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Fitzcarraldo (ídem, 1982) de Werner Herzog.

Brian Sweeney Fitzgerald (Klaus Kinski), alias “Fitzcarraldo”, está obsesionado con la idea de construir un teatro de la ópera en un remoto pueblo de la selva peruana. Para alcanzar su objetivo necesita enriquecerse, por lo que no dudará en acometer una compleja aventura que le llevará a cruzar el Amazonas y  atravesar montañas con su barco de vapor para conseguir caucho.


Hubo un tiempo en el que Werner Herzog era uno de los cineastas más singulares y arriesgados del panorama cinematográfico mundial. Un tiempo en el que el genio alocado de este cineasta legó a la historia del cine joyas tales como Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre der Zorn Gottes, 1972), Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) o la cinta que nos ocupa, que probablemente sea la obra más conseguida de su irregular filmografía.

Se trata del hipnótico relato de un soñador amante de la ópera y de la voz de Enrico Caruso, que pretende extender su fascinación por este arte tan refinado y civilizado allá por donde todavía prevalecen los mitos y la exuberancia natural.

La filmación de Fitzcarraldo en las selvas de Ecuador y Perú, supuso una odisea casi tan demencial como la empresa que narra su argumento, viéndose sacudida por accidentes, enfermedades y continuos roces entre el director y su actor principal, un Kinski que se muestra muy preciso en la interpretación de su romántico personaje.


A pesar de que ya habían trabajado juntos en varias ocasiones, Kinski fue la segunda opción de Herzog para este papel, siéndole ofrecido sólo tras la negativa a éste de Jason Robards. Originariamente, Mick Jagger también tenía que haber participado en la película como asistente de Fitzcarraldo, pero su contrato expiró y acabó yéndose de gira con los Rolling Stones.

La película, como otras de su autor, tiene un tono semidocumental que se deriva del hiperrealismo y la agudeza con la que Herzog consigue captar la atmósfera de la selva amazónica.

El cine de Herzog emana un cierto primitivismo que procede del enfrentamiento de sus personajes, ya no sólo con la inmensidad del paisaje que los envuelve, tal y como hacía el pintor Friedrich en sus obras, sino también con sus pasiones e instintos más primarios, lo que convierte a sus mejores trabajos en piezas de arqueología, eslabones perdidos de un modo de hacer cine que ya no existe.  


Quizá la cinta resulte algo excesiva en sus pretensiones y metraje; pero su visionado provoca tal enriquecimiento de los sentidos, tal afinamiento de nuestra percepción sensorial, que verla se convierte en una estimulante e inolvidable experiencia.

1 comentario:

  1. En "Aguirre" he visto premoniciones de "Fitzcarraldo". Está, por supuesto, el viaje a través del río que ocupa casi todo el filme, y el barco en la copa de un árbol que aparece cerca del final. A mi parecer, las dos son distintas versiones de una obra maestra: la una todavía algo tosca y la otra depurada.
    De las películas de Herzog que he visto, "Fitzcarraldo" es sin duda la más barbitúrica. El montaje está dotado de un ritmo exquisito, envolvente. A veces solo es suficiente un cuadro fijo, un Fitzgerald envalentonado detrás de su fonógrafo, sostenido el tiempo justo para que Caruso nos hipnotice tanto como a los nativos. A veces, solo el enorme Kinski.

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