la propia película, diría que La invención de Hugo es como el autómata que en ella aparece: una maravilla técnica y mecánica que no termina de funcionar debido a su carácter hueco y artificial.


Al menos servirá para que los más jóvenes entren en contacto, que buena falta les hace, con los inicios del cinematógrafo y con personalidades fundacionales como el citado director de Viaje a la luna, los hermanos Lumière, Edwin S. Porter, D. W. Griffith, Harold Lloyd, Buster Keaton, Douglas Fairbanks, G. W. Pabst o Charles Chaplin. Por lo demás, se trata de una obra completamente impersonal (nadie acertaría a señalar que es una cinta de Scorsese de no ser porque su nombre aparece en los títulos de crédito), carente de un ritmo equilibrado, falta de verdadera fuerza emocional, con caracteres sin interés, vínculos argumentales que resultan forzados y más de un subrayado. Mención aparte merece la insoportable, chirriante y totalmente innecesaria presencia del personaje de Sacha Baron Cohen.
Algunos la han definido como una carta de amor al cine, pero no creo que haya mayor demostración de amor hacia el séptimo arte que la que supone la realización de grandes películas, y, definitivamente, La invención de Hugo no lo es.


Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947) de Robert Rossen.


Antes de afrontar el combate por la defensa de su título de campeón del mundo, Charley Davis (John Garfield), que debe decidir acerca de una importante cuestión que le atormenta, recuerda cómo pasó de ser un don nadie a convertirse en un afamado y exitoso boxeador.


Inolvidable cinta del no lo suficientemente valorado Robert Rossen, quien logra con esta imponente y soberbia obra maestra, uno de los retratos más lúcidos y amargos jamás realizados sobre el casi siempre sórdido submundo del boxeo; un espacio habitado por sanguijuelas, ratas y alimañas de la más baja condición, que no dudan en corromper el alma y la dignidad humanas con tal de satisfacer sus ansias de dinero y poder.


El arranque del filme constituye un brillante ejemplo de lo que un director debe conseguir durante los primeros minutos de una película: atraer el interés y la curiosidad del espectador. ¿Quién es Ben, cuyo nombre exclama Charley mientras despierta de una sudorosa y terrible pesadilla? ¿Por qué la madre (Anne Revere) y la que parece haber sido novia (Lilli Palmer) del protagonista, se muestran disgustadas con él cuando va a visitarlas a su humilde apartamento? ¿De qué conoce Charley a la sensual joven (Hazel Brooks) que ejerce como cantante en un local nocturno, y de la que requiere sus favores sexuales? ¿De dónde ha salido ese tipo siniestro y sin escrúpulos (Lloyd Gough) que recuerda al púgil que debe dejarse perder tal y como han convenido? La respuesta a todas estas preguntas planteadas al comienzo de la obra, se encontrará en el extenso (abarca casi todo el metraje) y ejemplar flashback que el personaje principal rememora mientras permanece tumbado en la camilla del vestuario, en los momentos previos al inicio de la pelea.

La narración es magnífica, dada la habilidad con la que se utilizan un buen número de recursos cinematográficos: el prodigioso montaje, las sobreimpresiones y fundidos encadenados con los que se condensa la progresión temporal en determinados momentos de la trama, o el empleo de patines por parte de los operadores de cámara con el fin de dotar de una  mayor sensación de veracidad e inmediatez, al portentoso combate final que, a buen seguro, debió inspirar a Scorsese para su Toro salvaje.


Contribuyen a redondear el trabajo, la excelente y asfixiante fotografía plagada de claroscuros de James Wong Howe, además de la notable labor desempeñada por todo el reparto. Con mención especial para John Garfield, un espléndido actor cuya carrera fue bruscamente frenada por los caprichos del macarthismo.


Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) de Pier Paolo Pasolini.


República de Saló, 1944-45, durante la ocupación nazi-fascista. Varios jóvenes de ambos sexos son secuestrados y conducidos por militares a un apartado palacete en donde serán sometidos a todo tipo de abusos, vejaciones y torturas por parte de cuatro señores de ideología libertina y fascista. 


A lo largo de la historia del cine, encontramos una serie de películas cuya fama se debe más a la polémica que suscitaron en el momento de su estreno que a sus valores puramente cinematográficos. Tal es el caso de Salò o le 120 giornate di Sodoma, el último trabajo del siempre controvertido Pier Paolo Pasolini, quien sería asesinado poco después de terminar la filmación en circunstancias aún no aclaradas.

