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Huir para encontrar.



Por Ricardo Pérez Quiñones
Artículo publicado en el número 179 de Febrero de 2010 de la revista Versión Original. Pags. 74-75. Para ver el original consulte la misma en http://fundacionrebross.org/




Nos encontramos en la ciudad de Kyoto, siglo XVIII. Osan (Kyôko Kagawa) está casada con el samurái Ishun (Eitarô Shindô), dueño de un próspero taller de papel en el que destaca por su habilidad el artesano empapelador Mohei (Kazuo Hasegawa). Un día llega al taller el hermano vividor de Osan, a la que pide dinero para saldar sus deudas; ésta, conocedora del carácter avaro de su marido,  reclama ayuda al empleado Mohei, que no duda en prestársela, desviando una pequeña suma del dinero de su señor en beneficio del hermano de su señora. La acción de Mohei es descubierta, por lo que resulta castigado. Osan, que sabe que la culpa es realmente suya, lo ayuda, pero un malentendido provocará que ambos parezcan amantes, por lo que se ven obligados a huir juntos.

A partir de una obra teatral de marionetas de Monzaemon Chikamatsu (el “Shakespeare” japonés), Mizoguchi crea una hermosa y trágica historia de amor adúltero. Relato  que se alimenta de los avatares de una huida en la que las dificultades con las que se encuentran los protagonistas, no harán sino fortalecer unos sentimientos nacidos de una ficticia transgresión de las normas sociales y morales que, paradójicamente, acabará por convertirse en real al someterse a la incomprensión y dictámenes de las mismas.

Los amantes crucificados (Chikamatsu monogatari, 1954) tal vez no sea la mejor obra de su autor, pero la sensibilidad en su tratamiento, así como la forma poética y serena en la que se nos narra esta historia de amores imposibles, la convierten en un filme esencial dentro de su filmografía.

El maestro japonés vuelve a denunciar el carácter patriarcal de la sociedad tradicional nipona, caldo de cultivo habitual para los sufrimientos y sacrificios femeninos que pueblan sus películas, extendidos aquí también hacia una figura masculina, no casualmente delicada y amanerada, que sobresale ante la necedad y estupidez vital de sus congéneres.


La huida se nos presenta como escenario de hallazgo, es al margen de las reglas de una sociedad represora donde florecen las más profundas y sentidas emociones. La belleza del medio natural (bosques de bambú, lagos, montañas…) actúa como articuladora en la unión de dos almas, como si el ser humano necesitara recuperar el paraíso perdido para encontrarse a sí mismo, que no es otra cosa que reconocerse en otro, descubrir en la similitud con el ser amado la armonía que nos conduce a la felicidad.

En la huida podemos distinguir dos partes; cuyo punto de inflexión sería la magistral secuencia del lago Biwa, ya que a partir de ésta, nuestros protagonistas ejercerán de aquello de lo que habían sido injustamente acusados. Es a bordo de una barcaza, en medio de la espesa niebla nocturna, donde Mohei declara su amor a Osan antes de que lleven a cabo el suicidio anteriormente planeado por ambos, suicidio que debería liberarles de las infames delaciones. Sin embargo, la sinceridad de dicha declaración, unida al afecto que Osan ya profesa a su fidelísimo empleado, desembocará en un apasionado abrazo, envuelto en susurros apenas audibles, que inicia la vehemente y funesta relación; una relación en la que la noción de fidelidad se nos muestra como esencial para su supervivencia-mantenimiento, ya que a lo largo del filme, los amantes huidos tendrán la oportunidad de salvarse a cambio de renunciar a la misma.


No deja de ser curioso, al mismo tiempo que revelador, que la fidelidad destaque en unos personajes que son perseguidos precisamente por habérsela saltado con anterioridad. Es la forma que tiene Mizoguchi de atacar cualquier tipo de lealtad sometida, siendo por tanto Los amantes crucificados un canto a la libertad amorosa, una libertad cuyo único señor es el sentimiento que emana de la más profunda de las franquezas. Dicha fidelidad resulta admirable en un relato lleno de traidores e ingratos, como el propio Ishun, que trata de lograr los favores sexuales de una de sus empleadas, y al que no le importa que su mujer le sea infiel, sino que sólo pretende que no se sepa para no poner en peligro su reputación (es un samurái), y por tanto, su negocio; como el chivato Isan, que delata a Mohei cuando éste intenta ayudar a Osan en el asunto de su hermano, además de acabar conspirando contra su propio señor para conseguir un puesto más elevado; o el padre de Mohei, en el que la fidelidad hacia su señor predominará sobre la fidelidad hacia su hijo, desvelando el escondite final de los amantes.