 El filme supone una adaptación libre de Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela del libertinaje, novela escrita por el marqués de Sade mientras permanecía encerrado en la prisión de la Bastilla. Pasolini traslada la acción a la República Social Italiana o República de Saló, estado creado por Benito Mussolini en el norte de Italia a finales de la Segunda Guerra Mundial.


Se trata de una especie de alegoría moral y política, que nos advierte acerca de los peligros derivados del ejercicio de un poder absoluto. No hay peros con respecto a su interesante qué (punzante crítica a los totalitarismos), el problema se centra en el cómo: atroz, repugnante, nauseabundo y de dudoso tratamiento ético (muchos de los actores que interpretaban a las “víctimas” eran menores de edad). Es ahí donde Pasolini rebasa ciertos límites que no deberían ser justificados en nombre de ningún arte.

La cinta se estructura en cuatro capítulos o círculos (como el infierno de Dante): Anteinfierno, Círculo de las Manías, Círculo de la Mierda y Círculo de la Sangre. El primero se limita a mostrarnos la captación y selección de los jóvenes, mientras que los otros tres comparten líneas de desarrollo muy similares, alternando las pervertidas narraciones de unas prostitutas con la puesta en práctica de lo que en ellas se relata por parte de los señores. La obra culmina con la aberrante orgía de violencia final, un macabro cóctel de lenguas cortadas, glandes y pezones quemados, cabelleras arrancadas, ojos extirpados y brutales violaciones. Acompaña tan “sutil” pasaje, el Veris leta facies del Carmina Burana de Carl Orff, obra que, a juicio Pasolini, exaltaba los valores del fascismo.


Al margen de la controversia, la película destaca por su sobriedad estética y narrativa, por sus reflexiones acerca de la naturaleza del poder y la crueldad humana, y por constituir, no es broma, la quintaesencia de la sempiterna fijación anal del autor de Accattone.

Sólo apta para cinéfilos curados de espanto.

Toro salvaje (Raging Bull, 1980) de Martin Scorsese.


“Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: ‘Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador’. Les respondió: ‘Si es un pecador; no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo’”.
(Juan IX, 24-26)

Se narra la escalada profesional hacia el éxito y posterior caída del boxeador Jake LaMotta (Robert De Niro), campeón mundial de los pesos medios.


Virtuoso y brutal ejercicio fílmico que constituye el que quizá sea el trabajo más brillante de la carrera del gran Martin Scorsese. La película cuenta con un espléndido guión, basado en la autobiografía del propio LaMotta, cuyo principal artífice fue el atormentado y también realizador Paul Schrader, responsable de los textos de los filmes de mayor calado moral y existencial del autor de Uno de los nuestros.

Scorsese sublima desde la forma, el ya típico esquema con eje narrativo articulado en torno al ascenso/fama/decadencia del protagonista principal; y lo hace mediante una puesta en escena portentosa y rica en detalles, que se eleva hasta niveles extraordinarios gracias a la soberbia fotografía en blanco y negro de Michael Chapman.


Teniendo en cuenta las adscripciones ideológicas del dúo Scorsese-Schrader, católico el primero y calvinista el segundo, no podemos obviar la lectura ético-religiosa del relato en su tránsito desde el infierno del pecado hasta la luz de la redención (la cita bíblica final es muy elocuente al respecto). La progresiva degradación conductual y física de LaMotta, convertido en un animal, encontrará penitencia en la soledad y expiación en el reconocimiento interior de los errores cometidos.

A la excelencia visual de la cinta, hay que sumar una admirable destreza narrativa. Valga de ejemplo el pasaje en el que se alternan combates de LaMotta con filmaciones caseras en color, mostrando de forma paralela la evolución de su vida profesional y privada. Magistral.

La planificación y ejecución de las secuencias de combate, algunas de las cuales aparecen envueltas en un denso y sofocante vapor, es simplemente impresionante. Uno puede sentir con ellas la crudeza de cada golpe y el dolor de cada herida abierta. Un verdadero hito de la técnica cinematográfica.


Robert De Niro, que sometió su cuerpo a una espectacular transformación que incluía engordar veintisiete kilos, realiza una performance excepcional. A su lado también brilla Joe Pesci y no desentona la guapa Cathy Moriarty.

En definitiva, Raging Bull sigue siendo una de las piezas clave del cine norteamericano moderno y la ineludible cumbre del subgénero boxístico junto con Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947) de Robert Rossen.


El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, 1974) de Luis Buñuel.