Toda esta suciedad moral de la mayor parte de los caracteres presentados, hace que el espectador se sienta identificado con el idealismo de los dos personajes principales, cuyo único delito es amarse en el seno de una sociedad en la que el adulterio femenino estaba penado con la muerte. En este sentido, en los primeros minutos de metraje asistimos a la crucifixión de una mujer casada y de su amante, acontecimiento que nos anticipa lo que ocurrirá al final.

El tema de la huida no es extraño en la obra de Mizoguchi, ya que lo encontramos en su filmografía prácticamente desde sus comienzos. Así ocurría en La canción del desfiladero de la montaña (Toge no uta, 1923) donde tras cometer un crimen, un hombre escapaba junto a una joven; El mundo de aquí abajo (Jin-Kyo, 1924) en la que un montañés huía con la mujer del hombre al que había asesinado; La mujer alegre (Kanraku no onna, 1924) protagonizada por un joven que roba el dinero del que su padre es responsable y se da a la fuga; la memorable Historia de los crisantemos tardíos (Zangiku monogatari, 1939) en la que un actor de kabuki huye con la nodriza de su hermano, al no aceptar sus padres dicha relación, o la fuga de los dos hermanos del campo de trabajo en el que estaban encerrados desde su infancia de la célebre El intendente Sansho (Sansho Dayu, 1954). También podríamos hacer referencia a huidas que no lo son en el sentido literal de la palabra, sino que más bien se trataría de fugas metafóricas cuyo objetivo es escapar de la cruda realidad, como ocurre en muchos de sus filmes sobre geishas, mujeres que encuentran en los prostíbulos su triste lugar de evasión.


Desde un punto de vista puramente formal, la gran fotografía en blanco y negro del siempre brillante Kazuo Miyagawa, envuelve una elegante puesta en escena en la que predominan la impavidez y el estatismo. No olvidemos que esta película es posterior a Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953), obra en la que Mizoguchi comienza a abandonar sus famosos y suntuosos planos secuencia como elementos estructuradores de su escritura cinematográfica, en beneficio de una mayor serenidad y calma producto de su madurez artística. No obstante, y a pesar de la reducción de la duración de las secuencias, el montaje sigue relegado a un papel de mero ensamblador, haciendo honor a esa afirmación de Donald Richie en la que consideraba a Mizoguchi como el director del “no montaje” frente a Ozu, en cuyo lenguaje el montaje adquiriría una importancia capital.

En el trabajo de los actores destaca la importancia que el director otorga al lenguaje corporal, resultando una mirada tímida, un gesto apenas insinuado, o el tono con el que se ejecuta un comentario, más explícito que el propio significado de las palabras que se pronuncian, algo que Mizoguchi, formado durante el período mudo al igual que otros grandes maestros nipones como Ozu o Naruse, sabe captar y plasmar con verdadera maestría.

La última secuencia de la película, aquella en la que los enamorados, atados espalda con espalda sobre un caballo, agarrados de la mano mientras los conducen a la muerte, es uno de los mayores triunfos que el cine ha dedicado al amor verdadero; no sienten miedo, son felices, sus rostros expresan tranquilidad, paz, sosiego… Y es que, pensémoslo durante un segundo, si nos dieran la oportunidad de elegir ¿acaso no querríamos morir junto al ser al que amamos?
















5 comentarios:

  1. No había reparado yo en estos artículos y me han encantado. Especialmente este, porque no he visto las películas que mencionas, y me he emocionado a medida que iba leyendo tu descripción de "Los amantes crucificados". ¡Lo que me he perdido, por no haber visto a Mizoguchi! Trataré de ponerle remedio.
    Ah! y pensando tu pregunta...por el ser amado, lo que sea, incluso morir, si las cosas se ponen tan drásticas.
    Un abrazo

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  2. Hola, selegna:
    Mizoguchi es un director imprescindible, pocos cineastas han retratado de un modo tan sublime el universo femenino. "Los amantes crucificados" es una joya a redescubrir, de una delicadeza y sensibilidad admirables. Creo que te gustará :).
    Un abrazo.

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  3. Hola, Ricardo: Ya ves que de nuevo estoy aquí, asomándome por todas las ventanitas! Es que se me habían acumulado los comentarios; pero trataré de dosificarlos. En "los amantes crucificados" no ocurre lo que en "nubes flotantes"; Mohei sí está dispuesto a cualquier cosa con tal de proteger a Osán y ella le corresponde de la misma forma, aunque pagan un precio muy alto por su amor; pero !Que hermoso! Me ha gustado mucho y he "disfrutado" viéndola. Acertaste.
    Un abrazo

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    1. Hola, selegna:
      Bueno, bueno, a este paso ya no te va a quedar nada que ver. Menudo nivelazo :). Me alegra que te haya gustado esta obra tan sensible y poco conocida de Mizoguchi. Te recomiendo "La emperatriz Yang Kwei-Fei".

      Un abrazo.

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  4. Pues, no se hable más; allá voy! Continuará...

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