Sucesión de historias dispares entrelazadas por algún personaje que conecta unas con otras: un oficial de las tropas napoleónicas entra la catedral de Toledo, donde da un beso a la escultura de doña Elvira de Castañeda y después profana su tumba; un hombre que padece insomnio, ve pasar cada noche por su dormitorio a todo tipo de animales y personajes; una enfermera que viaja para visitar a su padre enfermo, se hospeda en un hotel rural en el que se topa con un grupo de monjes carmelitas aficionados al juego y al alcohol, una pareja de sadomasoquistas y un adolescente que pretende conseguir los favores sexuales de su tía; un profesor trata de dar una clase de antropología a unos gendarmes bastante traviesos; un prefecto de policía recibe la llamada de su hermana muerta, que quiere que la vaya a visitar al panteón familiar... 


Le fantôme de la liberté es, atendiendo a mi criterio, uno de los filmes más autocomplacientes y menos satisfactorios de la brillantísima carrera del maestro aragonés. Seguramente se trate de su obra más surrealista desde La edad de oro (L'âge d'or, 1930), pero lo que en aquella eran imágenes imperecederas de una provocación desconcertante, se convierten ahora en un conjunto de viñetas inconexas que alternan lo burdo con lo inteligente en su siempre absurda concepción.


Con respecto al título de la película, algunos han señalado que podría tratarse de un guiño del autor, reconocido izquierdista, a una de las más famosas frases del Manifiesto Comunista (1848) de Karl Marx: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. Sin embargo, es más probable que con él quisiera aludir a la imposibilidad de que el artista cinematográfico pudiese crear de manera absolutamente libre.

En su deslavazada composición, la cinta toca muchos de los temas que más interesaban al autor de Viridiana: el sexo, la religión, la crítica a las convenciones sociales, la muerte… tratados con su habitual y característico sentido del humor irreverente y socarrón, aunque con menos originalidad e inspiración que en otras ocasiones.


A pesar de su irregularidad, el filme posee destellos del mejor Buñuel. Un buen ejemplo de lo que digo sería la primera historia, basada en El beso de Gustavo Adolfo Bécquer, en la que el propio cineasta, ataviado con hábito de monje y emulando al cuadro de Goya Los fusilamientos del 3 de mayo (cuadro que servía de fondo a los títulos de crédito iniciales), es fusilado junto a otros miembros de la resistencia española. ¿Nos está anticipando Buñuel con su ejecución, la del director, el carácter arbitrario y sin control al que se encamina el resto de la película? Juzguen ustedes mismos.

Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978) de Ingmar Bergman.


Charlotte (Ingrid Bergman), famosa concertista de piano, es invitada por su hija Eva (Liv Ullmann), a la que no ve desde hace siete años, a pasar unos días junto a ella y su marido Viktor (Halvar Björk) en la vicaría rural en la que residen. Allí también se encuentra Helena (Lena Nyman), hija menor de Charlotte, quien padece una grave enfermedad degenerativa. 


Este crudo y desalentador drama de cámara, constituye una de las obras esenciales de madurez del cineasta sueco, que vuelve a mostrar su inigualable talento a la hora de diseccionar todo aquello que conforma el lado más insoportable y amargo de la existencia humana.

A partir de una destructiva relación materno-filial (antológico duelo interpretativo entre Bergman y Ullmann), el autor de Los comulgantes profundiza en temas como el aislamiento emocional del artista, la incapacidad de amar de algunas personas, el resentimiento, la enfermedad o la muerte.


Como siempre en Bergman, el retrato psicológico de los personajes es de una profundidad hiriente: Eva es apocada, débil y llena de complejos como consecuencia de la falta de atención que su madre, casi siempre de gira, le prestó durante la infancia. Su carácter contrasta con el de Charlotte, una mujer de éxito, segura de sí misma (al menos al principio) y extremadamente fría. Sus personalidades opuestas quedan perfectamente plasmadas en la escena en la que las dos tocan, de un modo muy diferente, el preludio Op. 28  nº 2 de Chopin (esta escena también supone un breve pero brillante análisis del carácter y la sensibilidad del compositor polaco). La convivencia entre ambas, servirá para que salgan a la luz los, hasta entonces soterrados, odios y rencores que se han ido incubando a lo largo de los años. 

La puesta en escena se caracteriza por su sobriedad y falta de adornos, destacando la melancólica belleza de los flashbacks que remiten a la atormentada infancia de Eva, en los que Bergman, con la inestimable colaboración del director de fotografía Sven Nykvist, demuestra su maestría en la composición de cada plano.


Höstsonaten es un filme altamente recomendable para cualquier buen cinéfilo; imprescindible si se es admirador del universo bergmaniano.

Apocalypto (ídem, 2006) de Mel Gibson.


Siglo XVI. La pacífica vida de una pequeña tribu de cazadores de la península de Yucatán, se ve violentamente interrumpida con la llegada de los mayas, que tras saquear e incendiar la aldea, capturan a varios de sus miembros para utilizarlos en sacrificios rituales. Uno de esos prisioneros es el joven Garra de Jaguar (Rudy Youngblood).


El filósofo inglés Thomas Hobbes, fue quien popularizó durante el siglo XVII la locución latina homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre) en su obra Leviatán. Consideraba que el individuo, en su estado de naturaleza (previo a la constitución de la sociedad), era un ser egoísta y malicioso que tendía a enfrentarse con sus semejantes. Tales enfrentamientos hubieran conducido de manera irremediable a la destrucción de la humanidad, de no ser porque el hombre, en un momento determinado de su historia, decide crear la sociedad a través de un acuerdo (el contrato social) en el que entrega todos y cada uno de sus derechos a una autoridad fuerte que garantice su seguridad. Este pensamiento debe ser entendido como una defensa del absolutismo imperante en la época.

En Apocalypto, el mejor de sus trabajos, Gibson retoma la concepción hobbesiana al presentar a una cultura, la maya, que ejerce un dominio sobre su entorno a través del uso de la violencia. Su descripción del período histórico es brutal e hiperrealista, consiguiendo una película poderosa y devastadora que no alcanza mayor categoría por culpa de los torpes trazos de humor grueso de los que hace gala en sus primeros minutos.


El filme se abre con una cita del historiador estadounidense W. Durant que dice así: “Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro”. Hay quien, acertadamente, ha visto en esta frase y en el posterior desarrollo de la cinta, una especie de advertencia hacia la política imperialista de los Estados Unidos, acentuada tras los atentados del 11-M.

Apocalypto, vocablo griego que significa algo así como “revelación”, retrata el final de una era y el comienzo de otra a través del enfrentamiento entre culturas con diferentes  grados de desarrollo. Evidentemente, los mayas se encuentran en un estadio de evolución social y tecnológica mucho más avanzado que el de los pueblos de su alrededor, lo que les permite someterlos con la misma facilidad con la que después ellos mismos serán sometidos por una cultura aún más avanzada. En comparación con la tribu de cazadores-recolectores a la que pertenece el protagonista, la civilización maya parece estar varios pasos por delante, como lo demuestran sus impresionantes construcciones arquitectónicas y la estratificación de su sociedad, donde la división y especialización del trabajo es ya un hecho. Todo esto aparece perfectamente reflejado en la obra de Gibson, sobre todo en el magistral pasaje en el que Garra de Jaguar y otros miembros de su tribu, son trasladados desde su poblado hasta la urbe maya (los signos de civilización se van evidenciando de manera gradual conforme se acercan a la capital).


El controvertido autor de La pasión de Cristo, a quien se le pueden achacar muchas cosas pero que es uno de los más eficientes narradores del cine actual, otorga a su película un ritmo impecable; trepidante en un tramo final que no da lugar al respiro. La cinta se filmó en formato digital, utilizando cámaras de alta definición Genesis que permiten captar mejor la luz natural y dotan de una mayor sensación de velocidad a las secuencias de persecución.

Protagonizada por actores no profesionales y rodada íntegramente en dialecto maya yucateco, Apocalypto, pese a plegarse al efectismo y a ciertos clichés hollywoodienses, se muestra como un sólido y notable filme histórico de aventuras. 

Dos personas (Två människor, 1945) de Carl Theodor Dreyer.


“La distancia entre el teatro y el cine viene dada por la diferencia entre representar y ser”.
(Carl Th. Dreyer)

El doctor Arne Lundell (Georg Rydeberg), acaba de publicar una brillante tesis que le granjeará prestigio internacional. Sin embargo, es acusado de plagio por parte de un colega de la universidad, el profesor Sander (Gabriel Alw). Marianne (Wanda Rothgardt), esposa de Arne, apoya a su marido infundiéndole ánimos, incluso cuando llega la noticia de que Sander ha sido asesinado y él es uno de los principales sospechosos.


Två människor es una de las obras menos (re)conocidas del maestro danés, algo a lo que contribuyó el propio cineasta, que siempre renegó (injustamente a mi entender) de ella. Fue un encargo que recibió desde Suecia y adapta una pieza teatral de W.O. Somin.

En lugar de tratar de disimular el origen teatral de la obra, Dreyer la enriquece con los recursos propios del cine (montaje, multiplicidad de planos, movimientos de la cámara, iluminación, juego campo/fuera de campo…), yendo mucho más allá del mero teatro filmado mediante la sublimación de una precisa y sobria puesta en escena. Como resultado obtiene un magistral Kammerspielfilm (respeto por las unidades clásicas de tiempo, lugar y acción) impregnado de la sensibilidad, profundidad y espiritualidad habituales en el autor de Gertrud.


La película se inicia con una serie de sobreimpresiones y fundidos encadenados que alternan, con incesante ritmo, notas de prensa con planos detalle de instrumental de laboratorio. A través de esas notas, las cuales se hacen eco de la polémica suscitada entre Lundell y Sander, el director nos introduce de lleno en la historia. Inmediatamente después, nos vemos trasladados al apartamento del matrimonio Lundell en Estocolmo, del que ya no saldremos durante los poco más de setenta minutos que dura el metraje del filme, a excepción hecha de un breve flashback que resultará esencial para la resolución del relato. Las informaciones que llegan a través de la radio y los periódicos, y que clarifican los avances llevados a cabo en la investigación del asesinato, harán avanzar una trama que irá ganando en complejidad y tensión con el transcurrir de los minutos.


Secretos revelados, inesperados giros, martirologio femenino (cómo no en Dreyer) y sobre todo amor, mucho amor, culminarán en uno de los finales más trágicos y hermosos de toda la filmografía dreyeriana.

Take Shelter (ídem, 2011) de Jeff Nichols.


Curtis (Michael Shannon) es un operario que mantiene una existencia normal junto a su esposa Samantha (Jessica Chastain) y su hija Hannah (Tova Stewart), sordomuda y de unos seis años, en una pequeña localidad rural del estado de Ohio. Atormentado por una serie de terribles y apocalípticas pesadillas, comenzará a obsesionarse con la idea de construir un refugio para tornados que proteja a su familia. 


En los últimos años pocas películas norteamericanas me han impresionado y sorprendido tanto como Take Shelter, segundo trabajo del jovencísimo director Jeff Nichols, también autor del guión, tras la más que estimable Shotgun Stories (2007).

Aunque el filme haya sido vendido como si fuese un thriller sobrenatural a lo M. Night Shyamalan, algo a lo que juega durante parte de su metraje, se trata, en realidad, de un sobrecogedor drama psicológico que ahonda, como pocas obras coetáneas, en los miedos atávicos que aún acucian al hombre moderno; al mismo tiempo que muestra, de un modo angustioso y desasosegante, cercano a David Lynch, el proceso de descomposición de una mente frágil abocada al abismo de la locura.


La cinta posee una narración serena y equilibrada, introduciendo adecuadamente y de manera progresiva aquellos elementos que harán que la tensión y la inquietud del relato vayan in crescendo. El efectismo, del que afortunadamente no se abusa, se limita a las secuencias oníricas, lo que, en cierto modo, redime y hasta justifica su inclusión en pos de una mayor clarificación del estado mental del protagonista. Por otro lado, no estoy de acuerdo con aquellos que han criticado el epílogo, ya que, aunque parece tramposo en el sentido de que cambia el punto de vista de lo que hasta ahora se ha venido contando, realmente no hace otra cosa que no sea confirmarlo.

Take Shelter debe parte de su notable intensidad dramática a la gran labor realizada por sus dos actores principales: Michael Shannon está simplemente genial, bordando con su aspecto enajenado y atribulado a un personaje sumamente complejo; mientras que la angelical y etérea Jessica Chastain, confirma  nuevamente que nos encontramos ante una de las más interesantes actrices de su generación.


La atmosférica banda sonora de David Wingo, contribuye a acentuar el clima de desazón que embriaga a toda la película. 

Enigmática, soberbia, turbadora y extrañamente hermosa. Así es Take Shelter, una auténtica joya indie que harían mal en dejar escapar.


El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, 1967) de Roman Polanski.


El profesor Abronsius (Jack MacGowran) y su joven discípulo Alfred (Roman Polanski), viajan hasta una remota aldea de Transilvania con el objetivo de confirmar sus teorías sobre el vampirismo. 


Brillante, divertido e inteligente filme que parodia los títulos de vampiros que por entonces tenían un gran éxito en Europa de la mano de la productora Hammer. El genio malicioso e irrepetible de Polanski, logró con Dance of the Vampires, equilibrar a la perfección el tono humorístico del relato con una extraordinaria y lúgubre plasmación gótica del mismo.

Bajo su apariencia de comedia negra, la película esconde uno de los más rigurosos tratados relativos al vampirismo legados por el cine; de modo que tras su visionado, el espectador sabrá todo lo que tiene que saber acerca de estos monstruosos a la par que fascinantes seres: su necesidad de alimentarse de sangre para prolongar sus longevas existencias; el hecho de que sólo pueden deambular por la noche, lo que les obliga a descansar en ataúdes durante el día; su invisibilidad ante los espejos o cualquier otro objeto que desempeñe una función similar; el rechazo que les producen los ajos y los símbolos religiosos; su temor hacia una estaca de madera bien afilada…


El autor de La semilla del diablo, vuelve a dejar constancia de su maestría a la hora de captar atmósferas amenazantes, sublimando y embelesando la puesta en escena mediante el adecuado aprovechamiento de los excelentes decorados (el del castillo es de lo mejor que se ha visto en el género) y un sobresaliente trabajo de cámara. Con todo ello, la cinta consigue alumbrar algunos momentos imborrables: el descendente y levitante ataque del conde von Krolock (Ferdy Mayne) a Sarah (qué belleza tan perfecta la de la malograda Sharon Tate) mientras la joven disfruta de un baño caliente de espuma, el irónico final y, sobre todo, la alucinante secuencia del baile, en la que un grupo de aristocráticos y pútridos vampiros, ataviados con los restos de lo que otrora debieron ser elegantes galas, ven cómo su decadente y mortuoria danza, acaba siendo interrumpida por dos invitados que no esperaban.


En definitiva, espléndido filme que se disfruta visionado tras visionado, y que desde su estreno no ha perdido ni un solo ápice de su capacidad para hacernos reír. Eso sí, tengan mucho cuidado, no vaya a ser que entre carcajada y carcajada, surja de detrás de sus confortables sofás algún chupasangre dispuesto a dejarles marcado el cuello. 


Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu'da, 2011) de Nuri Bilge Ceylan.


Un grupo de hombres, entre los que se encuentran varios policías, soldados, un fiscal (Taner Birsel) y un médico forense (Muhammet Uzuner), se desplaza por la estepa de Anatolia en busca de un cadáver. Su guía es el principal sospechoso del asesinato (Firat Tanis).


El realizador turco Nuri Bilge Ceylan es uno de los cineastas más interesantes y personales de Oriente Próximo. Sin embargo, no acaba de dar el salto de calidad definitivo al ser todavía incapaz de equilibrar en sus películas el innegable talento visual que posee con argumentos verdaderamente sólidos que vayan más allá de vagas y difusas reflexiones existenciales. En Bir zamanlar Anadolu'da, su último trabajo, vuelve a dar muestras tanto de sus virtudes como de sus carencias, alternando momentos hipnóticos, de extraña y enigmática belleza, con otros bastante hueros y fastidiosos que terminan por lastrar el resultado final.

El filme, de argumento mínimo que se estira durante ciento cincuenta minutos de metraje, debe ser visto como una taciturna parábola acerca del estado de descomposición del mundo actual. Un mundo dominado por la muerte en el que, rara vez, lo hermoso aflora a la superficie.


La acción transcurre en unas cuantas horas (una noche y parte de la mañana siguiente) y se estructura en dos partes separadas por el hallazgo del cadáver. La primera es la más conseguida, aquella que recoge lo mejor del estilo Ceylan. En ella, destacan los impresionantes planos generales de una estepa nocturna, de cielo encapotado e iluminada únicamente por las luces de los automóviles; la agudeza con la que se captan los sonidos y movimientos de la naturaleza (uno de los muchos aspectos que el turco ha heredado de Tarkovsky); y la descripción progresiva de unos personajes que resultan muy cercanos, a pesar de que casi todos ocultan una intrahistoria que bien podría ser más atrayente que la que el director nos muestra de un modo explícito. Una vez descubierto el lugar en el que el cuerpo está enterrado, la cinta pierde buena parte de su interés, cayendo en la autocomplacencia y ofreciendo pasajes realmente exasperantes, a no ser que el espectador sea un aplicado estudiante de medicina forense.


Pese a algunos de los aspectos negativos señalados, el misterio y la magia que desprenden determinadas secuencias, y la gran labor de todo el reparto, hacen de Érase una vez en Anatolia una película ciertamente estimulante.